Tal vez no sepa comenzar esta historia, está realidad de agujas diseminadas por mi alma que siempre se empeña en empujarme hacia la tristeza. Tal vez aún no estoy preparada para escribir la primera palabra a la que seguirán otras o tal vez, sólo tal vez, intento no pensar demasiado en los días que pasaron aferrándome a los días que vendrán. Lo cierto es, que más a menudo de lo que yo quisiera salta la chispa del recuerdo y me veo presa en las imágenes, en los olores y en los sonidos que acompañan a mis pensamientos.
Nací en una casa de grandes ventanales que se desvanecían con la sombra, donde el grito reclamaba su espacio frente al silencio y las lágrimas formaban parte del alimento cotidiano. Mi primer recuerdo se cobija en el perfil bruno de mi madre, siempre ausente, y en el frío áspero que acompañaba la ebria soledad de mi padre. Siempre me sentí en lucha, contradictoria en la perpetua pregunta de cuál era la causa de que mi familia no me quisiera, devanando hilo por hilo el terco perfil de una malograda margarita. Siempre insegura y retraída ante la gente que me miraba con cara curiosa en el colegio y rebelde, siempre rebelde ante la voz de los maestros que menospreciaban a mi hermano menor por ser más lento que sus compañeros.
Cada mañana despertaba con el miedo escrito en el rostro, tras una noche en la que los gritos y los golpes habían acompañado mi sueño y sabiendo que mi pequeña cama no podía salvarme de la realidad cotidiana del desamparo. Entonces aprendí a través de mi madre, que era importante la apariencia con la que nos mostramos ante los demás y con esta enseñanza estructuré la primera máscara que me acompañaría hasta mi segundo frente.
A lo largo del tiempo se hizo frecuente en mí la necesidad de estar siempre sola. Me recuerdo sentada en las escaleras del colegio, la soledad era la mejor medida de defensa frente a la curiosidad punzante de los otros niños. Pero esta rareza y el color oscuro de mi piel jugó en mi contra y despertó en mis otros compañeros de clase el deseo ferviente de hacerme la vida imposible. Así surgió en mi vida mi segundo campo de batalla y la necesidad de forjar otra máscara que me ayudara a sobreponerme fuera cual fuera el lugar donde me hallara.
Los días eran sombras acunadas por el frío, meridianos que daban la medida justa de lo que no era nuestra vida. Se sumergía así, la amargura del desencanto en el rostro cada vez más oscuro de mi madre y en nosotros el hambre de la huida, del desarraigo profundo, oculto entre las paredes de mi casa.
Me afligía la distancia de mis hermanos mayores, el verme sola en defensa del pequeño. Aterrorizada por la violencia de la voz de mi padre, desdichada al fin por el interés enfermizo de mi madre, que lloraba hasta conseguir de mí todos sus propósitos y luego me rechazaba alejándome con la indiferencia.
Mi adolescencia transcurría envuelta en las cuidadosas manos de mi maestro de literatura y mi maestro de filosofía, de ellos recuerdo el sutil sonido de la amabilidad, la comprensión más afable del camino por el que debían transcurrir mis pasos. Fue en este período cuando se acentuó en mí el deseo de la palabra, este manjar repleto de significado se aferró a mi cuerpo doliente, extendiéndose en cada punto cardinal de mi geografía y dándome al fin la sonrisa con la que sostener el mundo.
No recuerdo amigos relevantes, si acaso dos de parecida historia a la mía, con los que compartía Coca-Cola y sinsabores, en la cotidianidad de la canícula veraniega, en el frío risueño del invierno. Sonia, la primera, había compartido conmigo cuna y juegos de niñez, para más tarde compartir interminables charlas sentadas en la acera de nuestra calle, donde la seguridad era más sensata que en nuestras casas. Ernesto surgió de entre la multitud de pupitres del instituto, su soledad y la mía chocaron frontalmente dando paso a una amistad sin preguntas que aún conservo.
El tiempo pasa con la misma rapidez con la que el corazón canta los pulsos sanguíneos, así es rápido y presuroso cuando la emoción le embarga y lento y calmo cuando la amargura se desliza entre sus sístoles y diástoles. Mi tiempo fue lento, estancado en algunos susurros del segundero; y su túnel, largo y sinuoso no acababa nunca de finalizar. En algunos momentos todo se me antojaba oscuro, el silencio abrazaba las paredes de la habitación donde me sentada a veces, la puerta se cerraba al mismo compás que la ventana que me regalaba el suspiro y yo me sentía pequeña como el ojo de una aguja.
Solía vivir el máximo tiempo posible en el estrépito de la multitud inmersa en sus labores. Sonámbula entre las calles ausentes de geometría, el camino se disolvía alumbrado por la luz del sol, devolviéndome a la ceguera de la ruidosa calle... A veces me pregunto si la soledad habita a la sombra del gentío, y si al apurar la última de sus gotas nuestro perfil se sumerge en la oscuridad que todos llevamos dentro. Comprendí entonces que forma parte de la vida estar heridos. Que más veces de las que deseamos la amargura habrá de reflejar su torva mirada en el confín de nuestra pupila. Que cuando la noche duele y la tristeza se traduce en un vivir distinto; se inicia el vértigo, el abandono de ese “yo” desdibujado lentamente. Es entonces cuando el alma nos ataca, sin explicarnos el porqué de su dureza, y sentimos que entre la vida y nosotros hay un sonido tenue que nos conmina a dar el siguiente paso.
Ahora cada mañana me sitúo frente al espejo, contemplo mis ojos cansados y vuelvo a pintar la máscara de una sonrisa que haga más llevadero el segundo que se trenza en los minutos. Porque ahora sé que he sobrevivido, sé que podré seguir adelante, sin olvidar el transcurso de mis pasos. Qué bello es el silencio, cuando la aurora bosteza en las fachadas. Y el perfil roto de las azoteas, se descubre en el óxido asombrado del día que despierta... Qué bello es el azul de la sombra, que ya agoniza… Qué bella es la vida en el beso que nos hace fuertes.
Arquitectura de un reglón indiferente
Inma J. Ferrero
Proverso Ediciones
ISBN: 9781081263614
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