THE TRUTH

Palabras amasadas

Por: Alberto Masa, el de los libros


Mucho se ha hablado del chaval. Mucho y poco. Nunca lo suficiente. Y siempre el mismo coñazo, que es todo lo que él no es. Porque si algo no es el chaval es un coñazo. Él como mucho tiene una pizca de polla de oro y una cojonera normal, poco letal, ávida de humo y en perfecta simetría con el resto del mejor regalo que le ha concedido la naturaleza. Y es que el chaval tiene un cuerpo que resiste muy bien las embestidas de la salud. También de la salud mental, claro está. Al chico de pequeño siempre diciéndole sus abuelos que se iba a matar de tanta brutalidad como representaba y al final la misma brutalidad con la que él se enfrentaba a eso que llamaban mundo era lo que le salvaba. Tenía el cuerpo ilustre de los brutos. Un cuerpo delgado como los fideos chinos y hecho de fuerza pura como la miel, que es el dorado al que los hombres buenos de una España fea se acercaron en enormes barcos, a la caza de esa seda dulce de la que eran dueñas las abejas de la propia España. Ay, ese chico era una abeja trabajadora. Ese pobre chico. Mírale, cascándosela bajo la mirada de santa Fátima allá en el pueblo. Mírale cómo recoge la lefa sin que la mirada de esa estampa se dé cuenta y cómo se hace él mismo a la idea de que no ve la probable mirada de esa estampa, nada menos que santa Fátima, observando qué sé yo, esas cosas que los santos tienen por mal vistas. Cuando santa Teresa de Ávila se corrió por vez primera dijo que había tenido un encontronazo con lo divino y la gente la tomó por ella misma, que era su cuerpo, un coño total, el santísimo coño trino de santa Teresa de Ávila. Más ancha se quedó la buena señora después de haber visto a Dios que empezó a levitar, al igual que el hijo que nos ocupa. Masa, el chaval, es hoy un becerro de miel, de whisky y de metanfetamina. Madruga, se levanta y teclea. Todos los días saluda a sus amigos del Facebook. Es un chaval normal que toma café y cuenta que se lo prepara en la cafetera del alma, donde el agua hierve y el humo de las locomotoras provoca una sensación de ruptura con el espacio y con el tiempo. El chaval, no menos santo que la santa que moraba en la estampita que le veía, allá, en el pueblo, matarse a pajas durante la jornada dominical, iba para artistilla. Lo era ya antes de nacer, en el vientre de su madre manejaba, aún sin ojos, su propio espectro a sus anchas, como todo o casi todo hijo de vecino. Al ser sacado, con siete meses, de la vagina de su santa madre del bebé dijeron que había vivido lo suficiente como para morirse ya mismo; y el bebé se resistió a conceder razón a tanto portador de bata blanca que no decía más que chuminadas que le había enseñado una España medio tardo-franquista, aparte el hombre del tiempo, que siempre sacaba el mapa de España en la tele, con sus islas Canarias en un recuadro a la derecha y no donde residen, a la izquierda, más lejos del 5º A que del Bajo Derecha. Menuda cosa tonta, tonta como yo mismo escribiendo sobre un chaval que, efectivamente, tiene su aquel, su estilo, pero que es tonto, es tonto porque ha renunciado, sin duda, a todo. A todo, menos a sí mismo, cosa que no es que le honre mucho, dicho sea de paso. Y allá, junto a las enfermeras (todo el día borrachas) se dijo a sí mismo que esta vida, que será breve pero, sobre todo, siempre será larga (porque llegará un momento, breve o no, en que se hará larga) había que vivirla, sufriendo, claro que sí y también por supuesto que no, el desprecio y los ánimos del hombre, y también de la mujer (sobre todo de la mujer), la muerte de la criatura a la que no dio más que vida y la muerte de las criaturas que le vivieron a él antes de empezar, a una edad avanzada, a vivirse a sí mismo, con la doblez existencial de que eso también implica matarse a sí mismo todo el rato.

Ya en los dos miles, el chaval, que ya no lo era tanto, era llamado Profesor, oh joven genio, maestro de maestros. Y el chico como si nada. Como si eso fuera lo natural. Como si esa fuera la gracia, que no es nunca divina, sino medio julandrona y aún así poco blandengue. La gracia era el chico que sonreía por sobre los nidos de esos jodidos cucos, muchos de ellos literatos, cuando no artistas, cuando no maestros de verdad dedicados a diversas ciencias y sobre todo una: La fe, pero no la cristiana ni la mahometana ni la budista ni la freudiana, la fe en que la existencia consiste, básicamente, en existir y poco más. En crear algo, un lecho, una casa, una poesía o un animal de cera que merezca la pena ser alabado o escupido indiferentemente. La gracia de la que hablaba era la paja nicotinizada en el suelo lleno de granos de trigo, cebada y mierda del paisaje de la niñez, donde también había cientos y millares y millones y billones y trillones de bloques y de yates en los que pasear a ciegas, viendo todo y, finalmente, no viendo nada. Viviendo perdiéndose al tiempo que encontrándose. Viviendo en el abandono fútil que es cuidar de uno mismo además de aquello que ama a un tiempo que no le interesa lo más mínimo. El chaval, el jodido y gracioso chaval amaba a su estómago sobre todas las cosas y, entre otras cosas, la cosa queda resumida en que le dio por comer y, cuando hacía la digestión, les llamaba videntes (o videntas) a esa generación de maestros que le ofrecían premios que rechazaba con la misma chulería que uno, en un restaurante donde come del menú del día, rechaza el chupito de aguardiente bajo la excusa de que ya le ha llenado bastante ese entrecot un poco pasado que le habían puesto de segundo.

Del chico se puede decir que visitó a los marcianos un día de agosto y que esto moleste al círculo de médicos de la seguridad social que, de vez en cuando, cuando tiene algún achaque de hígado, pulmones o corazón, lo atienden. Dicen: Es Masa. Albertito lindo, nacido de la sustancia santa que es el semen de su padre, el pastor y el gran trabajador, el chofer oficial, el papá bueno que, de niño, al chaval, siendo aún chavalillo, le contaba que uno de ambos era Alonso Quijano y el otro Rocinante. El papá que le fabricaba lanzas en el taller para que matara a los indios americanos en su habitación, entonces llena de juguetes rotos o, si no lo estaban, juguetes que terminarían estando rotos. El papá santo que no podía verlo beber porque, eso sí, el chaval, Albertícola, a veces, cuando le daba por ahí, debido a las penas existenciales, se ponía hasta el mismísimo culo (no mucho más que sus amigos, de hecho: mucho menos, pero lo suficiente).

Los premios literarios, los marcianos, hasta los vampiros no hacían carrera de él. Sus mejores amigos, esos gandules que querían ser la milésima porción de placer que a Albertícola le proporcionaba una vulgar eyaculación de semen (y también de sangre, porque el chaval apretaba el puño muy hasta dentro), lo observaban (y grababan) a través de cámaras ocultas. Él, el chaval, no se daba un pijo de importancia. Restaba la crisis absorbiendo botellines enteros de haloperidol y, de postre, benzodiacepinas para los efectos secundarios. Y luego, como quien dice, de chupito (este sí era aceptado en el restaurante) un lingotazo de LSD del puro, purificado por la mano santa de un químico mareado y asesinado, finalmente, junto a la séptima ola de un mar que agoniza. O agonizaba. Y es que nuestro chaval poco ha visitado el mar. Albertícola sigue en la habitación de los libros, al lado de un traje de Napoleón que representa a su abuelo materno y un traje de matriuska que representa a su abuela materna. El resto, ya se sabe, gloria pura, divina, angelical. Los pasos, sin pasos, de todo un docente de la vida, echado a perder por el precipicio adonde se asoma una cabra una mañana de agosto de 2016, esto es, hoy mismo, esta mañana mismo, día en el que el chaval se levantó, dio, efectivamente, los buenos días en el facebook y, luego, se puso un café. Ya estaba hecho el día. Lo demás no es silencio. Nunca. Lo demás es pura vida, pura muerte y, en el medio, amor desinteresado hacia una existencia desinteresada. Amor por unos huevos fritos, como quien dice, y sin freír también. No está loco el chaval, no. Porque la humanidad no lo está. O sí. No, no estamos locos, rezaba el eslogan, lo que nos pasa es que sabemos lo que queremos. Cuántas décimas de fiebre ha costado ese anuncio… no lo sabemos. Sabemos que a día de hoy la cabra de la mañana se ha despeñado por un barranco y poco más. Y que en eso y no en otra cosa consiste el éxito de Alberto Masa, el de los libros. En nada. Y también en todo.

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