SECRETOS Y DEUDAS

Por: Francisco Acosta (Profesor de Piano. Compositor y Pianista)


Toda percepción artística se define a través de la reacción del que observa, lee, escucha, o incluso saborea (mezclar sabores que impresionen al paladar es otra forma de arte). Esa reacción provocará diferentes estados de ánimo. Existe un mensaje en la obra artística que define al receptor (al margen del autor). Cada persona es única e intransferible, así que el contenido expuesto artísticamente es tan válido como personas hay. El caso de la música es muy particular. Es un lenguaje que, aunque se pueda escribir en partitura, obedece al mundo de la abstracción. Esa cualidad intangible y que se extingue en el tiempo de manera fugaz es algo mágico.

Es como un destello en cascada que no tiene punto de retorno. ¿Cómo lograr nuevamente el éxtasis de un pasaje que nos ha emocionado? Es aquí donde se dan la mano literatura, pintura, etc y música. Pero veremos cómo las distintas actividades artísticas difieren de la música. Si cuando lees un libro, un pasaje te deja petrificado, sólo tienes que volver sobre él y releerlo cuantas veces gustes. En cuanto a la pintura, sólo has de permanecer ante un cuadro el tiempo que quieras para captar el mensaje de la imagen. Pero en la música esto va más allá y ocurre cuando el compositor hace repetir las células temáticas con una intención más poderosa. Ese mismo pasaje se reexpone con una elaboración más desarrollada, ampliando el espectro emocional. Y así se llega a la coda final, a una inundación concentrada de todo lo anterior. Frase a frase el discurso sonoro llega a un entendimiento final. Y si bien es cierto que cuando se escucha música grabada (no en directo) existe esta posibilidad de reproducir aquellos pasajes que tanto nos gustaron (simplemente dando a stop y retrocediendo hasta donde nos plazca), y que ya sabes lo que vendrá, ya conoces el resultado; no ocurre así con la música en directo dada a licencias improvisatorias. La mejor música que el siglo XIX legó a la humanidad nunca se registró en partituras, fueron las fecundas e inspiradas improvisaciones a piano de los grandes intérpretes las mejores obras que se compusieron en vivo y murieron con ellos. Pues eso mismo sucede con las transcripciones a piano que tanto me gusta hacer. Adaptaciones donde reservo un espacio para la creatividad ‘in situ’. Sólo la música en directo es capaz de perpetrar tal hazaña. Hay un énfasis, un estado de ánimo en el intérprete, con su fe por ofrecer lo que nunca antes se ha escuchado ni se escuchará, que lo conduce a superar ese momento imbuido por la magia del directo dejándose llevar por una hipnosis de fantasía musical. No hay mayor gozo que fantasear sobre la base armónica de una pieza musical. En el siglo XX, los músicos de jazz, basándose en el cifrado armónico barroco, idearon un mecanismo para tales recursos de improvisación, así nace el cifrado armónico internacional o cifrado americano; un sistema codificado que resume el análisis vertical de la música y ayuda al intérprete desde una visión rudimentaria de la estructura musical. A partir de esos primarios elementos básicos todas las posibilidades se abren para generar una nueva composición en tiempo real. He discutido mucho al respecto con profesionales de la música clásica la posibilidad de transgredir la obediencia literal a la partitura (algo que ya hacían grandes compositores/intérpretes, véase Liszt, Rachmaninov, Beethoven, Chopin, etc). Relato ahora una anécdota personal: El día que desafié a mi profesora Miss Florence Kent, fue con una interpretación de una sonata para piano de Scriabin.

La pieza en cuestión era endiabladamente complicada. El músico ruso, influenciado por tantas corrientes artísticas, ideaba una arquitectura acústica donde explotaba al máximo el timbre del instrumento, su inagotable imaginación lo llevaba a la extenuación sonora. “Miss Kent, hoy quiero revelar un secreto que me acompaña desde niño. Voy a tocar una pieza que usted conoce muy bien, pero deje que concluya, escúchela al completo” -le dije a mi profesora-. Cuando finalicé la interpretación ella me miraba con un asombro inusual y dijo: “Nunca pensé que esta pieza pudiese sonar así. Me ha maravillado, pero que no se enteren los academicistas seculares que pululan por aquí, te expulsarían inmediatamente del Conservatorio”. “No creo -dije-, esto mismo ya lo hacía Arthur Rubinstein y muchos otros pianistas. Es más, Rubinstein en su juventud ganó un concurso de piano inventándose la mayoría de las notas. ¡Menudo era el polaco!” “Querido alumno -inquirió ella-, no intentes compararte con el maestro y además te recuerdo que a Satie lo expulsaron del Conservatorio de París por no querer seguir las pautas de estudio establecidas”. “No me comparo -dije-, sólo defiendo que la imaginación del intérprete puede recrear una nueva obra a partir de lo escrito. ¿Qué me dice de Godowsky y sus revisitados estudios de Chopin? ¿O de las improvisaciones sobre pasajes de ópera del gran Richter en aquel teatro infame?” “¡Calla, insensato…! -dijo ella- ¿Acaso quieres hundirme? ¡Ya está bien por hoy, sal de mi vista inmediatamente…! Reflexiona. Mañana te espero a la misma hora”. Miss Florence Kent era paciente conmigo y mis impertinencias. Yo sabía que en el fondo estaba de acuerdo conmigo, pero se vio tan reflejada en mí que aquello la violentó. Mi secreto era el suyo también y nunca me lo dijo, lo descubrí en ese momento, en su mirada. A partir de su reacción tuve una deuda muy grande con ella. Hubo un consentimiento reprimido que supe leer en sus ojos. Yo la adoraba. Mi batir de alas removió tanto aire ese día que todavía hoy siento el frescor en mi cara.

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