ANATOMÍA DEL CAOS

Por: Francisco Acosta (Profesor de Piano. Compositor y Pianista)


El arte se extiende más allá de cualquier definición. Desde libros que revolucionaron la literatura por su maestría clásica en la forma y su poderosa narrativa, hasta los osados artefactos líricos ricos en originalidad. Yendo al terreno pictórico, nos encontramos con el arte abstracto de Kandinsky o Pollock, en contraposición con el equilibrio velazquiano, por ejemplo. Planteo estas dos miradas del arte que poco tienen que ver entre ellas, o tal vez mucho. Dicho esto, para mí existe una debilidad por lo novedoso, así que me es muy fácil encumbrar el tintineo perlado que suena a través de las paredes de cristal de una composición musical rompedora de cánones ortodoxos y que tan viva se me representa. No atenerse a reglas, a normas que encorseten la imaginación es un avance hacia lo desconocido que siempre esconde algo difícil de explicar, un orden caótico; la trascendencia del ser. Pero, ahora bien y, como dijo Stravinsky, «hay que conocer las reglas para transgredirlas». El discurso artístico debe ser entendible desde la interpretación del receptor, no debería haber mayor precepto que este. El criterio siempre está en el ojo propio. Y es en esa ‘no explicación’ donde el melómano debe bucear. Es curioso, pero desde el ejercicio de oyente, uno intenta reescribir lo que intuyes del pensamiento del compositor (ejercicio vano, pues cada mirada es única). Yo celebro este tipo de música por distinta. Me gusta que mi oído perciba más allá de la propia intuición natural. Pongamos ejemplos sobre esta dualidad de miradas: Velázquez o la perfección del realismo, versus Pollock o la anatomía del caos. Los dos me fascinan igualmente. El mensaje de una obra de arte debe tener un gran agujero de entrada y saber encontrar el velo exacto del paladar. Otro ejemplo, en este caso musical y de un mismo creador: Beethoven. Para mí el artista por antonomasia. El más grande hacedor de bellezas. Existen, no dos, sino tres estilos beethovenianos (también han existido a lo largo de la historia del arte muchas literaturas, pinturas, etc…, de gran aportación exótica muy interesante y necesaria). El Beethoven neoclásico, que gusta de la estabilidad en la estructura. Después vendrá el Beethoven romántico, el huracán todopoderoso que zarandeó las emociones; lirismo y pasión. Y por último, el Beethoven incomprendido, el que se adelantó a su tiempo doscientos años. El Beethoven de «música fea», el que escribió la Gran Fuga opus 133 y recibió insultos e improperios de todo tipo. Pero esa obra, junto a los últimos cuartetos de cuerda, fue la puerta de entrada a todas las músicas que vendrían después.

Entre notas musicales naturales y alteradas existen doce sonidos. Nunca antes se habían utilizado los doce sonidos sin orden jerárquico, porque esta práctica corría el riesgo de provocar la atonalidad, esa sensación tan molesta al oído profano; pero estaban ahí, y Beethoven utilizó su prodigiosa creatividad para dar un pellizco en el estómago y decir: «He ido más allá de lo que tu gusto estético podía imaginar. Escoge lo que quieras».

¿Quién merece pues el cetro de oro del arte? Todos, por supuesto. El arte debe tener la sustancia de tantos sabores como paladares. La innovación hacia mundos insospechados es la que mantiene viva la llama de la creación. Seamos doctos amantes de la línea quebrada. La belleza se nos muestra tanto en la simetría del orden natural como en los caminos irregulares. Y abundando en otro compositor, fue Frédéric Chopin, el gran músico romántico, el que supo nadar en estas dos aguas. Su estructura rítmica en la Mazurca clásica fue contrapuesta con los adornos de notas en grupos de valoración especial utilizado en muchos de sus Nocturnos y que tanta expresividad extrajo de ahí. Un compositor que se sirve de elementos clásicos y vanguardistas, y que supo combinar con exquisito gusto, merece un lugar de honor en el Olimpo de las Artes. Lo universal es hermoso cuando se hace particular.

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