OLIVIER VS. BRANAGH
El Arte sin morir de frío
Por: F. J. Guerrero
Cuenta la historia que, durante el rodaje de Marathon Man, uno de los thrillers más sonados de la primera mitad de la década de los setenta, estaban conversando Dustin Hoffman y Laurence Olivier sobre la preparación de algunas escenas. Más concretamente, una en la que el personaje de Hoffman tenía que pararse a hablar con alguien después de haberse pegado una buena carrera. De repente el actor, formado a través de la interpretación metódica, se puso a correr en círculos por todo el plató, provocando la estupefacción de Olivier, que no sabía muy bien qué estaba haciendo. Cuando finalmente Dustin dejó de correr, sudoroso y exhausto, Laurence le preguntó qué diablos era eso.
– Vamos a rodar una escena en la que tengo que hablar agotado porque he estado corriendo. Ya estoy preparado para hacerla –afirma Hoffman con seguridad y determinación.
– En vez de hacer eso, ¿has probado a actuar? –sentencia Olivier.
Considerado por muchos, y en cierta medida autoproclamado, como el intérprete más grande del siglo XX, esta anécdota podría tomarse como un claro ejemplo práctico de lo que él consideraba la actuación: una mentira. Una pura invención.
Ya fuera en Broadway, en los teatros británicos o en el cine, mintió sin cesar a miles de espectadores que quedaban petrificados por el impacto de sus creaciones dramáticas, de su imponente presencia, de ser capaz de componer personajes de compleja profundidad psicológica sin despeinarse. Vivien Leigh y Joan Plowright, actrices con las que compartió su corazón, no eran capaces de discernir cuándo Olivier estaba actuando, fuera de los focos, y cuándo era él mismo. Aunque muchos dirían que, en realidad, nunca pudo dejar de actuar.
Ha interpretado, casi en su totalidad, las obras más icónicas e influyentes de Shakespeare y ha encarnado a sus personajes más importantes. Interpretó a Macbeth en diversas ocasiones, hasta convertirse en un acoplamiento espiritual. Fue paciente a la hora de encarnar al tan ansiado y atractivo Otelo, el cual llevó a cabo tras asumir que había logrado un dominio completo de su expresión física y vocal. Esto se debe a que la actuación, para él, nunca fue tanto un placer o vocación, sino más bien un servicio o responsabilidad. Fue su padre quien le impuso convertirse en actor, una obligación que el, por entonces, pequeño Laurence acogió como a quien le imponen subir al trono como rey y gobernar.
Lo cierto es que Olivier nunca dejó de ser un corredor de fondo, un hombre maratón. Uno que se especializó en un arte y lo pulió hasta alcanzar la genialidad. Pero todo buen corredor tiene que acabar dando el relevo, tarde o temprano, a un compañero más joven que continúe la senda de la victoria. Este fue el caso de Kenneth Branagh. Ha sido tanto el respeto que este ha demostrado por el maestro británico, que ya sea cosa del azar o de una decisión premeditada, no fue hasta después de su muerte cuando el heredero debutó en el cine como director adaptando el excelso relato de Enrique V.
El legado de Shakespeare en el cine, y en el teatro, permanecía a salvo. Branagh tomó el relevo y, con el tesón y la dedicación que siempre caracterizaron a Olivier, desde finales de los ochenta no ha dejado de reflexionar y profundizar en las enormes capacidades cinematográficas de los textos. Todo ese compendio de traiciones y (des)lealtades, de poesía en las lágrimas y en las risas, de ferocidad emocional y nervio pasional, se ha mantenido intacto de generación en generación, al servicio del buen gusto inglés, para continuar preservando el deleite de las buenas historias y para hacernos recordar que, en realidad, nos encanta que nos cuenten mentiras.