AUTENTICIDAD Y VERDAD CREADORA EN EL ARTE

Por: Javier del Prado Biezma. Poeta y profesor (como Mallarmé y A. Machado ).


0. Uno de los grandes argumentos que se manejan hoy en día para juzgar la calidad de una obra de arte (y en especial si se trata de poesía) es el tema de la autenticidad; siendo el otro el de la innovación y la frescura de la obra que leemos o contemplamos. Aunque los tres calificativos inician su andadura con el Romanticismo (como expresión máxima y sincera del yo – individualidad y subjetividad), los tres alcanzan su apogeo en nuestros días, con lo que podríamos llamar, de un lado, “el prestigio de lo nuevo” y, de otro, el triunfo de la democracia radical, en materia de arte – con la subrepticia y tramposa substitución de la expresión, muy precisa, “creación artística”, por la más flotante, evasiva y de aplicación extensiva, “creatividad”. No todo el mundo puede ser un ‘creador’, pero todo el mundo es susceptible de tener ‘creatividad’.

No voy a entrar a valorar estos dos últimos conceptos (innovación y frescura) con el fin de detenerme algo en el de autenticidad y, por consiguiente en el de sus posibles oponentes (falsedad, fraude, engaño, artificio). Y lo haré porque este último término que acabo de emplear, artificio, afecta de lleno al concepto de arte. Artificio, artificial, artificioso, artefacto… términos peyorativos hoy, son términos que, en su raíz, llevan la palabra ‘arte’ y, en su composición última, el verbo ‘facere’; con lo cual, todos estos términos, tan negativos en nuestro vocabulario y, en especial, si hablamos de arte o de literatura (que no deja de ser un arte), vienen a decir: hacer arte, hecho con arte, producto de arte.

Toda producción artística es, en definitiva “un arte facto”, es decir, un artefacto y resulta, por lo tal, artificioso. Se opone a lo ‘natural’, a lo espontáneo – actitudes, objetos, palabras, acciones y (tal vez y por qué no) sentimientos y pensamientos ‘naturales’.

No voy a entrar ahora en el tema de la ‘autenticidad’ de la poesía romántica, acontecimiento fundacional del invento (empleo el término romántico en su acepción histórica); es decir, de la adecuación, en la sinceridad, entre lo dicho por el poeta romántico (con el efecto emocional que lo dicho produce) y los sentimientos reales que el poeta tuvo antes de decir ‘eso’. No voy a entrar, y por dos razones en apariencia contradictorias. La primera: rara vez se sabe lo que el poeta sintió de verdad, sin que podamos separarlo de lo que él ha dicho y ha querido que nosotros creamos que el sintió (y de hecho lo creemos gracias a los efectos eficaces de su maestría en materia de escritura y de versificación). En segundo lugar: la crítica ya se ha encargado de poner de manifiesto, en no pocos casos, los dislates temporales y anecdóticos que existen, en acontecimientos y distancias temporales, entre actos y textos. Al mismo tiempo que ponía de manifiesto la adecuación de esos textos a una intencionalidad (emocional, imaginaria, ideológica) que el autor quería dar a esos textos, partiendo, bien es verdad, o de una experiencia autobiográfica más o menos reflejada en ellos o de un proyecto estético o ideológico que con ellos se quería transmitir a los lectores o espectadores. Esa dialéctica entre vida (supuesta base de veracidad) y creación artística (supuesto reflejo fiel de esa vida) queda magníficamente expresada en la expresión, “Mensonge romantique et vérité romanesque”, que da título al jugoso libro de René Girard, traducido al español en 1983 (Anagrama).

Llegamos con ello a una necesaria redefinición de la palabra “autenticidad”, manoseada, como en tantas ocasiones y casos, por un pseudorromanticismo de tertulia y de Factbook.

La palabra ‘auténtico’ entraña una adecuación entre dos partes, es evidente. Una de partida y otra de llegada. En su origen, la palabra significa “que actúa en función de su propia autoridad”; en un segundo momento, ‘auténtico’ pasa a significar “cuya realidad, cuya verdad u origen, de algo, no pueden ser puestos en duda”; pasando a significar en un tercer momento “ [algo] que se corresponde a la realidad profunda, a la verdad de un ser. Y nos preguntamos: un proyecto creador que nace de la voluntad racional y consciente de un autor, con vistas a conseguir unos efectos determinados sobre sus lectores o espectadores, efectos conseguidos mediante ‘las artes y oficio’ que este autor tiene ¿es, acaso, menos auténtico que el producto eyaculado por una espontaneidad sincera, tenga o no tenga su eyector ‘las artes y oficio’ requerido para producir ese artefacto?

La autenticidad no se instala en la adecuación entre el espacio biográfico de una persona y el producto artístico que nos ofrece. La autenticidad se instala entre la verdad ‘mental’ de un ser con un proyecto cuyos objetivos responden a esa mente y el producto que es capaz de crear ese proyecto (con los efectos subsiguientes en su receptor), aunque ese producto no responda a la ‘verdad biográfica’ de su vida. Recuperamos la extraordinaria “Paradoja del comediante”, formulada, en su ensayo del mismo título, por Diderot: a las ocho de la tarde, el cómico, esté alegre o esté triste tiene que subir al escenario para hacer reír o llorar a sus espectadores – no gracias a su alegría o su tristeza, sin gracias a sus ‘artes y oficio’.

1. Volviendo a la realidad, ¿Cual es, pues, el problema de la autenticidad y del fraude en arte? Creo que hay que distinguir dos niveles, válidos a priori. El nivel ético y existencial y el nivel estético y/o efectista: el que afecta y produce un efecto sobre el receptor, pero no, necesariamente sobre el productor, el creador. Y aquí se abre una diferencia muy grande entre la poesía y las demás artes (dependientes, en mayor medida, medida casi exclusiva, del receptor).

En función de ello:

Si yo considero mi actividad poética como una simple práctica estética, efectista (política, satírica, festiva, evasiva de la realidad) que busca un resultado en el público (como lo fue hasta el siglo XIX la pintura y, en gran parte la música, como lo fue hasta principios del XIX la poesía, salvo contadas y grandísimas excepciones, si yo considero mi actividad poética desde esta dimensión, como “arte para el consumo del otro”, el concepto de autenticidad no entra en juego y tampoco entra en juego el concepto de fraude, a no ser que el proyecto creador esté viciado por una intencionalidad política escondida. Estos artistas, poetas y pintores, ponen su genial maestría artesana o menos al servicio de la comunidad. Su trabajo es un servicio público y no podemos escandalizarnos de que el poeta italiano Poliziano (magnífico poeta) escriba poemas para que sean leídos entre plato y plato de los banquetes sus señores de Florencia, aunque lo que dice (que parece muy sincero y suena muy bien) no se corresponda con los vivires de su yo. Del mismo modo no nos escandalizamos de que Mozart escriba sonatas (sentidas o no como expresión de su yo profundo): suenan muy bien y a nosotros nos parecen melancólicas o graciosas, como salidas del alma misma del músico, que tenía que pasar de la tristeza a la alegría no en función de su yo profundo, sino de las exigencias de sus protectores Los sonetos “Á Hélène” del mayor poeta francés renacentista, Ronsard (de cuyo “huerto cogió sus rosas” A. Machado, según dice en su poema “Autobiografía”) fueron, en un principio, sonetos de encargo: se los encargó María de Médicis para celebrar la belleza de Elena, dama de honor de su corte. Tampoco nos escandalizamos de que Goya, incrédulo, pintara pintura religiosa o que Delacroix, anticlerical furioso, pintara los frescos de la Iglesia de Saint-Sulpice, en París. Eran artesanos, por muy grandes que fueran, capaces de captar los gestos y las palabras que podían emocionar a los demás y las usaban muy bien, en beneficio de la colectividad: y esa era la autenticidad de su proyecto creador. Otras obras de estos autores mencionados sí pudieron salir de esa autenticidad existencial que hoy día exigimos, “al pie de la vida”.

2. Todo esto cambia cuando el arte no se contenta (no puede contentarse, como veremos) con ser una práctica artesanal al servicio de la comunidad (o de unos señores) y pretende convertirse en una actividad personal que, en primer lugar, es la expresión de un yo que se confiesa tal como se ve a sí mismo o tal como desea ser y así se crea, porque, en el fondo de sí mismo, se ve tal como se desea o tal como le horroriza ser. Y piensa que su verdadero yo no es ese yo histórico que todos conocen, ni siquiera el yo que se ve a si mismo, en superficie, sino un yo que cree necesario crearlo, a partir de sus sueños, de sus deseos, de los harapos biográficos de la vida que le ha tocado vivir. Entonces, escribe o pinta: “[y] La obra es el producto de otro yo”. La frase es de Proust, en “Contra Sainte-Beuve” (lo decía el otro día); lo que quiere decir que la obra es producto de un yo distinto del que conocemos; pero también quiere decir que el escritor, al escribir, produce otro yo – distinto de aquel que todos conocemos: un yo/texto, en el que el tema de la autenticidad no hay que referirlo, de nuevo, a la anecdótica biográfica y sentimental, sino “al proyecto, en este caso ontológico, ligado a la creación de un nuevo ser (de palabra y de imaginario)”.

Para que esto haya podido ser así ha tenido que ocurrir una cosa esencial en Occidente. La cosa es simple y terrible. Hasta el XVIII (intelectuales ateos aparte – pocos), el hombre occidental tenía muy clara su identidad, el origen y el futuro de su destino: Era hijo de Dios, creado a su imagen y semejanza y, a lo máximo que podía aspirar en materia de identidad (y de creación), era a conocer y perfeccionar la recibida, en función del ejercicio de su problemática libertad. De cara de este perfeccionamiento podía aspirar a ir creando una “vida nueva” (San Pablo), cada vez más alejada de su envoltura carnal y preparadora de la Vida espiritual que, tras la muerte, viviría en la eternidad.

Dante, en su “Vita nuova” da un giro o un tono esencial a esta expresión y a lo que, en cuanto verdad existencial encierra. Vivir es crear una Vita Nuova diferente (distinta de la biológica), propia de los hijos del espíritu y alejada de los hijos del barro. A este cambio, que precisa la idea de San Pablo, le añade un matiz (y éste es esencial para nosotros). Por eso, en vez de crearse un proyecto moral, escribe un libro: la verdadera “Vita Nuova” es la que yo me construyo en mi obra. Rousseau en sus “Confesiones ahonda en la idea: cuando me presente ante Dios, nos dice en el primer párrafo, lo haré con este libro bajo el brazo, mi vida de palabra y de ficción, y Él deberá juzgarme en función de lo que digo; no en función de lo que mi cuerpo histórico ha tenido que hacer o podido.

Esta construcción, geocéntrica aún, sirve hasta que el hombre occidental proclama la muerte de Dios (J.P. Richter, el primero, en 1793) y Nietzsche el último, a finales del XIX.

Muerta la teología cristiana (que asentaba la identidad del ser humano, en pasado, en presente y en futuro, así como en la dualidad fundida en cuerpo y alma, desde la perspectiva del hombre como hijo de Dios), la poesía Simbolista intentará ocupar su lugar: la poesía será el espacio privilegiado en el que el ser se descubre, se inventa y se crea a si mismo, en el contacto de las palabras con las cosas y con uno mismo. La poesía como religión o como contra-religión (espacio de la privacidad existencial). Eso sigue así, en parte, y esa decisión del poeta es la que va a alejar a la poesía de las demás artes que siguen siendo tributarias, más o menos, del receptor y del comercio cultural (verdaderos artefactos proyectados, calculados, compuestos en función de la producción de un efecto colectivo, lo más amplio posible). Mientras la poesía se va a encerrar (salvo en ciertos momentos de peligro publico) en la creación de artefacto autotélico, cuya esencia y efecto recae sobre el propio autor y un escaso número de lectores, cercanos a su autor – es decir a su biografía. (Leamos al respecto el fallido “Discurso de recepción”, de A. Machado, en la Academia de la Lengua. Esta poesía se convierte, así, en el lugar privilegiado para aplicar en ella el baremo de la autenticidad, en el nivel más superficial y pedestre del término: una poesía en cuyas redes lingüísticas queremos sentir palpitar el corazón de un ser humano, cual pajarito caído en la trampa.

En la medida en que un escritor o un artista se acerca a este ideal ‘religioso’ del quehacer artístico (yo lo llamo ontológico, es decir, relativo al ser -ontos), más se aleja de una actividad artística en el que la autenticidad anecdótica pasa a un segundo lugar, siendo lo esencial el efecto conseguido de cara al espectador. Pero, en la medida en que un artista asume esa voluntad ontológica para su escritura o pintura, más se asienta en la necesidad de una autenticidad relativa a su “verdad profunda”. Porque la obra no es sólo, ya, artificio (arte facere, hacer arte), pasa a ser una creación de un yo que se identifica con la obra misma (aunque en esta creación hagamos intervenir toda nuestra capacidad artística. La función estética se complementa con la ontológica.

3. El problema de la autenticidad y del fraude, como vemos, se convierte ahora en un problema personal (sólo el creador es o puede ser consciente plenamente de él; (bueno, los que analizamos los textos desde esta perspectiva también tenemos cierto acceso a los caminos de la ‘autenticidad’ y de la ‘trampa’, en función de lo que llamamos “la coherencia interna” de la obra). El público, el auditor sólo ven un efecto (pero no pueden ver si este efecto responde a la autenticidad creadora del yo) y juzga la obra en función de este efecto: emoción, risa, lágrima, cabreo, evasión…

Creo que es así como tenemos que enfocar el problema, con el fin de no torturarnos demasiado con el tema de la autenticidad, palabra, por otra parte muy moderna: antes no necesitábamos ser auténticos (es decir fieles a nuestra propia realidad profunda – justificando nuestra creación en ese origen interior). Antes nos bastaba con ser fieles a la identidad recibida de Dios, por ello la importancia de aquella expresión consagrada en un libro del padre Kempis: “la imitación de Cristo”. Durante siglos, ¡nuestra autenticidad consistía en una imitación! Herejía espantosa para el hombre moderno! Y por eso, las dudas y condenas que la Iglesia Cristiana siempre mantuvo respecto del problema de “la Inspiración”, si esa inspiración no era Dios mismo, a través de su palabra: ‘teopneustica’ bíblica contra inspiración poética (diabólica).

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