PRAGA, LA DORADA

Por: Miguel Ángel Yusta


Los viajes de mi vida suelen ser todos los que puedo hacer, tal es la ilusión que pongo en cada uno, grande o pequeño. Son parte de mi sustento espiritual y mi afición favorita, junto a la buena música. Su minuciosa preparación y transcurso es, para mí, tanto o más importante que el destino final elegido.

Uno de los de más agradable recuerdo transcurrió en la ya lejana primavera de 1992: un grupo de amigos decidimo ir a la hoy extinta Checoslovaquia en tren (como debe ser) vía París-Frankfurt: Coche-cama, restaurante, tertulias, partidas de cartas, conocimiento de gentes diversas, nostalgia al pasar por “nuestro París” que tantas veces nos recibe, incluído aquel mayo del 68…Después la perfecta Alemania con sus -siempre seguros de sí mismos- habitantes, tan correctos y fríos ellos. Más adelante el contraste: la cerveza barata voceada en el andén, los emigrantes rumanos, la mezcla de cultura, pobreza y dignidad, el paso por nuestra ventanilla de la imagen del cómodo chalet a la casita con huerto, del BMW al Skoda; de 170 km. a la hora a tan apenas 70 y con un traqueteo infernal.

Pero al final, el premio maravilloso: en medio de la bella Bohemia, la dorada Praga y sus sensaciones recordadas que os cuento.

(Yo tenía los ojos llenos de aquel atardecer…)

Mucho tiempo más tarde, aún la recordaba: joven, casi adolescente, con su fina silueta recortada junto a la balaustrada del puente Carlos, mientras en su violín interpretada un Smetana simplificado e inocente. Toda ella era elegancia y armonía; no pedía limosna, solicitaba una aportación por ofrecernos su cultura y su belleza. Tenía la dignidad de los checos, cultos y atentos a cuanto puede ser objeto de su sensibilidad.

Muy cerca, las marionetas volteaban en el suelo y el hombre de las cien voces escenificaba con ellas cuentos de demonios y princesas, ante los grandes y asombrados ojos de chiquillos rubios.

(Los tejados de Praga enmarcaban en verde el cielo azul de abril…)

Un poco más allá, alguien tocaba una flauta con delicadeza, sin estridencias, y un grupo de jóvenes bohemios ofrecía gorras militares rusas –la prenda de moda- y pequeñas muñecas de porcelana. Al probarme una de aquellas gorras de plato suscité la sana hilaridad de los circunstantes: decididamente yo no tenía madera de oficial soviético del viejo régimen.

(El Ultava discurría despacio y majestuoso, llevándose los últimos rayos de aquel increíble sol, mitad luz y mitad oro…)

El taxista nos mostraba orgulloso su Mercedes nuevo: “Es sólo mío” comentaba. Un Skoda con veinte años encima había intentado ya, sin conseguirlo, llevarnos, dando un rodeo turístico, a la plaza del Reloj. Las averías, frecuentes; las tarifas, discutibles; el pluriempleo, total. Nuestro conductor era violinista por la
noche, vendedor de cristal de bohemia –en dólares, por favor- por la mañana y taxista y actor aficionado los fines de semana. Gente admirable, culta, activa, sacrificada, demócrata. Pero no hay democracia total sin pan.

(Praga, la de los teatros de ópera, iglesias barrocas, tabernas medievales,calles intemporales, palacios, torres, puentes…)

El viejo del tranvía dió un beso a mi pequeño rubio de ojos azules y le habló en alemán con dulzura. “Museum” se oyó por la megafonía del vehículo. Descendimos. La noche se había cerrado ya. La plaza de San Wenceslao, luminosa, recuperada al fin su primavera, era un hervidero de turistas, algún alma perdida y concretas ofertas de amor y aventura en esa noche incierta en cuyos recodos, una melodía bohemia, acompañando a la cerveza y la carne asada, rompía el monótono imperio de las hamburguesas y los Mac Donals recién llegados.

(Y Praga, la eterna, la bella, volvía a caer en el sueño de sí misma…)

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *