GRANDEZA Y MISERIA DEL INTELECTUAL

Por: Javier del Prado Biezma. (Poeta entre profesor y crítico).


1. “¡Es que andamos bastantes perdidas; nos faltan intelectuales que nos sirvan de guía; ya no hay intelectuales como los de antes… o se esconden!”.

Este grito me llega desde Cataluña, en mensaje de unas amigas catalanas; y no se refiere, como algunos podían pensar, al “problema Catalán”. Hablan del conjunto de su vida espiritual – intelectual, social y política. Es posible que tengan razón, pero yo les contesté con dos pregunta: “¿Vosotras pensáis que la soberbia del yo moderno está dispuesta a admitir guías intelectuales, como hace años parece que sí era posible? No pasará con los intelectuales como con los ‘maestros’ (de pensamiento, de arte, de escritura, de vida…) que ya no son posibles porque nadie, en uso de su ego autosuficiente, quiere ser, ya discípulo?

Y, ahora, en soledad, me hago yo la pregunta, por ésta y por muchas más razones, ¿es posible la existencia del intelectual hoy día?

2. No voy a definir la noción de intelectual, por estar tan manida que, en unos ambientes, es sinónimo de demoniaco, de pervertidor/propagandista de las verdades tradicionales y, en otros, se confunde con la de un político con cierto conocimiento (más o menos serio, más o menos veleidoso) de las cosas de la cultura) o de un estudioso más comprometido con el quehacer político que con la búsqueda de la verdad. Abundando en esta perversión de la palabra, algunos piensan que si ese compromiso no responde a sus ideas, ese ‘intelectual’ no es un verdadero intelectual. Tomo en consideración, sin intentar llegar al fondo de este último problema, el caso, en su día, de Alfonso Guerra, el intelectual de la pareja compuesta por él y por Felipe González y, en cierto modo, para muchos, el intelectual visible del PSOE.

3. Ahora bien, para no caer en equívocos respecto de lo que voy a argumentar, creo necesarias algunas consideraciones sobre esta palabra, con el fin de integrarla en el espacio conceptual del que nace.

Para mí, en un primer momento, el intelectual es aquel trabajador que lleva a cabo su trabajo social (todos llevamos a cabo un trabajo social), esencialmente, con la mente, es decir, con su intelecto. Como con el intelecto sólo se puede ‘pensar’ para comprender y explicar, el trabajo del intelectual consistiría en pensar las realidades del mundo (no olvidemos que pensar significa en latín pesar – ambas palabras tienen la misma etimología), es decir en pesar, en sopesar, en evaluar el peso de las realidades del mundo y de la vida (materiales y espirituales) y darles un acomodo (a veces una valoración – para eso se pesa) en el interior de una determinada visión del Mundo y de la Historia.

Un intelectual, pues, no es una persona que sabe cosas. El que sabe cosas puede ser, un sabio o un sabiondo, alias, un erudito, si hablamos fino. El erudito, acumula datos, pero no, necesariamente reflexiones. Hay que decir que, el saber datos no daña el ejercicio de sopesarlos (todo lo contrario), es decir no daña la labor primera del intelectual; en ocasiones puede ser una herramienta de gran ayuda. Y así podemos decir, que un erudito puede llegar a ser un intelectual (y pienso en Dante, en relación con su época) o no (y pienso en Petrarca: Petrarca, gran erudito, magnífico poeta, ¿llegó a ser un intelectual? Desde mi perspectiva, no. Si miro más hacia la modernidad, un gran novelista como J. P. Sartre, a la par que erudito, ocupó en Occidente el espacio del intelectual durante mucho tiempo (el pleno centro del siglo XX). Sin embargo, otro grandísimo novelista, Emile Zola, el primero en la lista de los intelectuales modernos (según la acepción que ha ido cogiendo esta palabra en la Modernidad), Zola estuvo muy lejos de ser un erudito. Es posible que, en nuestro siglo XX, la persona que mejor conjuga las dos cualidades sea Ortega y Gasset – erudito e intelectual (y dejo de lado su categoría filosófica).

Desde esta perspectiva, el instrumento básico del intelectual es la capacidad que tiene para establecer un juicio comparativo de aquellas realidades históricosociales ante las cuales se encuentra, con una voluntad de comprensión, clasificación y de valoración de las mismas. Voluntad de establecer un diálogo entre la teoría y la praxis sería, pues, lo que diferencia al intelectual moderno respecto del filósofo, instalado tradicionalmente en la teoría, como sistema, de los hechos y de las cosas.

4. El acto de pesar es siempre dual: no se puede pesar una cosa si no se compara con otra: el patrón kilo, el patrón metro, la métrica tradicional la doxa o pensamiento ortodoxo – dominante en el interior de una colectividad. El gran problema del intelectual es que en su ejercicio de pesa y de pensamiento, ninguno de los elementos sopesados ni puede ni debe referirse a un patrón establecido. Si no fuera así; si hubiera un patrón, eso quería decir que ya hay una valor establecido, que se pesa en el interior de una escala de valores que se ha fijado como valor seguro y que la valoración del elemento nuevo se hace desde una perspectiva. Esta, comparación, esta valoración ya fijada, implica, en su seguridad, la existencia de un poder que marcará la pesa, es decir, la valoración del objeto nuevo que se tiene que pesar, que se tiene que pensar.

Esta realidad ya fija impide la posible búsqueda de una realidad mutante, plural, no establecida que, se supone, es la realidad ‘real’, distante de la realidad fijada en un determinado sistema. Es esta calidad de pensamiento lo que diferencia el modo de pensar del intelectual respecto, por un lado, del filósofo y, por otro, del ideólogo. Y esta diferencia asienta ya un de los principios básicos de la miseria del intelectual (como pesador y evaluador, en la historia, de las realidades del mundo). Volveré sobre el tema.

5. Es posible que su grandeza se base en una utopía física: en el sentido más estricto del término: el intelectual pretende pesar en libertad, es decir, sin un patrón de referencia. ¿Es eso un imposible?

Desde cierta perspectiva sí. Sí, si al intelectual se le pide (tercer elemento de la posible definición del término en la Modernidad) que en este acto de pesar y de pensar la realidad tome partido por posturas sociales de grupos (naciones, partidos, etc. que defienden certezas o realidades políticas o sociales desde una determinada postura. Esta postura exigiría una fidelidad a un determinado sistema ideológico. Todo compromiso exige la aceptación de una cierta verdad respecto de un acto o de un tema; sólo en casos muy transparente el compromiso puede nacer de la consideración de datos considerados indiscutibles. ¿Es compatible esta aceptación, esta fidelidad con la libertad, con la movilidad de pensamiento que debe tener el intelectual puro, en situación de poder negarse incluso a si mismo la razón de lo que ha afirmado el día anterior si la disponibilidad de su pensamiento le obliga a ello?

Esta disponibilidad sitúa al intelectual, en su gesto de compromiso con la realidad, ante dos opciones de difícil solución: o asume un campo de ideas ya fijadas, las hace suyas y las defiende o, mirando de cara a la realidad, su pensamiento o su defensa de situaciones le obliga a cambiar de una visión a otra, pues no debe ser esclavo de ningún patrón. En la primera de las respuestas mucho me temo que el intelectual pierda su pureza y, en esta pérdida, su condición de intelectual para convertirse en, lo que ya se ha llamado, un ideólogo. En el segundo de los casos, la Modernidad se preguntará, ¿podemos llamar intelectual a un pensador que no se compromete con un sistema de valores al que ya debe dar una validez que, necesariamente, limita o anula su disponibilidad de pensamiento? Convertido en un pensador in capaz, entonces, de trazar un camino continuo, una dirección, un sentido… que cierta colectividad pueda seguir, nuevo Pulgarcito inoperante que se contenta con esparcir por el bosque miguitas de pan que los pájaros de su propio pensamiento se irán comiendo, a medida que avanza.

Esa miseria (su compromiso con una ideología) contrasta con la grandeza sin eco del intelectual que es capaz de situarse fuera de todo sistema ideológico. Desgraciadamente, en el uso diario de la palabra, la lengua se ha ido escorando hacia el intelectual impuro, aunque de este compromiso tenga que salir, según la expresión de JP Sartre, con “las manos sucias” – título de una de sus obras de teatro más comprometidas de este intelectual hoy en día postergado. Me gusta la expresión que usan los franceses para referirse a esos intelectuales que pretenden (que lo consigan es otra cosa) mantenerse por encima del partidismo, aunque sin abandonar un cierto compromiso con la realidad mutante: “les maîtres à penser”, (los ‘maestros’ que nos enseñan a pensar); expresión de difícil traducción al español.

6. Estas reflexiones explican y apoyan dos experiencias personales que narraba y analizaba el otro día a una persona que, a pesar de mi edad, me sigue escuchando y llamando ‘maestro’. Ponen de manera descarnada en evidencia la posibilidad/necesidad de desdecirse que debe tener el verdadero intelectual, si, en un momento dado, ve que se ha equivocado, o de guardar silencio táctico, si no tiene argumentos para explicar, de momento, esa equivocación; no para excusarse (que no debe excusarse, pues toda equivocación forma parte intrínseca del ‘ensayo’ sobre la verdad), sino para mostrar un camino nuevo, capaz de hacer ver a los que lo leen o escuchan que lo dicho anteriormente era erróneo o incompleto; que uno no puede instalarse en el interior de un sistema (aunque este sea literario/poético) a costa de ‘falsificar’ la realidad que nos fluye entre los dedos del pensamiento. Este desdecirse (poco tolerado en un intelectual comprometido con un sistema, que sería acusado de traidor) puede estar sustituido, en ocasiones, por un prudente silencio, aunque este silencio pueda ser interpretado como una prueba de ignorancia o de cobardía.

Voy a presentar y analizar estas dos situaciones/experiencias personales.
Alguno de vosotros sabéis que los estudios serios sobre la escritura autobiográfica ‘empiezan’ con el impresionante libro de Philippe Lejeune, Le pacte autobiographique, (1975) libro en el que el entonces joven hijo de ilustre catedrático de Letras Clásicas de la Sorbonne, nos explicaba, de manera clara y novedosa cuales era las circunstancias en las que un texto de apariencia autobiográfica podía ser considerado autobiográfico de verdad. En los textos autobiográficos o pertenecientes a lo que hemos llamado con posterioridad “el espacio autobiográfico”, en nuestro libro Autobiografía y modernidad literaria, aparece cierto número de circunstancias que concuerdan con los datos sacados de la biografía (real). Philippe Lejeune ‘exige’ un mínimo de concordancias entre ambos espacios para que se pueda decir que hay pacto autobiográfico, es decir, que podemos considerar ese texto como texto autobiográfico. Si no se da un número suficiente de coincidencias, podríamos hablar de “autoficción”, pero no de autobiografía.

Su teoría, exacta o no exacta, tiene un valor: su funcionalidad en los análisis literarios, pues no todas las concordancias son exactas (en tiempo, espacio y consecuencias), en muchas ocasiones, y las derivas que el lector encuentra deben ser ‘explicadas’, de cara a la construcción del texto y de su sentido. Si el número de concordancias fijadas por Lejeune, si la calidad de esas circunstancias es suficientemente reveladora como para que el pacto autobiográfico sea un termómetro que pueda fijar la naturaleza autobiográfica de un texto es algo discutible, como cualquier valoración en el campo de las Ciencias Humanas. Pero nadie puede dudar de que las teorías de Lejeune fueron asumidas en la comunidad universitaria como algo oficialmente serio y de obligado seguimiento – ¿incluso por su propio autor?

Pero lo que me interesa no está en el planteamiento, en sí, de Philippe Lejeune. Está en un gesto que se dio años después de la publicación del libro.

Allá, por 1983 organicé un congreso internacional, en Madrid, con el título de “Más allá del estructuralismo”. ‘Éramos ponentes en el mismo, Gilbert Durand, que abría el estructuralismo hacia la Sociocrítica apoyándose en la Mitocrítioca, Philippe Lejeune, que volvió sobre su tema, y yo que formulé por primera vez las bases de mi propuesta crítica el “Tematismo estructural”. Philippe Lejeune volvió… bueno, no volvió. Lo que hizo fue, al explicar la sustancia de su segundo libro, Moi est un autre (Yo es otro, 1980), desdecirse de muchos de los elementos que fundamentaban su primero libro. Como intelectual en evolución permanente, se había dado cuenta de fallos esenciales en su primera propuesta teórica y ahora los corregía, los perfilaba, mostraba la poca importancia que tenían algunos aspectos sobre los que había insistido en el primer intento de aprehensión de una realidad huidiza del yo; en cierto modo, invitaba a no hacer mucho caso a su primer libro.

Un catedrático ilustre que estaba sentado a mi izquierda durante la conferencia, al acabar ésta, montó en cólera acusándole (en privado) de habernos tenido engañados con las propuestas del primer libro y de ser un traidor a su propio pensamiento; “porque eso no se hace”, era su gran argumento.

Pocos años antes, en mi tercer curso como catedrático de universidad, decidí explicar al Zola profundo, el filosóficamente naturalista (y no el Zola socialmente asumido o denostado, el Zola descriptor de los bajos fondos de la sociedad y del alma). Elegí para hacerlo la maravillosa novela El pecado del padre Mouret.

Después de muy leída la obra y, al parecer, no suficientemente pensada, me planté en clase con mis fichas y mis esquemas y di una lección que algunos consideraría magistral. Ya, según iba desarrollando mi pensamiento en algún momento que otro, me di cuenta de que mi discurso fallaba levemente en alguna de sus articulaciones, aunque su todo fuera, visto desde el exterior (según los que me oyeron), de una coherencia, llamémosla, perfecta. Según volvía a casa empecé a darle vuelta a esos puntos para ver por qué fallaban. Por la tarde, Zola en mano, con mis esquemas encima de la mesa, repensé mi explicación ligada a la organización simbólica del relato (no a su organización narrativa de la anécdota contada). Lo que fallaba no era mi discurso en sí, sino la perspectiva desde la que había mirado el texto. A altas horas de la madrugada había rehecho mi lectura.

7. Este es el dilema del intelectual. Su grandeza y su miseria: ensuciarse en la política o estar siempre dispuesto a inmolar su discurso en aras de esa ida inexorable hacia una verdad escondida en la Historia – o en los textos..

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *