ANTONIO MATA HUETE | LAS CARTAS DEL SOLITARIO

LAS PALABRAS IMPOSIBLES

Por: Antonio Mata Huete


«…También sé que mi tiempo es limitado y que mi
muerte me espera. Y cosa singular y para mí
mismo incomprensible, que esa muerte me espera
en cierto modo por mi propia voluntad, porque
nadie vendrá a buscarme hasta aquí y seré yo mismo quien vaya…».
(Informe sobre ciegos – tercer capítulo de «Sobre héroes y tumbas» Ernesto Sabato)

Se acerca, desde el lado opuesto donde crece cada mañana la percepción del tiempo, el momento en el que todo es falso y se compra y se vende a precio de saldo en el mercado.

En el jardín juegan las niñas. Revolotean con la brisa sus vestidos de crepé, tocados con sus lazos amarillos de organdí, entre las rosas marchitas del otoño que acechan su inocencia con sus acículas. Ellos observan y amenazan tras los arriates de yedra. Tocan a arrebato las campanas en la espadaña.

Anoche me perdí en el sueño en los renglones torcidos por el camino de Swann. Silbaba el tren entre la bruma hacia lo lejos, camino de la estación donde esperaban las almas viajeras su viaje a su destino. Sé que ellos me aguardaban escondidos tras los arriates de yedra. Enviaron el inventario a sus departamentos y escogieron a los culpables, a los que negaron sus verdades y no expiaron sus culpas. Contritos y pesarosos, no hicieron su penitencia. «Mea culpa, mea culpa, mea máxima culpa!», entonaban las viejas tías tomando el té en sus veladores mientras jugaban su partida. Apostaban al Solitario mientras esperaban. Esperaban, como todos esperamos, ese momento del tiempo en el que todo es efímero y se subastan los sueños a precio de saldo en el mercado que todo lo compra y todo lo vende.

Pronto darán las doce en el reloj de la espadaña. El tiempo también es falso y sólo sirve para enmarcar lo extraño. Siempre fui un extraño. Las acículas crecen y se transforman en acúleos aguijones, espinas que castigan las mentiras de las rosas púrpuras de noviembre que lloran sus pesadillas. Ellos esperan sus momentos con paciencia, con el estoico temple del que sabe de su victoria en sus batallas. No quedan niñas en el jardín. Tampoco rosas púrpuras de otoño. El tono azul de la memoria estéril tiñe los muros de espanto y ahoga la yedra en sus rendijas. Las cartas del Solitario ya están todas boca arriba. Mi tristeza, y la vuestra, ya está escrita.

Y me encuentro huyendo, una vez más, a caballo entre este tiempo y otros tiempos en los que me busco la necesidad de encontrarme. Definitivamente rotas las amarras, arrojo por la borda tu velo blanco de seda adolescente que flota, entre girones de niebla, en los vértices perdidos de la memoria árida. Mañana vuelvo al mar. No queda tregua, ni armisticio. Tampoco perdón que perdonarnos, ni penitencia de la que dolernos. No queda nada ya y es mentira que los sueños lleguen con la aurora. El dios de los recuerdos imposibles, ya espera su venganza entre la bruma. Y no nos queda sino vernos al trasluz de los espejos en la hora bruja en la que mienten las miradas.

La vieja estación, con el ciego reloj desmedido que en el espacio vacío bosteza las horas muertas, grandes como buitres que devoran las cuencas vacías de los ojos, está desierta. Un viento gélido de angustia resbala desde la cumbre escobando secas hojas por los andenes desvencijados. El susurro de su revuelo apenas sesga en dos el silencio, el de ida y el de vuelta. Con al pelo gris al viento, perfilando trazos sobre mis rotos sueños, cierro los dedos sobre el asa de la maleta y cruzo al andén contrario. Y creo verlo venir… pero sé que mi tren, y el vuestro, pasó hace ya mucho tiempo. Ellos se llevaron la esperanza y la archivaron en un cajón de su ministerio.

 «La rayita de luz que asomaba por debajo de la puerta ya no existe…».

 

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