MÓNICA GAE | NUDOS

Por: Juan Ramón Jiménez Simón


En Nudos (Valparaíso Ediciones, 2018), la poeta Mónica Gae estira las teorías de universos paralelos, pura física cuántica llevada al terreno del daño, para contarnos las hechuras de un cuerpo roto cuando se ha amado de verdad. Allí donde se encuentran la ceguera y el perdón, sea en una realidad o en otra, el amor lo amplifica.

Cuando estamos frente al poemario de Gae sobresale el empleo de diversos medios expresivos donde el daño es un privilegio de los vivos, algo que perdimos desde hace mucho, razón por la cual dedica su obra “a mis fantasmas”. El interés por promover el daño como un «derecho» se basa en dos líneas de argumentación poética principales. Por un lado, de tanto mirar, no vemos; de todo lo que nos hablan, no oímos; en cuanto poseemos, somos insensibles. Y el daño es el sentido que nos despierta a nuestra humanidad y está presente en el grito concentrado que encierra las entrañas del alma de la poeta. Y, por otro lado, el poemario Nudos es la metáfora de nuestra capacidad de sentir; y aunque no asumimos su “estética”, es un brillo que hace crecer a todas las personas.

Si lográramos, por un instante, hacer una cuerda con las palabras que dejamos en casa (primera parte del poemario), la mirada descubriría una espiral de complejidad, reproducción exacta de cualquier instante de la vida: múltiples elementos en juego, innumerables interacciones; todo vibrando a la vez para configurar la materia, para lograr las formas, para inspirar sentido, para incrustar espíritu en lo materializado, a través de un amoroso soplo de origen desconocido, renovador de cada instante cósmico: qué soy, quién se asoma a través de mis ojos, quién o qué alienta mi voluntad, provoca mis emociones, hace tierno mi corazón, llena mi mente de inquietudes.

Desde mi punto de vista, al poemario Nudos no lo define únicamente un cuerpo roto, determinada por la evolución del amor a ciegas y del perdón sin necesidad de atavismos. Tampoco sus circunstancias en la cuerda donde la palabra se define por el anhelo y la nostalgia. Al ser humano lo define lo que él representa en la evolución de la impronta que posee para vivir y sobrevivir a las imperfecciones de la vida, la capacidad para transformar las incertidumbres que recibe, el impulso que le lleva a buscar por senderos nunca franqueados lo que pudo haber sido y no fue, la capacidad de amar y de empatizar, especialmente cuando el recuerdo nos recuerda que nos hacemos los muertos. ¿Cómo relatar, en este frío invierno, en la penumbra que produce la luz del fuego, metáfora de la penumbra en la que vivimos, con el tono de voz de las confidencias, esa dulce introducción donde la autora nos invita a su funeral?

En esa emergencia, en la expresión humana, última y compleja forma tras incontables mutaciones, el duelo muestra su absoluta capacidad de creación transformándose en vida consciente, para continuar y dar a luz más vida. Es la resiliencia como arte de conducir bajo la lluvia o como acordarme de ti cada vez que vuelvo a casa (segunda parte del poemario).

Mónica Gae es una poeta visual que escribe buena poesía sin escribirla,  no tomándolo como definitiva, sino limitada por la temporalidad de su conciencia individual. Su pluma cohesiona una hermenéutica de la palabra donde juega a los contrarios, a las yuxtaposiciones líricas y a la matriz de los tiempos verbales, tan necesario como propio de los procesos en el que se construye la toma de conciencia de lo que somos y que alienta la marcha hacia la consciencia a la que pertenecemos y a la que nos dirigimos. Una pedagogía vital que está alerta a las emergencias (caja de sorpresas) que se producen en los procesos para acompañar con determinación y en un susurro tuyo, desde su nacimiento hasta la muerte, la reflexión acerca de si las piedras hablan o si la luna es medicina para el mal de amores (Octavio Paz). En la estela de Baudelaire, Mónica Gae halló la idea de belleza como opio divino para el corazón, como estos versos perfectos de su autoría:

(…)
buscando el verso perfecto
y por fin lo he encontrado,
solo lo componen tres palabras
y me lo escriben tus manos cada mañana:

«Buenos días, pequeña.»

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