LA PRINCESA DESCONOCIDA

Manuel Valero Yañez


Erase una vez una Princesa que moraba en un pequeño castillo de una región remota.

Cuentan que cada vez que la Princesa se miraba a un espejo se veía fea y llena de defectos, hasta el extremo que odiaba el físico que poseía.

No así la veían sus súbditos que decían que su carita era preciosa y no menos su cuerpo, aunque de estatura menuda y rellenito, por lo que la gente del pueblo no entendía muy bien el desapego que su Princesa tenía por su físico.

Nadie sabía que la Princesa, en su intimidad, era un volcán de deseos amorosos con ardientes apetencias eróticas, de modo que soñaba con un guapo y recio Principe, como la tierra sembrada codicia el agua en el mes de mayo.

Quizás por esas calenturas de las maripositas alborotadas de sus entrañas, cada vez que fantaseaba con su aristocrático varón imaginado, concibió la idea de ordenar reproduciones del retrato de otra princesa de belleza deslumbrante, antepasada de su familia, copias que mandó etiquetar con el nombre de La Princesa Desconocida.

Reunió a más de una veintena de heraldos a los que entregó los retratos, encargándoles que recorrieran la región divulgando el pregón de que esa princesa buscaba un galán que la escribiera una carta romántica, acompañada de un dibujo a pastel del postulante, su nombre y pueblo donde vivía, con la promesa de que la Princesa eligiría al más guapo y mejor escritor.

Al tiempo recibió cientos de misivas líricas de ardientes enamorados, aunque solo uno de ellos robó su corazón, un varón que no solo la cautivó por su beldad, sino por sus tiernas, dulces y apasionadas letras, de forma que decidió escribirse con él, y así lo hizo durante largo tiempo con cartas amorosas que mutuamente se superaban día a día unas a las otras.

Llegó el momento en el que no pudo resistir la distancia que le separaba de su amante y, venciendo su resquemor a la ficción que había tejido, decidió citarle en su modesto palacio, maquinando recibirle en su habitacion, con las ventanas cerradas, en perfecta penumbra, para evitar que reconociera el engaño.

Sucedió el encuentro y guardando la distancia con su visitante, hablaron y hablaron, largo y tendido, de todos los pormenores de sus vidas, de sus gustos, apetencias, deseos, sueños y fantasías, pero ocurrió lo imprevisto: las hojas de una ventana, azotadas por un golpe de impetuoso viento, se abrieron, y la luz del día deshizo el hechizo.

La Princesa, muerta de verguenza y atemorizada, con un debíl hilillo de voz, no supo decir otra cosa que: «No soy yo la Princesa Desconocida, mi amor», ocultando rápidamente su cara entre las manos y dando la espalda a su visitante, temiendo que indignado abandonara la estancia.

Sin embargo, su amado se acercó a ella y la abrazó hasta conseguir que le mirase, quitándole las manos con las que tapaba su rostro, y tiernamente la dijo admirado:

-Cariño, aunque mi primera carta fue inspirada en el retrato de esa Princesa Desconocida que mostró el mensajero, cuando recibí la tuya ya supe que tus maravillosas letras nada tenían que ver con el retrato de ella. Entonces, con nuestra correspondencia, me empecé a imaginar cómo eras y así eres, tal como te tuve en mi pensamiento; la preciosa Princesa que tus lindas palabras dibujaron mi corazon enamorado.

En las crónicas del lugar está escrito que fueron inmensamente felices y comieron muchas perdices, por lo que, colorin colorado, este cuento se ha acabado.

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