ROMANTICISMO EN LA ERA DEL ALGORITMO
Por: Sergio García Moñibas
Me asomo a la vertiginosa treintena con un espíritu avejentado. Vivo, como tú, que me lees ahora, en pleno 2019 y, como quizá os pase a muchos, soy de los que piensa que cualquier tiempo pasado fue mejor. La nueva matraca: el abuelo cebolleta en la era del teléfono inteligente. En ocasiones nos pasamos, sí. Somos unos románticos, mostramos una sentimentalidad excesiva hacia lo que vivimos, hacia la manera en que crecimos. Nosotros maduramos a base de pelarnos las rodillas en las canchas y de beber a morro de esas fuentes oxidadas de los parques. Imposible olvidar el sabor del cobre.
Desprecintamos la mejor época del rap –perdonad, los que no os guste este estilo–, esa de la ropa ancha, las voces desnudas, los bombos y la defensa de unos principios de solidaridad y de clase. Hoy, todo esto ha sido insonorizado por el Autotune y las repetitivas odas a la fama, al dinero y a las drogas. Aquí me reafirmo: cualquier pasado fue mejor; aunque una vez escuché que, en cuanto a estética musical, los cánones que nos atraen los marcan nuestros primeros 20-25 años. Yo ya me he estrellado contra esa barrera, así que viviré cabreado de aquí a que pida la cuenta.
Todavía recuerdo mis primeros cedés de rap, esa poesía enfadada que tantas mentes liberó. Era un mundo que olía a nuevo, nos sentíamos colonizadores de un estilo musical yermo. Y ahí estábamos: sentados en el sofá, escuchado en la minicadena lo que leíamos en el libreto. Esos tiempos, también, fueron un acercamiento a la poesía. Canciones de cinco o seis minutos. Ahora, a los artistas se les pide un máximo de unos 180 segundos. Comprobad vuestras listas de reproducción.
Y si el primer acercamiento a la poesía fue con el rap, los cómics nos llevaron en volandas a la literatura. En casa no sobraba mucho el dinero, así que los días que alguien entraba con un cómic nuevo eran fiesta nacional en nuestra pequeña patria. Lo celebrábamos escudriñando la portada en busca de todos los detalles y bebiéndonos el olor a tinta. Cuando llegábamos a la última página una sensación grisácea nos imbuía, una especie de soledad. Era como si los personajes nos hubiesen abandonado a nuestra suerte, en plena pubertad. Una traición. A saber cuándo sería la próxima vez que mamá o papá traían un cómic a casa. A saber cuándo volvíamos a descorchar champán.
Con los años, y siempre gracias al búnker familiar, cambiamos los cómics por los periódicos. El olor a lo que años más tarde iba a estudiar bañaba la casa a primera hora. Me relajaba escuchando las hojas y doblando en perfecta armonía las páginas para que no quedasen alborotadas. Manías, me dicen aún; qué sabrán ellos. Esa obra merecía un respeto y una ceremonia que aún mantenemos los románticos, los que preferimos leer en un papel antes que en cualquier pantalla. Que no despreciamos los píxeles, es inútil oponerse e iniciar la rebelión contra las pantallas; simplemente, gustamos de quejarnos.
Lo mismo ocurre con las series de televisión. Hace trece o catorce años esperábamos un día de la semana en concreto para ver el último capítulo, con la jodienda de tener que aguantar los anuncios, eso sí. Hoy tenemos Netflix y nos atiborramos a series sin hacer la digestión. Acabas de ver un capítulo y en cinco segundos ya tienes el siguiente. ¿Cómo voy a decir que no, yo, que he tenido que esperar una semana entera para ver algún desenlace? Y cuando terminas esa serie, Netflix te recomienda otra. Y luego, otra; y, más tarde, una película, porque Netflix sabe que te gustará. Y me jode reconocerlo, pero acierta. Los algoritmos me conocen mejor que yo, pero es una actividad tan frenética que ya no disfrutamos del gusto de repasar el capítulo al día siguiente con los amigos. Tenemos más horas de entretenimiento que nunca y podemos acceder a ellas en cualquier momento y desde cualquier dispositivo. Pero ¿no será demasiada cantidad? ¿No estaremos perdiendo el gusto por la calidad y simplemente buscamos saciar la tenia que muchos llevamos dentro?
En definitiva, me gustaría no sonar como un octogenario peleado con las nuevas tecnologías, un conspiranoico con sombrero de papel de plata. El progreso es maravilloso y, nos guste o no, es imposible permanecer al margen. Pero sí que siento cierta nostalgia por aquellos momentos de felicidad íntima y sin algoritmos capaces de reproducir una canción según nuestro estado de ánimo.