LA MEMORIA Y LA LENGUA DEL DESTIERRO EN LA LITERATURA

Por Antonio Tello


Para todo escritor, el exilio supone una experiencia traumática de la que no podrá recuperarse nunca, pues abre en su espíritu una herida que afecta a su identidad y, consecuentemente, a su escritura.

En estos tiempos en que desde algunos sectores se trata de frivolizar y minimizar la gran tragedia vivida por Argentina durante la Dictadura, es importante que sepamos cómo el terrorismo de Estado también afectó la escritura de aquellos escritores –narradores y poetas- que debieron exiliarse para salvar sus vidas.

Desde que el individuo se convierte en desterrado su vida queda marcada por la pérdida. La pérdida de su hogar, de su paisaje y de su cultura, los cuales se reducen a un topos de la memoria que se mitifica a medida que la distancia se concreta y el tiempo cicatriza el desgarro. Es decir que no se trata de una pérdida que se acepte pasivamente y nace en el corazón un culto religioso a lo propio que sostiene la identidad, cuya textura empieza a luirse con el roce de otras gentes.

Pero, junto a este desesperado intento de anclarse en la vida anterior, el desterrado empieza a vivir un proceso irreversible de aculturación que lo conducirá al vacío en la medida que no pueda resolver satisfactoriamente su extrañeza. Es decir, hasta que no halle la forma de armonizar su vida con la del medio, lo cual supone tanto un esfuerzo de aceptación de éste como de sí para adaptarse a las nuevas condiciones.

La inserción del exiliado en un nuevo hábitat constituye un impacto traumático que se plantea tanto en el plano individual como en el social, cuyo alcance está íntimamente relacionado por un lado con su sensibilidad personal, preparación espiritual y profesional, el peso y el carácter de la cultura y la tradición, y su capacidad y voluntad de adaptación, y por otro por el tipo de percepción y la disponibilidad estructural que la sociedad de acogida tenga del colectivo al que pertenece.

En esos momentos, el desterrado es un ser vulnerable que depende tanto de su entereza psíquica y de la solidez de sus principios éticos como de la solidaridad y tolerancia de quienes lo rodean para sobrevivir. La lucha es dura, porque todo parece desintegrarse indefectiblemente a su alrededor, y desigual, porque las fuerzas con las que se enfrenta son casi irresistibles.

En este contexto vivencial, el desterrado se aferra a su memoria y hace de la evocación de la tierra natal una obsesión. Es entonces cuando la nostalgia opera como una fuerza negativa que obstaculiza cualquier modo de inserción en la nueva sociedad y, consecuentemente, lo empuja hacia la infelicidad. Aquel que enferma de nostalgia interpreta la imposibilidad del regreso como un fracaso personal en la creencia de que depende de él y del lugar que dejó la recuperación de la identidad cuyos contornos ve diluirse.

Obsesionado por el pasado, el nostálgico no vive el presente o lo vive en estado permanente de transitoriedad; no hace de su vivienda un hogar, ni se abre al exterior dejándose polinizar por la vida que discurre fuera de él; no alcanza a comprender que, desde el instante en que fue extrañado su historia personal se desgajó del tronco natal y que su continuidad, aunque vuelva a él, tendrá la evidencia de la herida.

La nostalgia no es mera congoja. La nostalgia es un desgarramiento afectivo que involucra un paisaje geográfico y, sobre todo, un paisaje humano, en el cual se sitúa una parte de los seres queridos; es soledad, desclasamiento, dificultades económicas. La nostalgia es incertidumbre, es andar perdido por un laberinto siguiendo el recuerdo de la patria, como Teseo el hilo de Ariadna para no perderse. El regreso representa la salida del laberinto, del malestar que supone no reconocerse en el entorno. Pero tal salida es engañosa porque no se piensa en términos de presente sino de pasado. De aquí el desencanto de aquel que consigue volver y constata que sobre los planos de la memoria ha surgido otro pueblo y que su territorio está ocupado por un nuevo paisaje humano en el que nota las ausencias o la vejez de los conocidos y oye el crujir de engranajes biográficos que no concuerdan con los suyos.

La evidencia es cruel: el paisaje que añoraba ya no existe. La herida se reabre y el desterrado comprueba que el ansiado regreso es imposible, del mismo modo que es imposible regresar a la infancia, a la adolescencia o a cualquier otra edad temprana. Al pasado.

Cuando esto sucede y el exiliado comprueba por sí mismo que las vestiduras del existir humano están hechas de tiempo que fluye, una imperiosa necesidad de volver al lugar donde ahora vive se apodera de él aun a sabiendas de que si bien nunca pertenecerá  enteramente a él, al menos le es familiar. Es su presente.

Así, en la confrontación de las dos realidades de las que es partícipe, el extrañado constata que la definición de su identidad tiene sus raíces tanto en el territorio geográfico de origen como en la estructura de pensamiento que formula y cohesiona las normas de convivencia en dicho territorio, y que en consecuencia todo desterramiento produce en la persona una fractura dolorosa e irreparable en su modo de pensar y convivir que lo expone sin que pueda evitarlo a nuevas y transformadoras influencias, confirmando aquello que escribió el filósofo español Carlos Gurméndez: “nadie es para siempre, pues renace como originalidad diferente”.

Toda lengua es un código de comunicación que identifica a una comunidad, un rasgo diferenciador sobre el que se soporta una etnia, una cultura, una religión o una nación más allá de los límites convencionales de los Estados. Así, es posible determinar cadencias, modos y construcciones sintácticas del hablante según sea la región o provincia, el barrio, la extracción o la situación social, incluso profesión o bandería a la que pertenece. Pero cuando el hablante es desterrado del medio que le es propio, la convulsión que sufre su vida también alcanza a la lengua. La alteración del deje, los giros y ritmos son apenas los síntomas más externos de una pérdida irrecuperable que afecta a su identidad convirtiéndolo en otro distinto del que fue.

En el escritor, esta conmoción puede aparecer más o menos solapada mientras su producción literaria merodee alrededor de la crónica o de historias convencionales sometidas al brete argumental y sus síntomas más o menos evidentes en el léxico o en las construcciones sintácticas según la actitud, carácter, sensibilidad o cosmovisión de cada uno, como lo ejemplifican los casos extremos de Julio Cortázar, cuya escritura en las novelas, no así en los cuentos, resulta arqueológica, recreación de una lengua muerta, la lengua que recuerda pero que ya no (se) habla, y Héctor Banciotti, que acabó finalmente escribiendo en francés e ingresando en la Academia Francesa. Entre ambos, en España,  figuran los nombres de Osvaldo Lamborghini, Daniel Moyano, Juan Martini, Marcelo Cohen, Alberto Szpunberg, José Viñals, Mario Satz, Dante Bertini, Raúl Argemí, Marcelo Luján, Neus Aguado, Ricardo Pochtar, Carlos Vitale, etc. etc.

Por esto, para explicar mejor los efectos de este complejo proceso de pérdida y la lucha por construir una escritura –y en consonancia una lengua- que armonice con el paisaje que habita y salve al escritor de su muerte literaria, quizás, deba limitar el relato a mi propia experiencia sin pretensión generalizadora.

“De cómo llegó la nieve”, la novela que inicia la trilogía “Balada del desterrado”, si bien se desarrolla en la lengua original argentina y no muestra los efectos del exilio en la escritura, su protagonista no puede evitar expresar el hondo malestar del autor, aun antes de que éste haya tomado conciencia de la pérdida, cuando dice “estoy roto. Me he trizado como un espejo contra el piso, veo mi rostro partido en mil trozos y pienso. Pienso en cada fragmento que me devuelve imágenes que son mías y ajenas. Sé que no me pertenezco, que me desconozco, porque cada uno que soy o que he sido engendra memorias diferentes y diversas con el estigma de la angustia.”

Hacia el final de la novela, al sospechar que la lengua está vinculada a su identidad y que aquélla se agosta al mismo tiempo que ésta se desdibuja, el narrador se resiste a que suceda lo que ya está sucediendo y se dice:  “Debo seguir buscando mi casa, la misma por la que no supe morir, y habitarla y defenderla…”, intención que persiste y se consumará más de treinta años después en “Más allá de los días”

El proceso de aculturación y pérdida de identidad no se detiene y la siguiente novela –“Los días de la eternidad” – constituye el fracaso de una escritura anclada en la nostalgia tal como intuye su protagonista [ “La única certeza que tiene –escribe el narrador sobre el protagonista- es que allí es distinto. Otro. Es Otro el que se aparta de sí para manifestar su vida en un lugar y en un tiempo diferentes, aunque no demasiado remotos”], motivo por el cual fue totalmente reescrita antes de ser publicada.

Y viene el silencio. La imperiosa necesidad de fundar una nueva escritura que concilie al autor con una nueva identidad que en la realidad se presenta borrosa e inestable. Se trataba de crear una lengua capaz de armonizar la escritura con la identidad del desterrado. El resultado será una lengua híbrida, extraña, exótica. Asimismo, antes de que esta lengua cristalizara en la conciencia del autor, es notable comprobar, pasado el tiempo, cómo las pulsiones más hondas del acto creador dejaban entrever en la escritura ficcional el conflicto interior. Cuentos como “La catinga” o “El interior de la noche”

, que trata del sueño esperanzador de una palabra que “vence las fuerzas compresoras del silencio”, uno y la pesadilla de un hombre encerrado en sus propios límites, el otro, prefiguran el proceso de despojamiento que sufre el autor hasta que cree entrever el rumbo que puede sacarlo del “laberinto de voces que brillan y mudan de sentido”

«El hijo del arquitecto” resulta así una exploración ciega de la lengua y al mismo tiempo una metáfora del esfuerzo creador del artista, de su aspiración irrenunciable por fundar el mundo y enunciar su belleza. La carta de navegación de este viaje trae consigo la inocencia y la desnudez, la limpieza de los oídos, como la vivió Tiresias, para percibir los nuevos sonidos y cadencias, y reconocer los significados esenciales, lo sustantivo que soporta la lengua y de este modo aceptar esa otra voz propia del ya por siempre extranjero; una voz que supere la crónica, lo contingente y circunstancial, y salve al escritor, al poeta, de convertirse en un error de su propia escritura; una voz que devenga escritura poética y con ésta penetrar en la realidad que las sombras ocultan.

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1“De cómo llegó la nieve”, Tusquets, Barcelona, 1987 – UniRío, Río Cuarto, 2018

2“Más allá de los días”, UniRío, Río Cuarto, 2016

3“Los días de la eternidad”, Muchnik Editores  Barcelona, 1997, – UniRío, Río Cuarto, 2017

4Cuentos incluidos en “El interior de la noche”, Tusquets Barcelona 1999 – “El mal de Q.”, Candaya, Canet de Mar, 2009.

5 “Sílabas de arena”, Candaya, Canet de Mar, 2009.

6 “El hijo del arquitecto”, Anaya & Mario Muchnik, Madrid, 1993.

 

 

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