LA ARMADURA ÉTICA DE DON QUIJOTE
Por Antonio Tello
Lo que hace genuina una obra de arte, cualquiera sea su lenguaje, es la densidad con que recrea la realidad del mundo. Una realidad cuyos matices y registros son percibidos según la sensibilidad, lucidez o capacidad de reflexión de cada uno.
Este es el caso de El Quijote y lo que explica que cada uno de nosotros vea cosas que, muy probablemente Cervantes ni se planteó a la hora de escribir. Al menos, no de una manera deliberada. Hasta puedo imaginarme a Francisco Robles, su editor, viendo sus inútiles afanes con la literatura teatral, diciéndole: «Miguel, escríbeme un libro cómico, que guste a la gente, un libro lleno de aventuras», y a Cervantes aceptando a regañadientes el reto y escribiendo, para ver qué pasaba, una primera y tímida aventura, una primera salida de su estrafalario héroe. Puedo imaginarme aquellos pocos folios circulando de mano en mano entre lectores de buen cuño y a éstos haciéndole a Cervantes sus pertinentes comentarios.
Pero seguramente Cervantes no necesitaba oír qué opinaban los otros de su pequeño relato para saber lo que tenía entre manos. Él era en principio lector inteligente y sagaz y, como tal, consciente de su talento narrativo. No en vano en el prólogo de sus Novelas ejemplares se jacta de ser «el primero que ha novelado en lengua castellana».
El material que tiene entre sus manos es pura realidad y lo que escribe, El Quijote, una novela realista, pero no en el sentido de crónica de lo evidente que la literatura española adoptará y que le supondrá una losa de la que hasta hoy no ha podido sacarse de encima. No, la realidad que aborda Cervantes en El Quijote es cuasi ontológica, pues trata del ser humano y su relación con el mundo que lo rodea.
La realidad que recrea está sometida a ojos de don Quijote a los caprichos de encantadores que todas nuestras cosas mudan y truecan, y las vuelven según su gusto, y según tienen la gana de favorecernos o destruirnos; y así eso que a ti te parece bacía de barbero me parece a mí el yelmo de Mambrino, y a otro le parecerá otra cosa», como le dice a Sancho.
Es así que, como bien precisa el profesor Martín de Riquer, en la primera salida, don Quijote es quien desdobla su personalidad y desfigura la realidad; en la segunda, son los demás quienes tratan de convencerle de que la realidad no es como él la ve, sino como la ven ellos, y en la tercera, es él quien la ve como se presenta y los demás quienes tratan de engañarle.
En cualquier caso se trata de una realidad trastocada e inestable; una realidad distorsionada por un discurso ideológico del poder que solapa la realidad cotidiana de los habitantes de la España central. Una realidad que no sólo empobrece y aliena a los seres humanos impidiéndoles su natural evolución cultural y progreso social, sino que traiciona los valores éticos fundamentales que han propiciado hasta entonces el desarrollo espiritual, científico y tecnológico de la civilización occidental.
Esta realidad o irrealidad ideológica que impone la Contrarreforma es el correlato de ese lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiere acordarse Cervantes; es este páramo empobrecido por los censores culturales y religiosos el lugar que habita don Alonso Quijano, el decadente hidalgo en quien don Quijote se encarnará como representación de unos valores éticos a los que las órdenes de caballería dieron sentido práctico, cuando la Iglesia tenía el patrimonio de la conciencia y de la fe en el contexto mítico de la Europa medieval. El principio evangelizador que había dado origen a las órdenes religiosas se prolonga en las órdenes de caballería. De aquí que fuesen los sacerdotes y no los reyes quienes originalmente armaban a los caballeros que salían a la conquista de Tierra Santa, o a luchar contra los musulmanes, con la promesa de indulgencias que les asegurarían la vida en el Paraíso.
Don Quijote, por tanto, no es un loco aunque lo parezca. Si acaso es una fantasía de carne y hueso que se revela a causa de la impostura de una patria de vaga geografía, donde sólo existen aldeas miserables, nobles perdidos en la meseta, delincuentes y falsarios; donde venteros aparecen como castellanos y prostitutas como doncellas; donde prevalecen la pobreza y la injusticia, los entuertos que él sale a desfacer reivindicando la vigencia de los valores esenciales. Unos valores que él representa y que han contribuido a forjar una realidad humana distinta que ahora sospecha oculta detrás de esa otra cambiante por «obra de los encantadores».
El camino del grial de don Quijote es el camino hacia esa otra realidad emergente. Un camino en cuyo transcurso se aboca a reparar injusticias, luchar contra monstruos que son máquinas y destruir falsos personajes y títeres manejados por tramposos, aunque luego acepte indemnizarlos, como al titiritero Maese Pedro. Y en ese camino, el primer signo de genuina realidad que encuentra es la banda del catalán Roque Guinart, un bandolero verdadero, tan gentil como brutal, dueño de esa cínica caballerosidad urbana y laica, que caracteriza la realidad del Renacimiento que don Quijote va a descubrir en Barcelona.
En el horizonte de don Quijote y de Sancho, Barcelona aparece como algo palpable donde los encantamientos tienen el rango de trucos, como el de la cabeza cortada que habla, y los ciudadanos trabajan, pasean, se divierten y viven la angustia de la guerra. Aquí don Quijote escapa de la ficción, se humaniza y siente miedo por primera vez. No lo vemos, pero acaso se esconde o queda paralizado durante la escaramuza en el puerto, donde ve caer a su lado a dos soldados muertos. Es un Quijote de carne y hueso, que ve y huele la sangre y la muerte reales y no recreadas en la realidad ficticia que ha habitado hasta poco antes.
Barcelona aparece así como la concreción de una realidad práctica, vital, productiva y utilitaria, fruto de un pensamiento que pone al hombre como centro del universo y hacedor de su propio destino. Un pensamiento, el humanista, que se opone a la concepción divina de la realidad que defiende la Contrarreforma, que tiene uno de sus grandes baluartes en la España católica, en la Castilla mesetaria, «ese lugar de la Mancha» de cuyo nombre Cervantes no quiere acordarse. En el nuevo contexto social, don Quijote parece perder cuerpo y presencia; parece diluirse en la nueva realidad mediterránea y es entonces, en ese trance de aparente debilidad, cuando se hacen presentes también en Barcelona las fuerzas que se oponen a su misión reivindicadora.
Don Quijote es desafiado por el Caballero de la Blanca Luna. Como en el pasado, el desafiamiento consiste en quitar la fe a alguien a modo de reparación por un daño infligido. En el espacio mítico del medioevo la existencia del individuo dependía de la fe y su derrota en duelo singular suponía aceptar la razón del vencedor, que era una forma de muerte cuando no la muerte misma.
– Insigne caballero y jamás como se debe alabado don Quijote de la Mancha, yo soy el Caballero de la Blanca Luna, cuyas inauditas hazañas quizás te le habrán traído a la memoria; vengo a contender contigo, y a probar la fuerza de tus brazos, en razón de hacerte conocer y confesar que mi dama, sea quien fuere, es sin comparación más hermosa que tu Dulcinea del Toboso; la cual verdad si tú la confiesas de llano en llano, excusarás tu muerte, y el trabajo que yo he de tomar en dártela; y si tú peleares y yo te venciere, no quiero otra satisfacción que dejando las armas y absteniéndote de buscar aventuras, te recojas y retires a tu lugar por tiempo de un año, donde has de vivir sin echar mano a la espada, en paz tranquila y en provechoso sosiego, por que así conviene al aumento de tu hacienda y a la salvación de tu alma; y si tú me vencieres, quedará a tu discreción mi cabeza, y serán tuyos los despojos de mis armas y caballo, y pasará a la tuya la fama de mis hazañas. Mira lo que te está mejor, y respóndeme luego, porque hoy todo el día traigo de término para despachar este negocio». (II, LXIV)
Don Quijote no rehúsa el combate y se enfrenta a la muerte «encomendándose al cielo de todo corazón y a su Dulcinea». El combate es breve y a la primera embestida don Quijote da con sus huesos en tierra. El vencedor le coloca la lanza en el cuello para que, a cambio de su vida, reniegue de la belleza de Dulcinea en favor de su dama de acuerdo con los términos del desafío.
– Vencido sois, caballero y aun muerto, si no confesáis las condiciones de nuestro desafío.
Don Quijote, molido y aturdido, sin alzarse la visera, como si hablara dentro de una tumba, con voz debilitada y enferma, dijo:
– Dulcinea del Toboso es la más hermosa mujer del mundo, y yo el más desdichado caballero de la tierra, y no es bien que mi flaqueza defraude esta verdad. Aprieta, caballero, la lanza, y quítame la vida, pues me has quitado la honra. (II, LXIV)
Este es sin duda uno de los momentos más bellos y emotivos del libro. Vencido en buena lid, don Quijote reconoce su derrota, pero no rinde su dignidad. En este momento sabe que la fidelidad a su amada es la columna vertebral de su existencia de caballero, que su palabra es su razón de ser, la armadura ética de todo hombre cualquiera sea la realidad que habite.
Por esto Don Quijote afronta la muerte sin renegar de los principios que defiende. Como Sócrates, que no acepta huir como le proponen sus amigos y bebe la cicuta; como Thomas Moro, que se niega a plegarse a los intereses de Enrique VIII de Inglaterra, porque la transgresión de las leyes conduce al caos, y es ejecutado por ello, don Quijote espera que la lanza le atraviese el cuello sabiendo que aquello que él encarna –la justicia, la honradez, la dignidad, el valor- trasciende la muerte. Lo que hasta entonces era una intuición, la visita a Barcelona se lo ha revelado casi como una certeza.
Las sociedades tradicionales – dice Alfred Weber- se modernizan cuando son capaces de desarrollar junto a los avances científicos y tecnológicos sus instituciones históricas, sus creencias y sus valores, porque son los valores morales y las conductas de las personas los que en definitiva marcan las tendencias del progreso, sin olvidar que al mismo tiempo los cambios tecnológicos, como los que en ese tiempo histórico se están produciendo, implican nuevos modelos de organización social.
Don Quijote parece comprender cuando siente la punta de la lanza en el cuello que, en un mundo donde la razón empieza su gobierno y se impone con la realidad de los hechos concretos, es el momento crucial en que su actitud debe servir para hacer visible tanto el anacronismo de todo encantamiento de la realidad como la vigencia de la integridad ética y el derecho humano al sueño y a la esperanza en el mundo de la razón. Con este gesto de alta dignidad don Quijote pone las cosas en su sitio antes de regresar al lugar que a él le corresponde.
Con la restauración del orden lógico y complejo de la realidad, don Quijote resulta tan poderoso e incómodo para quienes sólo aceptan la razón y el pragmatismo como única realidad, como para aquellos otros que viven en la impostura ideológica del pasado, como los Duques, el Cura y el Bachiller recurriendo al engaño, al disfraz y a la destrucción de las ideas contenidas en los libros que la imprenta ha empezado a popularizar. Por eso pienso que El Quijote es mucho más que la primera novela moderna; El Quijote es la primera alegoría de la modernidad que trata del radical tránsito desde el mundo mítico y deísta del medioevo al mundo racional y pagano – laico – del Renacimiento.
Acabado el duelo con el Caballero de la Blanca Luna, la suerte del Caballero de la Triste Figura está echada y, vencido y «deslocado», es obligado a regresar a su aldea por su vencedor. También Sancho comprende con su pragmático sentido común que todo se ha acabado y que debe regresar junto a su amo a la aldea de la que partieron un anochecer ya lejano en el tiempo, pero no puede dejar de pensar que soñó y que ahora «la luz de la gloria de sus hazañas escurecida, las esperanzas de sus nuevas promesas deshechas, como se deshace el humo en el viento».
Aunque abatido, don Quijote, por su parte comprende que la experiencia le ha servido para confirmar lo que ya sabía: para reconocerse en su verdadero ser, en la esencia de su identidad.
– Yo sé quien soy –respondió don Quijote-. y sé que puedo ser, no sólo los que he dicho, sino todos los doce Pares de Francia, y aun todos los nueve de la Fama (I, 5). Dice en el temprano capítulo 5 de la primera parte.
Pero, aun así, aun sabiendo quien es, don Quijote convierte su regreso en una afirmación de su identidad y la de Sancho como vía necesaria para liberar definitivamente al viejo hidalgo de su encantamiento y, como representante de un pasado ya caduco, dejarlo morir en paz.
En su regreso a su patria innominada, Don Quijote no quiere dejar duda alguna acerca de quien y lo que es y, reconociendo la validez de otras realidades que, como la suya, están llenas de valores y falsedades, recurre a un personaje del Quijote apócrifo de Alonso de Avellaneda para dar fe de que él y Sancho son los personajes genuinos. Y Álvaro Tarfe, tal el personaje elegido, así lo declara y da fe ante un alcalde que encuentran en el camino de que esos que tiene ante él son los verdaderos don Quijote y Sancho y no los que él conoció en el otro libro.
A partir de ese momento, don Quijote empieza a deslocarse y, como en una película de Chaplin, a alejarse, a diluirse «como humo en el viento», para vivir eternamente en el imaginario como paladín de la justicia mientras deja el trance de la muerte al hombre de carne, a don Alonso Quijano.