EL CABALLO DE TROYA EN LA DEMOCRACIA

Por Antonio Tello


¿Cuáles son los factores que impiden un desarrollo pleno de las virtudes democráticas y, consecuentemente, que la ciudadanía alcance un estado generalizado de bienestar y felicidad? ¿Cuáles son los agentes que agrandan la brecha entre ricos y pobres cuando el desarrollo tecnológico hacía presagiar un mundo socialmente más justo?

La clase política occidental ha dado por hecho que al fracaso del sistema comunista le sucedería una era de bienestar mundial patrocinado por un nuevo orden sustentado en las bases de la democracia liberal y en los principios económicos del capitalismo. Sin embargo, todo parece haber retrocedido a tiempos feudales.

El principal síntoma de la degradación del sistema democrático se verifica en la vacuidad del discurso político. Con la vergonzosa complicidad de los medios de comunicación, que contribuyen al ruido que oculta el sinsentido convirtiéndolo en espectáculo de masas, los representantes de la clase dirigente se abroquelan en su impotencia política. Nadie habla sinceramente sobre la necesidad de que el Estado recupere, tal como lo expuso Keynes, el control de la economía, hoy perdido y en manos del poder económico-financiero, y lidere la reactivación de la productividad, el consumo y el empleo.

Ningún dirigente, cualquiera sea el partido al que pertenezca, parece reaccionar al tratamiento de shock que han sufrido los políticos y que los ha convertido en zombis neoliberales que confunden las leyes de la vida con las leyes del mercado. Incluso ignoran que estas leyes son en realidad una y que la formuló Jean-Baptiste Say en ¡1803! cuando el capitalismo estaba en pañales; una ¿ley? que dice algo tan estúpidamente elemental como que «no hay demanda sin oferta» y que si hay oferta, habrá demanda y si hay demanda habrá empleo y si hay empleo habrá consumo». Pero claro, para que esta ley funcione tiene que haber libertad de mercado. Exactamente lo que dicen los jefes de gobierno   cuando aluden “a la mala herencia” recibida de sus antecesores en el cargo, y a la necesidad de un plan de choque para recuperar empleo, sin decir que la mentada libertad de mercado exige privatizar sanidad, transportes, educación, energía, etc. y “liberar el mercado de trabajo”. Algo que contradice flagrantemente su reivindicación de la «soberanía popular frente al mercado y los tecnócratas» y la  afirmación de que ha llegado «la hora de los buenos gobernantes», como otro dijo hace tiempo de que había “llegado la hora de la espada”. Esta situación revela por un lado que la clase política ha sido tomada por los tecnócratas y por otro que el pueblo ha sido reducido a la condición de elector excluido del debate político y convertido en masa productiva sin voz.

Esta ceremonia de la confusión se celebra a través de un discurso contradictorio sostenido por palabras carentes de sentido y de la fuerza que les da la coherencia ética. Lo que necesita el mundo globalizado no es un «gobierno como dios manda», es decir el mercado, sino un gobierno como manda el contrato social y el compromiso de los representantes con la ciudadanía de velar por el bienestar y la felicidad de la comunidad y no por la libertad neoliberal del mercado, porque ésta significa la libertad de unos pocos y la esclavitud de todos los demás.

De lo escrito puede inferirse de que el capitalismo es el caballo de Troya, el presente griego, que el liberalismo dejó en un territorio agotado por las  guerras y el esclavismo, cuyo propósito, con la equívoca utilización de la bandera de la libertad, era crear un perverso sistema de dominio.

Las ideas republicanas, cuyos orígenes hay que buscarlas en la antigua Grecia, impulsan el desarrollo de la democracia sobre dos pilares fundamentales: la soberanía popular y la libertad. La primera permite concebir un sistema de gobierno basado en las virtudes cívicas de los ciudadanos y el imperio de la ley como mecanismo defensivo frente al imperio de los hombres. La segunda, en el marco del imperio de la ley, surge de modo natural como principio de no dominación de los hombres por otros hombres. La libertad individual no existe por sí misma sino como expresión de la libertad colectiva que emana de las instituciones.

Sin embargo, el liberalismo, que se desarrolla como sostén ideológico del capitalismo, define a la libertad como un derecho natural del individuo a cuya voluntad no puede oponérsele impedimentos y, por lo tanto,  ha de tener patente de corso para hacer lo que quiera. Esta concepción de la libertad individual en detrimento de la libertad colectiva es la que acaba imponiéndose arrastrada por las revoluciones liberales de los siglos XVIII y XIX. La Constitución de EE.UU. y la Revolución francesa consagran la soberanía popular como fuente de todo poder político, pero también la libertad individual como bandera del progreso y el bienestar de todos en el falso supuesto de que todos tienen igualdad de oportunidades. «Libertad, igualdad y fraternidad» es el lema de los revolucionarios franceses.

De este modo tan sutil como perverso el liberalismo introdujo en el imaginario popular la idea de que todos los individuos son libres e iguales ante la ley, cuando en realidad habían abierto la puerta al dominio de una oligarquía burguesa, cuya capacidad de poder se demostraría históricamente muy superior a las oligarquías aristocráticas que, en Occidente, alcanzaron su máxima expresión en las monarquías absolutas. El soberbio poder de esta oligarquía se fundamentó desde el principio en el control acumulativo de los bienes de producción, el cual trajo consigo su hegemonía económica y cultural, y, finalmente, la reducción del concepto de libertad al de libertad de comercio y flujo de capitales en detrimento de las demás libertades civiles y de los derechos humanos.

Una vez introducido su caballo de Troya en el sistema democrático, esta oligarquía, que hoy podemos identificar con bancos y compañías multinacionales, fue vaciando de contenido las instituciones democráticas, debilitando el papel regulador del Estado, deslegitimando a la clase política al convertirla en marioneta de sus intereses y con ello reduciendo la soberanía popular a una mera ilusión, y, lo más grave, adormeciendo, mediante el consumo y la vacuidad del discurso, el impulso contestatario de los pueblos.

El resultado de este proceso natural del sistema capitalista es la alienación social, la frustración y la carencia de ilusiones en el futuro, mientras una minoría sostenida por especialistas de la violencia [la producción de la industria militar es superior a la alimenticia] goza de un dominio global y muy pocos creen que las cosas puedan cambiar. Mientras por el camino se desintegraban los principios de igualdad y fraternidad y el de libertad era canibalizado por el mercado, los gurús del posmodernismo sentenciaban el fin de las ideologías, de las utopías y el fracaso del comunismo, pero nada han dicho ni dicen de la degeneración y fracaso de la democracia. Llegado a este punto ¿qué hacer? aparece como una pregunta que vuelve a cargarse de sentido para que los pueblos den una respuesta a las agresiones del poder.

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