LOS CORAZONES RECIOS | ANTONIO DAGANZO

Por: Emilio González Martínez


LOS CORAZONES RECIOS

Antonio Daganzo

(Ediciones Vitruvio, Colección “Baños del Carmen”, nº 752; Madrid, 2019)

Tengo la sospecha de que entre Juventud todavía, de 2015, y Los corazones recios, el poemario más reciente de Antonio Daganzo (Madrid, 1976), unos versos hirieron de forma feliz al poeta; unos versos –más recitados que cantados- del tango Naranjo en flor: “Primero hay que saber sufrir, / después amar, / después partir / y al fin andar sin pensamiento”.

En Juventud todavía el poeta se sitúa en el confín de esa juventud, que en el “todavía” nos anuncia la inminencia de un final, para lanzar, desde el recuerdo y la añoranza, una profunda cavilación acerca del paso del tiempo de la vida. Y aunque la juventud es –como la vida- finita, no derrama ni una lágrima de nostalgia; más bien continúa tejiendo versos hacia la reciedumbre que ya comienza a invadir nuestros corazones. Versos en los que el autor acata el mandato de Ricardo Reis, uno de los nombres del gran Pessoa: “Sé todo en cada paso”.

“Lo más profundo es la piel”, decía otro gran poeta, y así Daganzo escribe –poema a poema- que nada hay de superficial en el tapiz de la piel, donde carambolas tan precisas como inapelables marcan en nuestro cuerpo –letra a letra- el vacío de un destino, los rostros de un ser entretejidos con los trazos amorosos, precisos, virulentos, que rasgan por sorpresa nuestra mirada en esa ínfima eternidad donde se dirime el verso, y el filo del tiempo atraviesa el corazón de la verdad, por costumbre, por nada.

Asoma en cada poema “una pasión que no es fuerza, sino música”; un deseo de exprimir el tiempo inmemorial de las raíces, las sombras del origen y las luminosas cadencias de lo aún no escrito, ese tiempo inmenso –que no quiere decir grande, sino sin medida-.

No hay resignación en su poesía, ni cuando el dolor, ni cuando la ausencia, ni cuando la muerte lo sumergen en el silencio, porque sus manos, en plena caída, siguen volando, saben perderse en la pérdida sin dejar de renunciar a lo perdido; se saben tiempo, herencia por venir.

Caer es un ejercicio cotidiano del trabajo poético, un vértigo entre piel y piel, entre una palabra y la siguiente, entre memoria y virutas de luz, en las cascadas huellas de la mirada, antes de una coma, en el futuro decisivo de un punto final, desde donde “asomarse al futuro como juego (…) / y no lograr reconocerse”.

Persuadido de la fértil sombra de las palabras, más que de su centro semántico, escribe no para ser entendido sino para ser leído, cambia palabras por pan y silencio por diamantes. No el silencio –vacío de otros- que agobia al solitario, sino aquél preñado de lo nuevo, aquel que arranca nuestro cuerpo del sofá y lo lanza hacia el fermento nutriz del alfabeto.

Entre palabras, anhela en cada página dar un paso más, doblar la apuesta y seguir como quien nunca soñó escapar, avistando la locura de algún adiós inconfesable, el impasible encuentro de quien, huyendo de la poesía, tropieza en un verso y vuela. Porque “los corazones recios han aprendido a amar, / después de odiar, tras el temer, con el dolor”.

Nos encontramos en estas páginas con un decir trepidante, ágil, que no deja de informar y tampoco deja de impugnar, con su acostumbrada firme delicadeza en medio del rutilante y mortífero letargo de lo “light”.

Con Los corazones recios, su sexto poemario, Antonio Daganzo viene a confirmar la sutil potencia de una voz imprescindible en el panorama poético actual, y no sólo, ya que el autor también nos ha entregado una magnífica novela, Carrión, y un precioso ensayo musical, Clásicos a contratiempo

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