LA BELLEZA DE LAS CICATRICES

Por: Manuel de la Fuente Vidal


“Tierra de luz blanda”, de Ezequías Blanco. Prólogo de Enrique Gracia Trinidad. 54 páginas. Ed. Los Libros del Mississippi, 2020.

Verte postrado en una cama de hospital a la espera de una intervención quirúrgica y luego asumiendo cada punto de sutura de la recuperación no es precisamente una de las situaciones más divertidas de la vida. Entre galenos, enfermeras, auxiliares, goteros, comida famélica, sábanas que no son las tuyas y buenas inyecciones de aburrimiento cuando no de dolor (un lobo siempre voraz, siempre hambriento), no se tienen, por muy bien que te traten (que suele ser lo habitual), muchas ganas de reír. Pero esas horas que pesan como largas noches de noviembre sí que te dejan tiempo para reflexionar, aprender, conocerte mejor si aún no te conocías lo suficiente y hacerte preguntas y en el mejor de los casos dar con algunas respuestas que nunca están de más. Porque al fin y a la postre al enfermo no le viene nada mal recordar esa sana costumbre japonesa del arte del kintsugi que reivindica la belleza de las cicatrices, o, como escribe nuestro poeta, “así considérate más bello por haber / estado roto y por haber sido reparado”. Y es que nuestro escritor, y catedrático, Ezequías Blanco, ha pasado por esa mencionada cama de hospital y ha dejado constancia del trance en su nuevo libro, “Tierra de luz blanda”, que lleva atinado y certero prólogo de Enrique Gracia Trinidad.

Ya apenas situados en la primera página, los síntomas se tornan agudos: “Sientes que un perro te muerde un rincón / del espíritu que un águila rompe / tu hígado con sus garras / sin que aparezca nadie a rescatarte. / A ti que nunca ofendiste a los dioses / ni te llamaste Prometeo”.

Y no está el horno para bollos ni el cuerpo para fuegos prometeicos porque el poeta (y, sobre todo, el hombre) se encuentra ante “la entrada en el túnel / de los tantos por ciento / donde nunca existe garantía de salida”.

Pero para atravesar ese túnel hay que sentir ese elixir agridulce, ese estar y no estar, que es la anestesia: “La nada se hace dueña de tu piel / y en la garganta notas ruiseñores de fiebre. (…) Una ciudad áspera se ha dispuesto / entre tus labios y tu boca. / En derredor revolotean / los ángeles custodios”.

No obstante, Ezequías Blanco no se pone histriónico ni sufre de más y le queda un hueco para el humor (tirando a negro, eso sí) cuando le echa un vistazo al gotero que está sobre su cama, “…un perro faldero: / te sigue a todas partes como haciéndote burla”, o cuenta y recuenta, como un rosario del dolor los remiendos que hay sobre su cuerpo, esas innúmeras grapas tatuadas en la piel : “Ahí te han dibujado una figura / te han tatuado una escolopendra / como los hombres de Altamira / hacían en los techos de sus grutas”. Sin embargo, cualquier herida es un precipicio y el poeta conjura “a la queja porque sientes / cómo por el crepitar de las llamas / está siendo crucificado / todo lo verde de la tierra”. Pero queda el consuelo de esa diosa en forma de enfermera que una y otra vez viene en tu socorro: “Su ayuda es siempre virgen (…) Te fatigas de tanto imaginarla / te cansas de esperarla y sonreírle/ (…) El anillo de bodas está dentro del cofre”.

Y ya finalmente, cogido de la mano de la preciosa “Paseo por el amor y la muerte”, de John Huston, como en aquellas medievales danzas macabras Blanco exorciza sus últimos temores (y terrores) y camina por la pradera de la vida como un piel roja porque “sabes que estás vivo y deambulas sereno / hacia donde tus antepasados caminaron”.

Libro conmovedor, y fieramente humano, reflexión dolorosa pero entrañable y sin aspavientos sobre el dolor, el miedo, las heridas, que concluye en esa pregunta que nuestra especie lleva haciéndose miles de años: “¿Habrá algún día en que el dolor se aplaque? / ¡Esa ha sido siempre la esperanza de los hombres”. Y con esa esperanza (sobre)vivimos.

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