LA PESTE EN LA LITERATURA
Por: Atonio Tello
La historia de la literatura brinda numerosos ejemplos que relatan la experiencia humana frente a plagas y pestes que, exaltando la presencia de la muerte, asolaron poblaciones enteras, que en su inocencia e ignorancia buscaron en el extranjero o en los dioses los causantes del mal buscando a la tragedia un sentido que no hallaban.
A lo largo de la historia, desde la Biblia hasta algunos de los más recientes libros contemporáneos, la literatura ha dado y da testimonio de mortíferas epidemias que han diezmado a la población y del miedo que provocan en ella sacando a la luz lo mejor y lo peor de la condición humana.
Las grandes epidemias que han asolado al género humano desde la más remota antigüedad hasta el presente, independientemente de las causas que las provocan, tienen como denominador común el miedo visceral que provocan en la gente y la elección de un culpable. Si en los tiempos míticos, el origen se achacaba a los extranjeros o a la ira de los dioses, que así castigaban las maldades del ser humano, en los tiempos de la razón, cuyos sueños, como expresó Goya en uno de sus grabados, a veces crea monstruos, los causantes son aquellos que se eligen como enemigos directos. Ahí tenemos ahora a EE.UU. y China, enzarzados en una guerra comercial, culpándose mutuamente de haber “plantado” el Covid-19 mientras ambas potencias pugnan por el desarrollo de una vacuna que neutralice el mal. Pero la realidad bien puede ser otra y el mal acaso sea la reacción defensiva de una naturaleza profundamente agredida por el ser humano.
Diversos factores de índole natural e higiénica confluyen, originan y difunden algunas enfermedades convirtiéndolas en epidemias, cuando se limitan a determinadas regiones, o en pandemias, cuando se extienden a numerosos países. A partir de ese momento comienza a intervenir el factor humano, que es sobre el que tratan en su mayoría los libros que testimonian de plagas históricas o ficticias que han golpeado a la humanidad, y que se manifiestan atravesadas por las tensiones del poder político, las creencias religiosas, las supersticiones, el miedo, etc.
En “Éxodo”, uno de los libros del Antiguo Testamento, las plagas que castigan a los egipcios aparecen como expresiones del poder de Yahvé, dios de los hebreos, frente al poder terrenal del faraón, quien ha esclavizado a su pueblo. Según estudios más o menos recientes, la mayoría de las plagas que el libro sagrado considera divinas tiene una explicación científica. Así, la invasión en las aguas del Nilo de algas rojas, cuyas toxinas no sólo habrían “ensangrentado” el río sino también provocado la mortandad de peces y afectado el aparato respiratorio de las personas. Igualmente, la plaga de pulgas, piojos y moscas, trasmisoras de virus y bacterias letales que se encuentran en las ratas, habría sido la causante de los forúnculos de la población humana y la mortandad del ganado.

También la peste está presente en la tragedia de Edipo rey, que Sófocles escribió en el siglo V a.C. En ella, los sacerdotes se apresuran a decir que la epidemia es el castigo de los dioses a Tebas debido a que aún sigue impune el asesinato del rey Layo, lo cual da a entender un trasfondo político en la atribución del origen de la enfermedad. El nuevo monarca, Edipo, angustiado por la gran mortandad de tebanos, encarga a Creonte que descubra al asesino ignorando que es él y que Layo era en realidad su padre, como Yocasta, su esposa, es su madre. Ésta, al saber la verdad, se suicida y Edipo, quien se había burlado de la ceguera de Tiresias, se arranca los ojos y marcha al destierro dejando en el trono a Creonte.
La ceguera también es el mal que utiliza el escritor portugués José Saramago en Ensayo sobre la ceguera, libro publicado en 1995, para expresar la superficialidad en la que ha caído la civilización occidental, incapaz de ver en lo más profundo de su conciencia. Aquí, la “ceguera blanca” afecta a millones de personas impedidas de ver lo esencial de la vida hasta que, guiadas por la protagonista de la ficción, un día vuelven a percibir la luz.
La ceguera aparece como castigo divino en el bíblico Libro de Tobías, considerado apócrifo por judíos y protestantes, pero canónico por el cristianismo católico y el ortodoxo. En él, la pérdida de visión a causa de los excrementos de ciertos pájaros es curada por Tobías con la hiel del pez que ha utilizado para exorcizar el demonio que atormentaba a su prometida Sara.
La ceguera es uno de los síntomas de la llamada “peste de Cipriano”, que durante doce años a mediados del siglo III asoló los dominios del Imperio romano, que un siglo antes ya había sufrido la llamada “peste antonina”. Como en ésta, su causa era un agente patógeno desconocido entonces, cuyas manifestaciones, según escribió el entonces obispo de Cartago, eran fatiga, fiebre, heces sanguinolentas, infección en las extremidades y ceguera.
Las mejoras en la higiene –alcantarillado, cloacas, baños, etc.- implementadas en Roma y demás ciudades del imperio, no evitaron que en el siglo VI se diera la llamada “peste justiniana”, de la que dio cuenta Procopio de Cesarea. En 545, en medio de un brusco cambio climático, a raíz de sucesivas explosiones volcánicas combinadas con un agresivo intervencionismo humano en la naturaleza –puentes, carreteras, desecación de lagunas, variación de cauces fluviales, etc.- se verificó la primera gran expansión de la bacteria Yersinia pestis, la madre de la peste bubónica o negra, cuyos agentes transmisores son ratas, pulgas y moscas o el contagio por contacto directo. Dado que uno de los primeros síntomas del mal era el estornudo, el papa Gregorio I recomendó ofrecer una bendición a Dios para proteger de la enfermedad a quien estornudara. Esta recomendación sería el origen de la costumbre de decir “¡Jesús!” o “¡Salud!” en tal circunstancia.
En 1816, los hermanos Grimm publicaron su célebre cuento “Hamelin, el cazador de ratas”. El relato parece estar inspirado en un trágico suceso acaecido en 1284, en Hamelin. Un día de ese año, la población alemana apareció invadida de ratas y un flautista “vestido de muchos colores” se ofreció a eliminarlas a cambio de una cierta cantidad de dinero. Acordado el trato, el flautista hizo sonar su instrumento y las ratas comenzaron a salir de todos los rincones y las dirigió con su música al río Weser, donde se ahogaron. El flautista regresó para cobrar su trabajo, pero los habitantes de Hamelin, libre ya de los roedores, se negaron a pagarle. La venganza del flautista fue llevarse a los niños, de los cuales –salvo un cojo, un ciego y un sordo- nunca más se supo, según algunas versiones, mientras que otras cuentan que los devolvió cuando le pagaron hasta la última moneda. Esto es lo que relata el poeta inglés Robert Browning en el poema “El flautista de Hamelin”(*). Algunos estudiosos piensan que los pobladores de Hamelin, ante la mortandad provocada por la peste, identificada en las ratas, quisieron poner a salvo a sus hijos y que contrataron a alguien para que los alejase del foco de la enfermedad. Por su parte, Marcel Shwob, sugiere en La cruzada de los niños, escrito en 1896, que el misterioso flautista sería una idealización del papa Inocencio III, cuyas fogosas arengas para una nueva cruzada a Tierra Santa habrían seducido a cientos niños que emprendieran una, a la postre trágica, expedición –no comprobada históricamente- de la que ninguno sobreviviría.

A lo largo de los siglos XIV y XV, la peste, especialmente la del año 1348, y otras epidemias se cobraron millones de vida en Europa. En un contexto dominado por largas y cruentas guerras, como la de los Cien Años (1337-1453), las hambrunas y las revueltas campesinas y burguesas, que darían lugar a profundas transformaciones sociales y políticas, la muerte ocupó el imaginario colectivo con un poder destructor que no reconocía ni edades ni clases sociales, y descubrió a los individuos la dimensión humana de la bondad y de la maldad en los límites de lo casi insoportable.
El anónimo autor de Juan de Mandeville, que sigue la estela del Libro de las maravillas de Marco Polo, dice aludiendo a la desolación que había dejado la peste: “parecía como si hubiese habido una batalla entre dos reyes, y el más poderoso y con el mayor ejército hubiese sido derrotado y la mayoría de sus gentes asesinadas”. Pero, acaso el libro que mejor refleja las condiciones sociales de la época en el norte de Italia, concretamente en la rica Florencia, y los efectos en el ánimo de las personas de la peste bubónica que asoló la región en 1348, sea el Decamerón, de Giovanni Bocaccio, escrito entre 1551 y 1553.
Durante diez días –de aquí el título- un grupo de diez jóvenes de la alta sociedad florentina -siete mujeres y tres varones- cuentan cien historias que atañen al amor, la fortuna y el ingenio humano- para ocupar el tiempo en la villa donde se han refugiado huyendo de la peste. El libro se abre con un prólogo del autor, quien confiesa que lo ha escrito por amor al público lector, especialmente al femenino, víctima de la terrible epidemia. “¡Cuántos valerosos hombres, cuántas hermosas mujeres, cuantos jóvenes gallardos a quienes no otros que Galeno, Hipócrates o Esculapio hubiesen juzgado sanísimos, desayunaron con sus parientes, compañeros y amigos, y llegada la tarde cenaron con sus antepasados en el otro mundo! […] Con tanto espanto había entrado esta tribulación en el pecho de los hombres y de las mujeres, que un hermano abandona a otro, y el tío al sobrino, y la hermana al hermano, y muchas veces la mujer a su marido, y lo que mayor cosa es y casi increíble, los padres y las madres evitaban atender a los hijos como si no fuesen suyos”.
En el Decamerón se percibe en la actitud vitalista de los personajes el paso de la creencia, propia de una concepción mítica del mundo, de que éste es un valle de lágrimas donde el ser humano ha venido a sufrir, a otra racional en la que el ser humano se manifiesta dueño de su propio destino y capaz de gobernar el planeta. El ser humano proclama entonces su autonomía y su soberanía en el mundo y lo hace como individuo consciente de que tampoco puede lograrlo solo sino junto a los demás. “En verdad, los hombres son cabeza de la mujer y sin su dirección raras veces llega alguna de nuestras obras a un fin loable, pero ¿cómo podemos encontrar esos hombres? Todas sabemos que de los nuestros están la mayoría muertos, y los otros que viven se han quedado uno aquí otro allá en distinta compañía, sin que sepamos dónde, huyéndole a aquello de lo que nosotras queremos huir, y el admitir extraños no sería conveniente, por lo que si queremos correr tras la salud, nos conviene encontrar el modo de organizarnos de tal manera que de aquello que queremos encontrar deleite y reposo no se siga disgusto y escándalo”, escribe Bocaccio por boca de Elisa en la primera jornada cuando los diez jóvenes deciden hacer cuarentena a las afuera de Florencia.

Giovanni Villani, comerciante y cronista florentino, relata en sus Crónicas florentinas que la peste llegó a Florencia en 1347 procedente de Turquía y describe minuciosamente los síntomas. Villani, quien habría de morir al año siguiente víctima de la peste, afirma que la ignorancia agravaba la virulencia del mal y cuestiona no sólo a los astrólogos que afirmaban que la mortandad se debía a la cuadratura de Saturno con Marte, como al papa, que concedió el perdón de los pecados con el que pretendía inmunizar a los sacerdotes que se negaban a asistir a los moribundos. Tampoco Petrarca escapó a la profunda impresión que provocaba la presencia del mal y en El triunfo de la muerte describirá a ésta como “Una mujer en negro envuelta / con tal furor que yo no sé si nunca / en Flegra mostrarían los gigantes”.
No es la muerte como consecuencia de la violencia lo que asusta al ser humano y trastorna su conciencia, sino la muerte traída por lo desconocido. El absurdo, concepto del que más tarde escribirá Albert Camus en La peste. La muerte, con su poder irracional y amoral descubre brutalmente a la humanidad sus grandes virtudes y sus grandes miserias. Es ella la que hace que el ser humano tome conciencia de sí y del valor de su existencia más allá de su condición social o religiosa. El ser humano entonces percibe en su brevedad y fragilidad existenciales el valor de su individualidad y de su destino vinculado al de los otros, hecho que constituye la piedra fundamental de la cultura laica que abrirá las puertas a la Edad Moderna.
La idea de la universalidad de la muerte sustentará en estos tiempos La danza de la muerte, diálogo versificado y representable, en la que ella bailará tanto con soberanos como con obispos, señores y campesinos. La muerte se hará presente en autos sacramentales y distintas obras literarias (Gil Vicente, Diego Sánchez de Badajoz, Lope de Vega, de cuyo auto sacramental Las cortes de la muerte Cervantes hará mención en la segunda parte del Quijote, Calderón de la Barca, etc.), musicales (Romance del enamorado y la muerte, Danse macabre, de Camille Saint-Saëns, etc.), y también en representaciones iconográficas (Michael Wolgemut, Guy Marchant, Durero, etc.)
Esta universalidad de la muerte es la que refiere Daniel Defoe, el autor de Robinson Crusoe, en el Diario del año de la peste. El libro, publicado en 1722, alude a la peste que arrasó Londres en 1665, al parecer a partir de notas del diario de su abuelo Henry. En Diario del año de la peste, Defoe no sólo aporta datos, algo en lo que coincide con el diario del político inglés Samuel Pepys, sino que se detiene en la insensibilidad e insolidaridad de la clase dominante, muchos de cuyos miembros huían a sus mansiones en la campiña inglesa. Frente a esta nobleza cobarde, se alza la figura del narrador del libro, un talabartero londinense que se niega a abandonar su negocio y que es testigo de los estragos de la peste, a la que sobrevive y acaba diciendo: “Una terrible peste hubo en Londres / en el año sesenta y cinco / que arrasó cien mil almas / ¡Y sin embargo estoy vivo!”.
En Los novios, una de las grandes novelas del romanticismo italiano, publicada en 1827, su autor, Alessandro Manzoni hace una magnífica descripción de las perturbaciones políticas y sociales que vivía Lombardía entre 1627 y 1630, año éste en el que Milán fue diezmada por la peste. Como en el Diario de Defoe, Manzoni da cuenta con notable eficacia de los horrores que provoca la epidemia al tiempo que enfatiza la solidaridad de su protagonista, Renzo Tramaglino, con aquellos que los sufren.

El idealismo guía asimismo los pasos de Angelo Pardi, el protagonista de El húsar en el tejado, obra magistral de Jean Giono, publicada en 1951. Aquí, Angelo Pardi es un joven aristócrata italiano, simpatizante de los carbonarios. En Francia, donde ha debido exiliarse a causa de un duelo, recibe un día el encargo de regresar a Italia para cumplir una misión. Sin embargo, debido a una epidemia de cólera que se extiende por la Provenza, todos los viajeros son detenidos y puestos en cuarentena, cosa que en el caso del húsar se agrava cuando es falsamente acusado de envenenar las aguas. Giono, uno de los más grandes escritores franceses del siglo XX, describe con maestría los signos de la tragedia y el dolor en el marco del bello paisaje provenzal desde la perspectiva de un personaje cuyo sentido ético acaba prevaleciendo sobre el miedo y la mezquindad de muchos.
Estos factores humanos son los que igualmente fundamentan otra obra maestra de la literatura francesa, La peste, publicada cuatro años antes, en 1947, por Albert Camus. En esta novela, Camus rechaza como causa de la peste el castigo divino y el señalamiento colectivo de chivos expiatorios políticos o religiosos, como lo fueron las brujas, los extranjeros y los judíos en la Edad Media.

La peste, aunque ambientada en el siglo XX, al parecer está basada en la epidemia de cólera que azotó la ciudad argelina de Orán un siglo antes. En ella, Camus defiende la idea de que el hombre tiene más cosas dignas que reprochables e introduce la noción laica del absurdo del mal contra el cual cabe oponer la solidaridad y la libertad individuales. Una libertad no considerada como un “derecho natural”, sino como una creación ética de individuos libres que desean sociedades libres. En este sentido, La peste también parece señalar que sucesos tan devastadores para la ciudadanía son aprovechados por los Estados para, con el pretexto de protegerla del mal, recortar las libertades y los derechos individuales de los ciudadanos sin que éstos, sorprendidos entre la espada y la pared, puedan resistirse. De modo que la organización y la solidaridad del grupo, y contar con el apoyo del otro para “correr tras la salud” sin tropezar en prejuicios morales de orden social o divino, como se dice en el Decamerón, son también el propósito de los doctores Rieux y Tarrou en La peste.