¿QUÉ MUNDO VENDRÁ?
Por: Antonio Tello
Es tal el impacto causado por la pandemia que azota al mundo, que muchos se apresuran a pronosticar el fin del capitalismo y hasta una nueva civilización. Sin embargo, como la historia lo indica, cuando la crisis sanitaria pase y la gente salga a la calle lo más probable es bajen las expectativas y, una vez más, la revolución quede pendiente.
La conmoción causada por la pandemia del coronavirus en el imaginario social ha llevado a no pocos politólogos y filósofos a declarar la muerte del capitalismo y que el mundo ya no será el mismo una vez que la crisis haya pasado y todo vuelva a la rutina habitual, Pero ¿hay razones objetivas para creer que el sistema económico que ha sometido y somete al mundo y alienado a la sociedad se derrumbará?
El impacto político, social, económico y emocional causado por la pandemia del Covid- 19 es de tal calibre, que muchos especulan con que, una vez superada, el mundo ya no será el mismo. Por primera vez en la historia, la totalidad de la humanidad siente la presencia de la muerte no a través de la violencia explícita de la guerra sino a través de una acechanza en la transparencia del día. No son pocos los pensadores que se han apresurado a pronosticar que las dramáticas vivencias ocasionadas por la pandemia condenarán el capitalismo a su fin y que, sobre sus ruinas, nacerá un nuevo orden mundial cimentado en los valores y las virtudes –amor al prójimo, solidaridad, generosidad, equidad, justicia, etc.- de una “ética ciudadana”. Incluso, personajes como el ex secretario de Estado de EE.UU., Henry Kissinger, temiendo que eso pase llama al Gobierno de su país a tomar medidas para conjurar las amenazas del coronavirus y “prepararse para una nueva época” salvaguardando “los principios del orden mundial liberal” (Wall Street Journal, 3/4/2020) Pero ¿es realmente tan profunda la conmoción como para que esto suceda? ¿No será más la expresión de un deseo, de una necesidad o de un temor antes que una posibilidad real de cambios tan drásticos?
En “Historia del siglo XX” (Salvat-La Nación, 1996), siguiendo al historiador inglés Eric Hobsbawn, presumí con cierta inocencia que las caídas de la URSS y del muro de Berlín favorecerían un nuevo orden internacional basado en un desarrollo más equilibrado entre los países, pues de lo contrario la civilización misma estaba en peligro y no creía que las elites mundiales fueran tan insensatas como para abocar al mundo a su destrucción. Sin embargo, las políticas que se sucedieron fueron insensatas. Ya por entonces, desde el golpe de Estado de Pinochet en Chile, en 1973, el monetarismo había comenzado su recorrido y EE.UU. y Gran Bretaña, encabezados por Ronald Reagan Margaret Thatcher, imponían a Occidente sus políticas nacionalistas sustentadas en el neoliberalismo, las cuales torcerían cualquier intento de un orden internacional más humano. “No existe sociedad, sino individuos”, declaraba por esos días la Thatcher expresando la esencia del pensamiento liberal. En este punto cabe preguntarse cómo las ortodoxias de libre mercado puro, tan desacreditadas después del fracaso que derivó en la Gran Depresión de los años 30, habían vuelto a implementarse con tanto vigor en las décadas de los 80 y 90, en un contexto mundial depresivo.

Como era de esperar, los postulados económicos neoliberales aplicados por el FMI, el Banco Mundial y otros organismos controlados por el alto capitalismo, volvieron a fracasar y los países pobres lo fueron aún más. Estallaron las crisis por la deuda internacional (México, Polonia, los países africanos) y se sucedieron los colapsos económicos de los llamados países emergentes de Asia (los “tigres asiáticos”) y Latinoamérica. La ola neoliberal también golpeó a Argentina acelerando en los noventa del siglo XX el desmantelamiento del Estado iniciado por la Dictadura cívico-militar hasta su colapso en 2001 y, tras catorce años de frágil recuperación, situando nuevamente al país al borde de la quiebra económica y del abismo social.
La persistencia hegemónica del capital especulativo sobre el productivo y la anorexia de los Estados, convertidos en meros feudos de las grandes corporaciones, fueron dos de los principios activos de la previsible recesión económica de 2008, a raíz de la cual se alzaron muchas voces, entre ellas las de los presidentes de Francia, Nicolás Sarkozy y, en 2017, Emmanuel Macron, quienes reclamaron la necesidad de “refundar el capitalismo” y “darle un rostro humano”. Pero, los ideólogos del capitalismo neoliberal no pensaban lo mismo, puesto que para ellos, los individuos, las empresas y los países todos, salvo los bancos, podían quebrar, porque la economía de libre mercado se autorregula y, como la naturaleza, se regenera y brota con más vigor.
No sucedió así en un primer momento porque el Estado no acudió al rescate de los bancos intoxicados por activos fraudulentos y en quiebra. El Tesoro y la Reserva Federal de EE.UU. dejaron caer a Lehman Brothers, el cuarto banco de inversión del país y, consecuentemente, el pánico se apoderó de Wall Street y el mundo creyó que el sistema estallaría. Pero, nueve días después de la caída de Lehman Brothers, el 24 de septiembre de 2008, George W. Busch, entonces presidente de EE.UU. advertía a sus colaboradores más inmediatos: “Si no se afloja el dinero, todo podría irse al infierno”. Y no se fueron porque enormes cantidades de dinero público se emplearon -vía nacionalización o control de la Fed (Federal Reserve System), que opera como banco central del país-, para salvar finalmente, según la premisa neoliberal, a algunos grandes bancos mientras dejaba que otros quebraran. A la administración Busch y a los ideólogos del neoliberalismo se les debieron de revolver las tripas al tener que recurrir al Estado para evitar el colapso de la economía occidental, pero, como dijo el exsecretario del Tesoro de EE.UU., Tim Geithner, según la cita de Claudi Pérez en “Recesión a lo grande: crónica de los diez años de crisis que cambiaron el mundo” (El País, 9/9/2018), “Las crisis no acaban sin los Gobiernos asumiendo los riesgos que los inversores privados no quieren, sacando la catástrofe de encima de la mesa […] la única solución, en esos casos, es que el sector público asuma riesgos”. Así, mientras muchos esperaban que, como sucedió durante el crash de 1929, los banqueros e inversores causantes y víctimas del desastre saltaran al vacío en Wall Street, lo que ocurrió esos días fue que los ejecutivos de los grandes bancos, responsables de fraudulentas gestiones, marchaban a sus casas con millonarias indemnizaciones en sus bolsillos. El único que se suicidaba en 2012 era Dimitris Christoulas, un pensionista griego a quien la crisis de su país había llevado a la desesperación.
La ley del más fuerte, principio esencial del darwinismo social propio del liberalismo, se imponía en la toma de decisiones de los gobiernos. El Estado anteponía el rescate de la banca y de los grandes inversores sin contraprestaciones y a fondo perdido, a la atención de las necesidades de millones de trabajadores que perdían sus trabajos y sus casas, las cuales, como sucedía en España, volvían a propiedad de los bancos sin que ello supusiera la liquidación de la deuda, y veían cómo sus empleos se precarizaban o sus sueldos caían al límite de la subsistencia. También quedaban en el camino los pequeños ahorristas y pequeñas y medianas empresas. ¿Por qué los Estados no ayudaban a las personas? Tal vez, porque las perversas políticas liberales, favorables a la salud de los “mercados” y, por lo tanto, contrarias al interés y al bienestar ciudadanos, simplemente se han naturalizado en el pensamiento y en la conducta de una clase política cooptada por el poder económico.
Pero, este darwinismo social no es nuevo en la historia y las consecuencias de las quiebras no las asumen casi nunca quienes las han provocado. En el siglo XVII, en tiempos precapitalistas, debido a la presión especulativa de los mercaderes holandeses, el bulbo de tulipán llegó a valer tanto como una casa; en el siglo siguiente, la burbuja especulativa estalló en Gran Bretaña cuando la South Sea Company (Compañía de los Mares del Sur), que, a raíz de los términos del Tratado de Utrecht (1713) se había hecho con el monopolio del comercio británico con las colonias españolas, quebró provocando el llamado crash de 1720, que dejó en la ruina a miles de ahorristas e inversores; a mediados del siglo XIX, también en Gran Bretaña, la railway mania (manía del ferrocarril) generó un vértigo especulativo que colapsó en 1846 y dejó en vía muerta a numerosas compañías ferroviarias y a sus trabajadores.

La crisis recesiva argentina de 1890 también tuvo en la railway mania uno de sus principales factores desencadenantes. Durante la presidencia de Miguel Juárez Celman se emprendió una política expansiva centrada en el trazado y construcción de líneas férreas que, como escribí en “Breve historia de Argentina: claves de una impotencia” (Sílex, Madrid, 2006), “atrajeron un enorme caudal de inversiones extranjeras e incentivaron la actividad de los especuladores cordobeses, quienes, valiéndose de informaciones privilegiadas, compraban tierras que poco después se revalorizaban con el paso del ferrocarril. La política inflacionista que el gobierno nacional llevó a cabo, no obstante contar con importantes reservas en oro, igualmente favoreció a los especuladores permitiéndoles cobrar en oro y saldar sus deudas con papel moneda depreciado. Al mismo tiempo, para proteger a los inversores extranjeros de los efectos de la inflación, el gobierno concedió a estos unas garantías de beneficios mínimos avalados en oro”. Un mecanismo que, con mayor sofisticación y recursos, también utilizarían la Dictadura (1976-1983) y los gobiernos menemista (1989-1993) y macrista (2015-2019). Ninguno de los actores del saqueo asumió responsabilidades políticas ni penales mientras miles de ciudadanos debían pagar efectivamente las consecuencias de estas gestiones contrarias al buen gobierno. Así como ninguno de estos episodios alteró profundamente la dinámica de las políticas económicas, tampoco las sucesivas epidemias de fiebre amarilla que diezmaron Buenos Aires, sobre todo la de 1871 que dejó unos catorce mil muertos, originaron cambios políticos o éticos perceptibles en la sociedad.
Si bien las devastadoras epidemias europeas de los siglos XIV y XV liquidaron el feudalismo y dieron al ser humano la conciencia de su soberanía y de su centralidad en el mundo ¿cabe inferir ahora, a finales de la segunda década del siglo XXI, que la pandemia que azota al planeta afectará tan gravemente al sistema capitalista como para provocar su caída? Es muy dudoso de que tal cosa suceda, al menos en un corto o mediano plazo. De igual modo que a la Iglesia católica se le reconoce una extraordinaria capacidad de adaptación para sobrevivir a los profundos y diversos cambios políticos, ideológicos, económicos, sociales e incluso cismas internos que se han producido a lo largo de más de dos mil años de historia, también al capitalismo cabría atribuirle la misma capacidad camaleónica para resistir a grandes revoluciones y regenerarse tras sus propios colapsos.
Si, como dice el filósofo español Emilio Lledó, “la experiencia es la esencia del conocimiento”, es dable pensar que la experiencia de la pandemia combinada con el agotamiento doctrinal del liberalismo, hará que este capitalismo, hoy bloqueado por la codicia desmedida de sus agentes, desencadene ciertas transformaciones en todos los órdenes de la actividad humana aunque, probablemente, será en la dirección de la cínica paradoja que, en “El gatopardo”, de Giovanni Tomasi di Lampedusa, expresa Tancredi al príncipe Salina: “Si queremos que todo siga como está, es necesario que todo cambie”.
Pocos días después de la caída de Lehman Brothers en 2008, un timorato Nicolás Sarkozy, entonces presidente de Francia, fue uno de los primeros en reclamar estas transformaciones del capitalismo. “La autorregulación para resolver todos los problemas se acabó, le laissez-faire c’est fini. Hay que refundar el capitalismo…”. Esto es gatopardismo. Cambiar para que nada cambie. Por ello, antes que pensar en un dudoso fin del capitalismo o en su refundación es, quizás, más razonable pensar en el camino que seguirán las sociedades después del agotamiento del sistema y de una amenaza tan invisible como devastadora. Es una ingenuidad creer que, a pesar de una experiencia tan traumática como la pandemia que se vive en los albores del siglo XXI, los seres humanos serán más buenos y mejores de lo que han sido a lo largo de la historia después de ella. Por otra parte, la historia muestra asimismo que las epidemias también han dado lugar a estados represivos y favorecido tentaciones autoritarias, especialmente si dichas epidemias se han producido combinadas con una depresión económica. Vaya como ejemplo la epidemia que asoló a España en 1918 y que costó la vida a una 250.000 personas. En momentos en que el país sufría escasez de alimentos e inflación monetaria a causa de la Primera Guerra Mundial, un escaso desarrollo económico y cierta ineptitud institucional para gestionar la situación, la epidemia de “gripe española” contribuyó al descrédito de la clase política liberal y alentó el autoritarismo de los sectores más reaccionarios dando paso en 1923 a la dictadura de Primo de Rivera.
Lo referido enseña que la experiencia de la pandemia por sí misma no rescatará a la humanidad de la oscuridad ni hará a los individuos más buenos. Tal vez haya quienes aprendan de la experiencia y sean mejores y ayuden a transmitir a la comunidad la importancia de una ética ciudadana y de una conciencia del bien común. Pero esto es la expresión de una esperanza y no una certeza sociológica.
El bien común y el bien particular constituyen la encrucijada con la cual se topará la sociedad que salga de la crisis del Covid-19 y los individuos deberán optar entre seguir el camino por el que se es con los otros o por los senderos trazados por los nacionalismos excluyentes, el centralismo político-administrativo, los fundamentalismos religiosos, las limitaciones de los derechos fundamentales, la prevalencia de la economía sobre la política y los particularismos identitarios que fragmentan la sociedad, sean éstos de clase, ideológicos, políticos, económicos o sexuales.

Lo que la pandemia ha puesto al desnudo al manifestar la universalidad de la muerte es, por un lado, la vulnerabilidad de una tiranía económica, cuyo soporte doctrinal es la creencia falaz de que el éxito y la felicidad de los pueblos o de las empresas dependen del esfuerzo individual, la ambición y la codicia de los más fuertes, y, por el otro, la necesidad de un Estado, cuya prioridad y sentido sean velar por el bienestar y la felicidad de la ciudadanía entendida como una comunidad libre de individuos libres.
La singularidad y la magnitud de la experiencia han puesto de manifiesto la deriva violenta y depredadora de un el orden económico y social autoritario que rige y conduce al mundo y a la civilización a su destrucción. La globalización, cuyo proceso se aceleró tras el derrumbe del bloque comunista, ha desembocado finalmente en la construcción de un mercado planetario donde los negocios prevalecen sobre los sentimientos de fraternidad y solidaridad entre los países, y entre los pueblos y sus habitantes, los cuales emergen como fragmentos de una comunidad, pero no como una comunidad humana en su totalidad. La globalización ha generado una entidad planetaria de naturaleza mercantil que no sólo no ha alentado la conciencia del bien común, la comprensión, la tolerancia y el diálogo entre los pueblos sino que en su beneficio ha generado y promovido políticas armamentísticas, descrédito de las democracias, aumento de las desigualdades e injusticias, deterioro de la biosfera terrestre, y ha utilizado los particularismos identitarios de las minorías –étnicos, religiosos, sexuales, etc.-, los nacionalismos excluyentes y los autoritarismos demagógicos, que en estas circunstancias bien podrían tentar fórmulas para limitar los derechos y las libertades de los ciudadanos invocando la seguridad sanitaria.
Uno de los espectáculos más dramáticos de la insolidaridad político mercantil al que el mundo asiste durante la crisis sanitaria causada por el Covid-19 es el de la Unión Europea. Este comportamiento egoísta de algunos países miembros y la gestión particularizada de la crisis sanitaria que han llevado a cabo todos ellos están en la raíz mercantil liberal de la UE. Recuérdese que esta tuvo su origen en los años 50 cuando se creó la Comunidad Económica del Carbón y el Acero, la que antes de finalizar la década, Tratados de Roma mediante, se transformó en Comunidad Económica Europea y Comunidad Europea de Energía Atónica hasta que finalmente, en 1992, tras un largo y complejo proceso, alcanzó el rango de Unión político-administrativa. De modo que esta nueva entidad era consecuencia de un espacio de libre comercio fundado por banqueros y tecnócratas por el que circularon libremente los capitales y las mercancías antes que sus ciudadanos, cuya conciencia espiritual y política unitaria se ha visto relegada por las razones económicas y financieras. Razones por las cuales, los ideólogos del neoliberalismo claman contra el necesario confinamiento de la población y la parálisis económica que trae consigo.
Este ejemplo darwiniano también tiene su correlato en la vida cotidiana de todos los países del mundo en los cuales la angustia y la mezquindad dan lugar a la búsqueda de chivos expiatorios, con frecuencia identificados con el extranjero o el migrante, o a la caza de infractores e incluso al señalamiento de aquellos que, por su profesión, están expuestos al contagio. Sin embargo, la experiencia también enseña que los seres humanos están relacionados profundamente y que se necesitan para sobrevivir.
Dudo de que la crisis sanitaria liquide al capitalismo, pero a partir de la toma de conciencia del otro quizás sea posible re encauzar la vida y el destino de los seres humanos. El esfuerzo de la ciudadanía consciente de la necesidad de recobrar el sentido humano de los actos individuales, tal vez pueda desempeñar un papel, si no decisivo al menos importante, para fortalecer el sistema democrático, salvaguardar las libertades, desarrollar el Estado de derecho y la confianza en las instituciones; mostrar a los gobernantes que los presupuestos de sanidad están por encima de los presupuestos militares si realmente se quiere defender a los ciudadanos; que la educación, la ciencia y la cultura no pueden gestionarse con parámetros mercantiles sino de servicio público, y que la economía ha de estar siempre supeditada a la política, ya que conviene recordar que la palabra procede del griego “oikonomia”, que significa dirección o buena administración de la casa.
Quizás si los individuos ganaran serenidad y tiempo para la reflexión y nutrieran una inteligencia crítica, y la ciudadanía lograra recuperar una ética humanística, en la que valores como fraternidad y solidaridad fuesen pilares de la convivencia social; en la que el progreso se identificara con la condición humana y la felicidad y bienestar de los pueblos, probablemente el mundo que viene será mejor. De no ser así, las sombras que gobiernan el mundo mantendrán su imperio y nada habrá cambiado.