LOS FUTUROS DEL PRESENTE (PRIMERA PARTE)

La pandemia del coronavirus, una experiencia única en la historia de la humanidad, ha causado tal impacto en la sociedad y en el espíritu de cada ser humano, que nadie escapa a la idea de que nada volverá a ser igual. Pero, la pregunta es ¿cómo será la realidad de mañana? Es la pregunta que todos se hacen y, aunque la duda prevalece en la mayoría, muchos se atreven a dar respuestas casi siempre atravesadas por la esperanza o el temor. ¿Vendrá un mundo más justo y equitativo o seguirá como hasta
ahora?

Por Antonio Tello

Las epidemias de peste y las guerras que asolaron Europa en los siglos XIV y XV acabaron con la concepción mítica de la realidad y con el feudalismo como forma de organización política, social y económica y colocaron al ser humano en el centro de toda actividad o empresa. Al emanciparse del simbolismo metafísico del medioevo y descubrir la realidad sensible que lo rodeaba, el ser humano tomó conciencia de su soberanía en el mundo y su poder sobre la Naturaleza y, al mismo tiempo, abrió la puerta a la razón. Pero, como lo intuyó Goya “los sueños de la razón crean monstruos”
y ahora esos monstruos posibles de la razón han llevado la civilización al borde del abismo y expuesto la fragilidad de la vida. ¿Volverá el ser humano a recuperar las riendas de su destino en el mundo?

El individualismo y la democracia

El individualismo y la incipiente democracia aparecieron en el horizonte del siglo XV como fundamentos primordiales de la modernidad. Acerca del individualismo en ese momento, Arnold Hauser dice que era “como un programa consciente, como instrumento de lucha y como grito de guerra, [como una] emancipación de la carne” del ascetismo medieval. El individuo descubrió “la esencia del espíritu humano y su poder sobre la realidad”. Con esta actitud, el individuo liquidaba definitivamente la vieja creencia de un mundo en el que el destino del hombre estaba determinado por las leyes
de la Providencia. Al aparecer la razón como sustento de la vida humana, el ser humano se erigió en artífice de su propio destino. Es así como el individuo quiso conocer más sobre sí mismo y sobre su entorno y, al hacerlo, forjó la creencia de que el progreso humano podía cambiar la realidad.
Sobre esta idea crucial se produjeron en Europa vertiginosas y radicales
transformaciones sociales, políticas, económicas, culturales, científicas y artísticas y se impulsaron empresas que cambiaron para siempre la percepción que hasta entonces se tenía del mundo y de la Tierra en el cosmos. Correlativamente se consolidaron las virtudes burguesas identificadas con la laboriosidad, la respetabilidad y el afán de lucro,
que fundamentaron el nuevo sistema ético, cuyo eje vector es la razón, y la creencia de que la libertad es un derecho natural del individuo.
Esta concepción de la libertad sirvió al liberalismo para desarrollar la doctrina según la cual el hombre es libre por naturaleza y, por lo tanto, no cabe ley alguna contraria a su voluntad, salvo la ley del más fuerte. La realidad emanada de esta ley lleva a Thomas Hobbes a escribir, citando a Plauto, que “el hombre es un lobo para el hombre”. Hobbes omite la segunda parte de la frase del autor latino [“y no hombre si desconoce al otro”], al no corresponder con el carácter depredador del orden surgido de las ruinas del feudalismo.


La democracia surge así como una premisa del individuo emancipado de la divinidad y en posesión de una soberanía que lo excede, para gestionar, organizar y controlar la nueva realidad de acuerdo con los intereses y objetivos de la nueva elite que asume el poder. Cabe recordar que el concepto de soberanía sobre el que se funda la democracia empieza a discutirse en las postrimerías de la Edad Media, como parte del conflicto
entre la burguesía y los poderes representados por la Iglesia, el Imperio y los grandes señores y corporaciones. En 1576, Jean Bodin publicó “Los seis libros de la República”, obra en la que acuña “soberanía” como término equivalente a “poder, único, absoluto, perpetuo e indivisible de una República” que ostenta el “soberano” (entonces identificado con el rey) para imponer orden en un Estado y evitar conflictos entre sus súbditos. Para el individuo se trata entonces de asumir y controlar el poder que, para
Rousseau, en su “Contrato social” (1762), era el “ejercicio de la voluntad general” y que, como tal, no podía “enajenarse nunca, y el soberano, que no es sino un ser colectivo, no puede ser representado más que por sí mismo: el poder puede ser transmitido, pero no la voluntad”. Esto significaba el reconocimiento del sufragio universal, pero el liberalismo, a través del abate Sieyès, introdujo la doctrina de que la soberanía no emanaba del pueblo sino de la nación, la cual es la única entidad capaz de,
depositandola en el Parlamento, preservarla de las contingencias emocionales de la plebe.
Mediante esta torsión doctrinal, el liberalismo justificó durante mucho tiempo el voto censitario y la negación del voto a la mujer, y legitimó el ejercicio del poder por parte de una elite político-económica, cuya dignidad y fortunas personales reconocía como avales de los intereses nacionales.
La soberanía, cualquiera sea la doctrina, alude tanto a la relación de poder entre el Estado y su territorio y su población, y a la independencia en relación de otros estados, pero en la era contemporánea su noción se ha vuelto más porosa y difusa en la medida en que el poder del Estado se ha desplazado hacia entidades supranacionales –Unión Europea, ONU, FMI, etc.- y, sobre todo, hacia las corporaciones multinacionales, que han ido cooptando y controlando a las elites políticas locales e imponiendo una
“soberanía” de naturaleza económico-financiera, cuyos intereses y objetivos son contrarios a las necesidades y derechos de la ciudadanía.

Guerra y comercio

A la actual situación del sistema se llegó luego de un arduo y complejo proceso conducido por las elites que, legitimadas por una democracia de la cual supieron aprovechar o provocar sus imperfecciones y debilidades, hicieron de la guerra y del comercio los principales instrumentos de su idea de progreso.
El espacio vital –lebensraum-, piedra angular del nazismo y base de la estrategia militar continental del Tercer Reich, si bien fue enunciada como teoría en 1924 por científicos alemanes, es un concepto que ya movía a las potencias coloniales que se disputaban el mundo para colocar los excedentes de una producción cada vez mayor, merced al desarrollo tecnológico y científico, y obtener las materias primas necesarias para sus
industrias. No era la libertad de los pueblos sino la obtención de territorios para ejercer el “libre comercio”, lo que movilizaba a los ejércitos de los imperios colonialistas.

Téngase presente que el descubrimiento europeo de América y su posterior conquista se dio como resultado de la búsqueda de una nueva ruta de las especias ante el control que ejercían los musulmanes sobre la única conocida hasta entonces. La guerra entre el islam y el cristianismo –más allá de su impronta religiosa- debe entenderse como una
disputa por el dominio cultural y mercantil del mundo cuyas verdaderas dimensiones empezaban a conocerse. Igual interpretación cabe para los conflictos bélicos que en la Europa precapitalista libraron los imperios cristianos por la posesión de un espacio vital continental y el control de las ricas colonias ultramarinas. El mismo sello tuvieron en éstas las posteriores guerras de emancipación que dieron lugar a nuevas repúblicas.
Estados que, en lugar de naciones libres, se convirtieron en mercados de libre comercio en manos de oligarquías criollas gerenciales. Elites que sustituyeron la dependencia de la metrópolis por la dependencia de las potencias mercantiles surgidas de las guerras coloniales, sin que esto supusiera cambios sustanciales en la vida de la población y en
su relación con quienes controlaban el poder político, salvo en la identidad emocional que confiere el patriotismo.

Del patriotismo a la unidimensionalidad
El revitalizado concepto romano de patria vinculado al de nación fue uno de los grandes recursos ideológicos por medio del cual la burguesía logró controlar emocionalmente a las masas y comprometerlas en sus empresas. El sentimiento medieval de pertenencia a un lugar ligado al de servidumbre al amo que aún palpitaba en el imaginario popular halló encarnadura en el servicio a la patria identificada con la nación. Un servicio que comprometía la fuerza de trabajo y la vida de cada individuo, enaltecido y sublimado
como tal por el yo romántico. Esto explica que ningún movimiento revolucionario pudiera impedir, por ejemplo, que los trabajadores participaran en las guerras imperialistas de los siglos XIX y XX promovidas por sus patronos en nombre de la patria. Conflictos que alcanzaron dimensiones planetarias en 1914-1918 y 1939-1945,
tras el último de los cuales las grandes potencias enfriaron sus ímpetus bélicos para no aniquilarse mutuamente optando por librar sus batallas en escenarios acotados, exóticos y distantes de sus territorios. Las llamadas “guerras de baja intensidad” que dejan a sus protagonistas locales vulnerables al saqueo de sus riquezas naturales cualquiera haya
sido el vencedor.

El patriotismo es uno de los elementos básicos sobre las que se fraguaron las modernas sociedades obedientes, conformistas y, al mismo tiempo, atomizadas en un individualismo prepotente, consumista e insolidario. Este individuo alienado es el generador y la víctima de la sociedad opulenta de los países industrializados y de la sociedad pobre de los demás. Una sociedad en uno u otro caso deshumanizada.
Según Herbert Marcuse en “El hombre unidimensional” «la eficacia del sistema impide que los individuos reconozcan que el mismo no contiene elemento alguno que deje de comunicar el poder represivo de la totalidad», de modo que tiene el poder suficiente como para neutralizar la imaginación y la capacidad crítica de los individuos creando una dimensión única del pensamiento. Es decir que tal poder permite al sistema absorber cuánta oposición se le presenta y, a través de los medios de comunicación y la aplicación de la razón instrumental en sus mensajes,
generar una única dimensión de la realidad. El individuo alienado, quien en las primeras fases del capitalismo vendía su fuerza de trabajo y era esta fuerza la mercancía, ha acabado él mismo convirtiéndose en mercancía, en un producto de compra-venta, objeto de las múltiples e interesadas transacciones del mercado, tal como es posible observar ahora en el tratamiento y papel que juegan los trabajadores en los proyectos de solución de las presuntas crisis económicas que afectan al sistema.
El hombre alienado de Marcuse, como el hombre medio de Ortega y Gasset,
conforma la masa manipulable para el poder. Aunque su comportamiento
particular refleje su radical individualismo, su hábitat “natural” está determinado y condicionado por la cultura de masas. En el capítulo III de El hombre unidimensional, La conquista de la conciencia desgraciada: una desublimación represiva, Marcuse afirma que “lo que se presenta ahora no es el deterioro de la alta cultura que se transforma en cultura de masas, sino la refutación de esta cultura por la realidad […] La alta cultura siempre estuvo en contradicción con la realidad social [pero hoy esta contradicción se ha neutralizado] mediante la extinción de los elementos de oposición, ajenos y trascendentes de la alta cultura, por medio de los cuales constituía otra dimensión de la realidad. Esta liquidación de la cultura bidimensional no tiene lugar por medio de la negación y el rechazo de los «valores culturales», sino por medio de su incorporación total al orden establecido mediante su reproducción y distribución a escala masiva.” 

El unidimensional es un hombre a quien se ha despojado de su imaginación y secuestrado su razón crítica dejando en ese vacío un conformismo placentero, que se traduce en un individualismo narcisista que responde a los estímulos alienantes del sistema y que van desde el consumo compulsivo y el culto al cuerpo hasta el reconocimiento social de sus autopercepciones por más delirantes que sean. Marcuse llama a esto «conciencia feliz», que define como «la creencia de que lo real es racional
y que el sistema entrega los bienes», lo cual refleja «un nuevo conformismo que se presenta como una faceta de racionalidad tecnológica y se traduce en una forma de conducta social». Sin embargo, esta “conciencia feliz” parece no ser suficiente para ocultar del todo el profundo malestar existencial de los individuos, porque no se puede ser feliz si la mayoría del entorno no lo es.
Aldous Huxley intuyó en “Un mundo feliz” (1932), que el sometimiento del individuo se da a través del placer, pero, como añade en uno de sus ensayos, para que ese placer inoculado sea efectivo se hace necesaria una forma adicional de control social, el cual se da a través de las drogas. “Con más o menos frecuencia, y mayor o menor intensidad,
hombres y mujeres se disgustan con el mundo en el que viven y con la personalidad que les brindaron la naturaleza y la crianza [por lo cual] el único modo racional de abordar el problema de la droga y la bebida es […] hacer de la realidad algo tan decente que los seres humanos no estén constantemente deseando escapar de ella…”, escribió.
Otra visión futura de este presente, y en cierto modo complementaria a la de Huxley, es la que concibió George Orwell en “1984” (1949). En esta novela el control social se da a través de la vigilancia de los individuos que ejerce el ojo del “Gran Hermano”, a cuyo pensamiento único y neo lengua están sometidos todos los individuos.
Es así que vigilancia y pensamiento único son recursos que permiten el control de la democracia y la apropiación de la lengua y de la biosfera terrestre, ambas sistemáticamente degradadas y esquilmadas, para asegurar la hegemonía capitalista.
Una hegemonía que, según muchos pensadores, politólogos y economistas, la pandemia del Covid-19 ha puesto en jaque junto a todo su andamiaje ideológico al activar de forma indiscriminada el atávico temor a la muerte de los individuos. Entonces ¿es acertado, exagerado o apresurado el pronóstico que augura el fin del capitalismo y el nacimiento de otro orden más justo y equitativo?

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