LOS FUTUROS DEL PRESENTE (SEGUNDA PARTE)

Por Antonio Tello


¿Cómo será la sociedad que surgirá tras la pandemia? ¿Superará la ciudadanía el control que ejerce el sistema sobre ella? ¿Están clausuradas las posibilidades de un mundo más justo y equitativo o aún queda alguna esperanza?

Sociedades disciplinadas y controladas

Un cuento brevísimo del guatemalteco-mexicano Augusto Monterroso dice así: “Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”. Evocándolo bien podría decirse que cuando Aldous Huxley y George Orwell imaginaron sus distopías éstas ya eran una realidad que se gestaba en el seno del sistema como una pesadilla por venir. Los futuros ya estaban en el presente.
Los filósofos de la Escuela de Frankfurt plantearon la unidimensionalidad del individuo de la sociedad industrial y su correlato la sociedad de consumo como una realidad. “Una de las principales observaciones que hicieron estos pensadores, en cuyo horizonte estaba la emancipación y libertad del individuo – apunté en “Diccionario de voces políticas”- era que los sistemas políticos modernos –fascismo, comunismo y liberalismo capitalista occidental-, tenían como arma la razón instrumental (según la cual el fin justifica los medios), para ejercer el control social de la cultura de masas y, a través de culturas e ideologías falaces, alienar la sociedad sometiéndola a los intereses de las elites dominantes”.
Otros pensadores, como György Lukács y Antonio Gramsci, consideraban que, entre otros factores, el arte, la literatura, la ciencia, etc. eran vehículos utilizados por el capitalismo para generar un sentimiento de alienación que condiciona la capacidad individual y colectiva del individuo para dinamizar la historia y protagonizarla acorde con los intereses del sistema. Este sentimiento de alienación cosifica al ser humano y da a las cosas un valor acorde con el precio que fija el mercado. De este modo, el capitalismo no sólo tiene el control de la economía, la política y del aparato represivo del Estado, sino también la cultura. Asimismo, a través de los medios de comunicación, los ideólogos del capitalismo crean una realidad falsa y manipulan la opinión pública adormeciendo o anulando el sentido crítico y las capacidades creativas del individuo.
Michel Foucault y George Deleuze ampliaron este campo de análisis abordando la educación del individuo en las que aquél llamó sociedades disciplinarias, preludio de las actuales sociedades de control. Para el primero, la formación disciplinaria del individuo se da en espacios acotados. En estas instituciones –hogar, escuela, ejército, fábrica/oficina, cárcel, etc.-, el individuo es instruido para ser útil al sistema y no a la comunidad. A través de estas instituciones se forman sujetos tan fuertes e individualistas como dóciles y obedientes, para que interactúen en sociedad según las pautas ideológicas y conductuales del sistema. Para el segundo, la evolución científica y el perfeccionamiento de los recursos tecnológicos han puesto fecha de caducidad a estas instituciones formativas e iniciado una fase determinada por la sociedad de control que no sólo las liquidará sino que abrirá los espacios para lograr, paradójicamente, un mayor aislamiento de los individuos mediante vallas digitales y una más exhaustiva vigilancia sobre ellos. “Es posible –escribe Deleuze- que los más duros encierros lleguen a parecernos parte de un pasado feliz y benévolo frente a las formas de control en medios abiertos que se avecinan”.
El efecto inmediato de la pandemia del Covid-19 al universalizar la presencia de la muerte ha sido descorrer el velo que ocultaba los mecanismos interiores del sistema, definitivamente orientado por las premisas que el fundamentalismo neoliberal consagró en 1989 en el llamado Consenso de Washington. De acuerdo con éste, las elites capitalistas han acelerado desde entonces los planes de debilitamiento del Estado (privatizaciones, desmantelamiento de los servicios públicos, descrédito de la política y de las instituciones, etc.), y la progresiva sustitución de las democracias parlamentarias por el sistema de libre mercado, para lo cual se requiere un exhaustivo control de los ciudadanos y su apartamiento radical de la vida pública. De modo que el verdadero peligro que se cierne sobre la sociedad futura no son tanto los llamados “regímenes populistas” como los totalitarismos económicos, que recurren a las doctrinas de seguridad nacional, que en las décadas de los 60 a 80 del siglo XX alentaron las medidas político-militares con las que las dictaduras latinoamericanos persiguieron y reprimieron a los opositores, y ahora propician políticas económicas de presunta defensa de la economía nacional, pero que, como las otras, tienen un carácter represivo contra los ciudadanos, especialmente contra aquellos que hacen uso de la tecnología al margen de las grandes corporaciones, como por ejemplo las cargas impositivas que se aplican a quienes utilizan particularmente las energías solar o eólica.
Con el pretexto de un enemigo difuso que amenaza al Estado, las elites del capitalismo promueven medidas extremas de control generalizado (espionaje de las comunicaciones privadas, videovigilancia extensiva de lugares públicos, controles aeroportuarios, vigilancia y control en red, aplicaciones de seguimiento y formación de perfiles mediante aplicaciones en teléfonos móviles y ordenadores, tarjetas de crédito e incluso de tarjetas de puntos de supermercados y otros comercios, etc.), destinadas a mantener su hegemonía sin oposición.
En las sociedades de control, del mismo modo que ya no son necesarios los golpes de Estado, en todo caso se dan golpes de mercado, tampoco es necesario el encierro institucional de los ciudadanos en escuelas, cuarteles, fábricas, cárceles, etc. En las sociedades de la era digital el tiempo y el espacio abiertos –los canales on line- crean la fantasía de una libertad que en realidad es un tipo de encierro mayor. El tiempo del trabajo en casa, que la pandemia empieza a extender, es completo. No hay respiro para el trabajador, quien permanece confinado en su casa y sujeto a su computadora y preso de la tarjeta de crédito, de las deudas, de la precariedad salarial y de la amenaza que supone que otro le quite la tarea. En esa libertad de horarios no se puede distraer porque el Gran Hermano calibra su rendimiento, conoce su opinión política, sus preferencias, sus gustos, sus diversiones, todo lo necesario para orientar sus hábitos de consumo y consolidar su sujeción al sistema. Las sociedades de control obligan al individuo a una formación permanente para no perder el puesto que le ha sido asignado en el complejo productivo de la macroeconomía capitalista.

Como parte de este proceso coercitivo propio del totalitarismo económico-político, los partidos políticos que responden a las oligarquías locales encuentran en el discurso nacionalista y en la agitación de las banderas patrias un medio para conservar la cuota de poder que se atribuyen en el señorío. En este mismo contexto de agitación identitaria, otros grupos sociales hacen suyos erróneamente los argumentos de los nacionalismos excluyentes para reivindicar derechos alzando literalmente sus propias banderas que los separan, aún más que los prejuicios morales, del resto de la comunidad y de la posibilidad de asumir proyectos comunes a la ciudadanía en general y a la clase trabajadora en particular.
Al mismo tiempo y partiendo de la idea de que toda arquitectura de poder se sustenta en un determinado flujo de información que afecta a la psicología colectiva y a la consideración de los valores éticos de una sociedad, en las últimas décadas asistimos a constantes ataques a la lengua provocando desplazamientos interesados de los campos semánticos y al nacimiento de neo lenguajes excluyentes, como el mal llamado lenguaje inclusivo, que favorecen la división y el control de la población.
Las mentiras, los bulos y todo aquello que constituye la llamada “posverdad” son factores que tienden, desde los sentimientos y las percepciones de una individualidad degradada, al desprestigio de la razón y la distorsión de la realidad. Este imperio de los sentidos ha abierto, especialmente mediante a las redes sociales, más campo a la violencia y el odio que a la empatía. Mediante las mentiras y la demagogia las elites inescrupulosas obvian la realidad y los valores éticos que deberían guiar las conductas de los gobernantes y sus gobernados, entre quienes hay grandes bolsas de población que sufren las injusticias y desigualdades sociales naturalizadas por el sistema; personas víctimas de la pobreza, la precariedad, el hambre y la mortalidad.
Así, las emociones alentadas por la sociedad de control son instrumentalizadas para incentivar la competencia y estimular la ira hacia el otro mediante la descalificación, el menosprecio y el insulto. Esto explica que las polarizaciones políticas e ideológicas no se deban tanto a simples desacuerdos sobre algunos asuntos sobre los que no sería difícil el consenso, sino al rechazo emocional y sectario inoculado, el cual se retroalimenta sin solución de continuidad. Esta confrontación permanente de desprestigio del otro, el uso instrumental de la comunicación y el debilitamiento del lenguaje favorecen tanto al control ejercido por el sistema como a la emergencia de los nacionalismos y los grupos identitarios.

Puntos de fuga y la rebelión posible

“El hombre de la sociedad de masas alienado por la división del trabajo –escribí en “¿Se acabaron las revoluciones?”- se caracteriza por la anomia, el individualismo y la insolidaridad, Este “hombre unidimensional”, que constituye un elemento clave sobre el que se asienta la sociedad capitalista, es incapaz de pensar en una revolución que lo resitúe en la historia y lo emancipe del orden económico; es incapaz de rebelarse contra las inexistentes leyes del mercado”, porque ha sido despojado del deseo de una revolución posible. Su pensamiento acrítico rechaza la complejidad democrática como quien rechaza una lectura exigente, y lo lleva a la indiferencia o a la aceptación de las consignas simplistas tras las cuales se ocultan las desigualdades y las injusticias sociales y un modelo de progreso sustentando en la explotación de las masas y en el saqueo sostenido de la naturaleza. ¿Significa esto que no hay salida posible? ¿Significa esto que estamos en el infierno y, según Dante, hemos de perder toda esperanza?
Como hemos visto, el capitalismo ha desarrollado durante siglos un soberbio aparato ideológico, político y económico que le permite mantener su economía y el control de todo. Sin embargo, dicho control con ser inmenso no es absoluto. Hay puntos de fuga que los ciudadanos pueden potenciar creando nuevos espacios para transformar la realidad opresiva.
La omnipresencia de la muerte ha dejado al desnudo la pobre experiencia personal y colectiva que acarrean los mecanismos del “capitalismo tecno-financiero”, que se traduce en las limitaciones del conocimiento, en el uso exclusivamente mercantilista de los productos de la ciencia y la técnica, en el empobrecimiento léxico y las manipulaciones del lenguaje, y en la aterradora mediocridad de la cultura y el arte contemporáneos en forma de novelas, cuentos, poemas, piezas de teatro superficiales, composiciones musicales sentimentales y vulgares, y cuadros y esculturas tan pretenciosos como aburridos. Casi todo, el subproducto de una autopercepción emocional que, desdeñando la racionalidad, ha llegado hasta el delirio de negar la esfericidad del planeta o las realidades biológicas.
Asimismo, la omnipresencia de la muerte ha descubierto de modo brutal la inutilidad de los abultados presupuestos militares frente a los destinados a la investigación científica y tecnológica, a la cultura y a la educación, y ha expuesto la debilidad de una ciudadanía militarizada y anulada por el miedo y la ignorancia, que los acepta y vota a través de sus representantes, cuya voluntad política es impotente ante la aceleración digital del proceso comunicativo y la automatización de los mecanismos del sistema financiero, que operan al margen de cualquier soberanía política. Como dice el filósofo italiano Franco Berardi “la sociedad conectada, hiperveloz [que nos expone a una masa creciente de estímulos que no podemos elaborar ni conocer en profundidad] escapa a la forma moderna de gobierno, escapa a la voluntad y a la racionalidad”.
Si bien estos no parecen tiempos para movimientos revolucionarios y menos a tenor del fracaso de los ocurridos en el siglo XX, que cayeron en la trampa de reproducir el modelo de ejercicio de poder de aquel que se quería reemplazar, las puertas a otra realidad no están clausuradas. Aún cabe la posibilidad de micro-revoluciones que cada uno pueda emprender en sus pequeñas áreas de influencia, como son el hogar, el trabajo, las amistades, la escuela, etc. En estos ámbitos, el individuo que toma conciencia de su alienación puede empezar a resolver algunas desigualdades e injusticias y a sacudirse los prejuicios que sostienen la perversa ética del sistema. Las micro-revoluciones son manifestaciones individuales de una voluntad de bien común opuestas a la naturaleza opresora del sistema capitalista; no están destinadas a una hipotética toma del poder, sino a potenciar los puntos de fuga del sistema, para cambiar la realidad impuesta por el totalitarismo económico neoliberal.
Si se piensa que el acto creador del artista es un acto de resistencia contra el olvido y la muerte ¿por qué no pensar que todo acto imaginativo e inteligente puede ser un acto de resistencia a la opresión y una herramienta de la voluntad para abrir nuevos espacios fuera de la soberanía del capitalismo y sus mercados? Obsérvese, por ejemplo, que los portavoces del sistema anuncian el derrumbe de la economía mundial como consecuencia de la pandemia. Pero la economía de la que hablan no es la real que hace a la vida de las personas, cuyo dolor y sufrimiento no cotiza en bolsa y la muerte es reducida a valor estadístico. Pero, también obsérvese que si de acuerdo con los análisis de los ideólogos del neoliberalismo, el sistema se tambaleó en 2008 debido a la crisis derivada del colapso financiero, entonces ¿de dónde salen ahora las ingentes cantidades de dinero que los gobiernos destinan para hacer frente a la pandemia, incluso en países al borde de la quiebra como Argentina?
La pandemia del Covid-19 ha puesto al descubierto la necesidad de enunciar una ética ciudadana y de fortalecer el Estado democrático, que garantice la libertad republicana, los derechos, la salud, la educación y el bienestar de todos sus ciudadanos frente a los desmanes del capitalismo salvaje y a los efectos perniciosos de la demagogia de los nacionalismos excluyentes y de las tribus sexuales y religiosas y sus jergas particulares.
Si la experiencia es fuente de conocimiento, como dice Emilio Lledó, la experiencia de la pandemia ha dejado muchas enseñanzas que deberían servir para hacer de este mundo un lugar más habitable para sus criaturas.
En estos días de aislamiento planetario, apartada la humanidad del ruido del sistema, puede comprobarse que el tiempo discurre más lento y propicio para un pensar que rescate la cordura del vivir. Este es el tiempo humano y del conocimiento, en el que la razón y la sensibilidad laten juntos. No olvidemos que la partícula latina “cor” (corazón) está presente en las palabras acordar, concordar, recordar y misericordia, coraje, cordialidad, cordura, concordia, pero cuando la ignorancia y la estupidez prevalecen en el corazón humano desplazando a la razón, también en la palabra discordia.

La fragua de la impotencia política para afrontar los problemas que acarrea la deshumanización del sistema es la pérdida de la razón y del pensamiento crítico del individuo cosificado y esta impotencia política impide la vigencia de la democracia como espacio de bien común. De aquí que si se desea recuperar el tiempo y el espacio humanos, el individuo debe procurar que las fuerzas intelectuales y técnicas de la sociedad se orienten hacia una idea de progreso distinta del acumulativo y depredador que ha naturalizado el capitalismo. Estas energías surgidas del conocimiento y la creatividad deberían concebir una realidad en la que el desarrollo científico y tecnológico y el espiritual sean armónicos, pues sin espíritu no hay progreso humano. En el nuevo paradigma de progreso, la vida del individuo debe emanciparse de la relación con el trabajo asalariado para orientar sus facultades intelectuales y abrirse a su potencialidad afectiva, de modo que el conocimiento y el desarrollo tecnológico estén supeditados al servicio del bien común y la realización de su felicidad.
El individuo que sobreviva a la pandemia seguramente hallará un mundo en el que el virus habrá cambiado el código con el que los humanos se relacionaban [¿Cómo nos saludaremos? ¿Volveremos a besarnos y a abrazarnos? ¿Compartiremos una misma botella de cerveza? ¿Huiremos del hacinamiento de las grandes urbes?].
Charles Baudelaire inicia “Correspondencias”, uno de los poemas fundadores de la poesía moderna, con estos versos: “Naturaleza es un templo donde vivos pilares / dejan, a veces, salir confusas palabras; / el hombre pasa a través de bosques de símbolos / que lo observan con miradas familiares”. Pensemos que ese hombre que atraviesa los bosques de símbolos, hoy se encuentra ante la oportunidad de reinterpretarlos para una convivencia social más armónica.
Si consideramos la poesía como un principio activo de belleza y armonía, quizás el individuo humano que sobreviva a la pandemia debería potenciar la dimensión poética del lenguaje para establecer una relación más cercana con el quehacer tecnológico y, como afirma Berardi, “reabrir lo indefinido en nuestro tiempo”, ya que “cuando el ingeniero interactúa con el artista, sus máquinas tienen la intención de ser útiles para la sociedad y reducir el tiempo de trabajo”, pero cuando el ingeniero “es controlado por el economista, su horizonte es el crecimiento económico”.
Potenciar la dimensión poética del lenguaje es una forma de micro-revolución que significa reinterpretar el código universal de las relaciones humanas de modo que cada uno, en su esfera de influencia, pueda cambiar los hábitos y conductas violentos e insolidarios generados por la tecno dictadura del capitalismo especulativo; devolver a las palabras su verdadero patrón significativo para redefinir la utilidad dándole sentido a la experiencia que nos enseña que el ser humano es tan frágil como pensante y que, como tal, para su bienestar no necesita una economía basada en la especulación financiera, la deuda crónica ni la producción militar, y, finalmente, potenciar la dimensión poética del lenguaje significa restaurar la confianza en la política para asegurar que las instituciones democráticas garanticen la libertad, los derechos y el bienestar de los ciudadanos, la paz social y mundial, el respeto de la naturaleza y la salud del planeta. Ya lo dijo George Steiner en Lenguaje y silencio, “mientras no podamos devolver a las palabras en nuestros periódicos, en nuestras leyes y en nuestros actos políticos algún grado de claridad y de seriedad en su significado, más irán nuestras vidas acercándose al caos. Vendrá entonces una nueva edad oscura”
En definitiva, que la experiencia de la pandemia sirva para cambiar o no un sistema inhumano que lleva al mundo a una catástrofe inimaginable depende de que cada uno haga su micro-revolución con eficacia y obligue cuanto antes a los gobiernos a cambiar el rumbo.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *