EL IMPERIO DE LOS SENTIDOS

Por: Antonio Tello


La [sub] cultura de autopercepción que se promueve extramuros de la razón como forjadora de una realidad, que resulta tan falaz como visceral y funcional a las estrategias del poder hegemónico que neutralizan el deseo de aspirar a un mundo más racional e igualitario.

El profundo malestar existencial que la pandemia ha hecho más visible y palpable revela los efectos negativos de una concepción del progreso basado en la explotación y la alienación masiva de los individuos y en la corrupción y destrucción de la naturaleza por parte de las elites de poder configurando una realidad alienada que las realidades autoperceptivas que se le oponen no contribuyen a cambiar y acaban siendo funcionales a ella.

La dificultad de pensar en las sociedades industrializadas es, probablemente, una las causas principales del profundo malestar existencial –soledad, frustración, insatisfacción, ignorancia sobre el origen y el final de la vida, etc.- que se manifiesta con un sentimiento de extrañeza, según lo enunciaron algunos filósofos y escritores existencialistas, como Jean-Paul Sartre y Albert Camus, entre otros. Pero, aunque no fuese posible encontrarle un sentido explícito a su misteriosa aparición en el cosmos ni tampoco aliviar su angustia existencial, el pensar otorga al ser humano conciencia de sí, la cual le permite, en tanto ser viviente racional, desplegar su racionalidad en el orden del mundo. Sin embargo, para pensar, como dice Martín Heidegger, el ser humano ha de aprender a hacerlo. Dicho de otro modo, el pensar no es fuente de conocimiento, sino recurso y disposición a adquirirlo a través de la reflexión y la experiencia.

En las cada vez más deshumanizadas y cosificadas sociedades capitalistas, al individuo se le ha anulado su capacidad de pensar, imaginar y tomar conciencia de la realidad que vive y de la que es parte. Este individuo alienado, integrado a la masa explotada, apenas se reconoce como pieza del engranaje represivo del sistema y se muestra impotente para escapar de esa realidad unidimensional en la que está atrapado, como explica Herbert Marcuse. De modo que neutralizadas sus capacidades para pensar e imaginar como ser racional, el individuo alienado cae en la tentación de los sentidos para percibir la realidad y es esta realidad emocional e irracional que percibe su yo la que proyecta como opuesta a la realidad unidimensional del sistema. Pero ambas realidades son campos propicios para la falsedad, la exasperación, la violencia y la ignorancia, que es “raíz del mal”, como afirma Emilio Lledó; ambas realidades están atravesadas por la irracionalidad en tanto niega una y carece la otra la conciencia de humanidad que nace del pensamiento.

En la ausencia de pensamiento, sobre todo de pensamiento crítico, se gestan los males de nuestra civilización y el desconocimiento del ser humano como especie; en esta ausencia se fraguan la vulgarización del arte, la cultura y la ciencia; el menoscabo de la política, de las instituciones y de cualquier organización humana que tienda al bien común, y los delirios y paranoias acientíficas, que facultan el imperio de la razón instrumental y de los sentidos. Factores que son la fuente del pensamiento único en favor del cual se revuelven los agentes de la intolerancia. La intolerancia impide pensar y sin pensamiento no hay diálogo. Sin pensamiento sólo hay destrucción, aniquilación.

La realidad unidimensional y la [contra] realidad emocional son caras del mismo sinsentido en el que agonizan las voluntades de aprender y de reconocerse en el otro. En el anverso, la perversa realidad naturalizada por el sistema, y en el reverso, la distorsionada realidad autopercibida que proyecta el yo singular y singularinzante del individuo alienado, dado que el sistema, del mismo modo que ha perfeccionado sus recursos para ocultar sus mecanismos represivos, también ha aumentado su capacidad para absorber y utilizar a su favor cualquier forma de oposición. Así resulta que ambas realidades son funcionales al poder en tanto responden a la misma dinámica disgregadora que impide el desarrollo de sociedades más justas e igualitarias, donde los individuos se vean colectivamente en su humanidad como seres soberanos y solidarios, despojados de banderas nacionales o tribales, políticas, religiosas, raciales, étnicas o sexuales.

Una de las enseñanzas que nos deja la historia es que el germen de la civilización occidental y de sus sistemas de gobierno fue, antes que el soberbio cimiento cultural y político grecorromano, la aportación de los recursos simbólicos del sistema religioso hebreo, cuya divinidad, en un momento de su historia, fue abstraída de la representación física y prohibida la pronunciación de su nombre haciendo que todo su poder fuese incomparable e indestructible para los dioses enemigos y sus adoradores al colocarse fuera de la razón humana, en la fortaleza de la fe. El capitalismo occidental ha seguido un proceso semejante y en la era en que los dioses parecen haber muerto, ha naturalizado una perversa idea del paraíso terrenal presidida por la deidad laica del mercado, cuyas leyes bajan cada día del monte los mentores de su poder legitimándolas a través de la educación normativa y de los medios de comunicación de masas y las redes sociales, entre otros canales.

Así, los individuos, confinados en vastos campos de representación simbólica, alienados e impotentes para pensar y razonar, sienten que la Tierra Prometida es el mundo que aceptan o el que perciben a través de sus sentidos. La autopercepción se convierte así en una suerte de pulsión constructora de una realidad que se extiende como una pandemia a medida que muchos se reconocen o dicen reconocerse en ella a causa de sus intereses o sentimientos particulares. Pero esta igualmente es una realidad alienada y, por lo tanto, distorsionada que acaba siendo complementaria y funcional a la otra.

La literatura y la historia también aquí dan cuenta de la falacia de estas realidades irracionales. En el siglo XIV, el infante don Juan Manuel en “El conde Lucanor”, y en el siglo XIX, Hans Christian Andersen relatan las aventuras de un humilde sastre que se atreve a decir lo que ve y lo que realmente ve es el rey desnudo y no vestido como asegura la falsa realidad cortesana. Esta fantasía literaria tiene su dramático correlato histórico en el siglo XVIII, cuando llega al trono español el primer rey de la familia Borbón. Durante treinta años Felipe V aseguraba a sus cortesanos que estaba a punto de morir, pero como veía los gestos de incredulidad repetía, “es triste no ser creído, pero no tardaré en morir y se verá que tenía razón”. Pero esta no era la única locura del soberano español. En ocasiones pretendía montar un caballo pintado en un tapiz del palacio al cual percibía como real, y en otras decía ser ser una rana y croaba y saltaba como tal mientras los nobles y la servidumbre aceptaban esta realidad sin atreverse a contradecirlo. El rey y todos ellos eran ranas.

El rey desnudo del cuento y la vivencia patológica de Felipe V como rana ejemplifican realidades autoperceptivas que distorsionan la realidad evidente al mismo tiempo que requieren de la mentira y la estupidez así como de la neutralización del pensamiento crítico y la corrupción de la racionalidad. Esta patología individual puede resultar peligrosa para la salud social cuando se proyecta sobre el cuerpo social, económico y político para cambiar a través de ella las estructuras de la realidad y acomodarla al mundo autopercibido. Algo de esto sucede con algunos colectivos que emplean el señalamiento de las diferencias y la afirmación de las singularidades individuales en situación de marginalidad y subalternidad como estrategia para debilitar los lugares normativos hegemónicos aun a costa de malversar la realidad evidente. Algo así como quien sintiéndose pingüino en lugar de ser humano desea que todos los demás vistan una especie de frac y utilicen como código de comunicación el lenguaje de los pingüinos.

Lo errado de esta estrategia radica en que la subjetividad no es el espacio donde se hacen visibles las relaciones de poder, antes bien, el uso de conceptos demasiado rígidos e imprecisos, como patriarcado, por ejemplo, impiden ver la heterogeneidad de las fuerzas que componen el poder al mismo tiempo que la consideración de la sexualidad como arma del mismo problematiza y desnaturaliza el régimen heterosexual, e impide precisar los verdaderos mecanismos de sujeción de los individuos humanos. Como sugiere Félix Guattari, tampoco se puede tomar “la subjetividad como algo dado, como algo configurado por las estructuras universales de la psique”, porque el inconsciente no es estructural, sino “procesual”, es decir que el inconsciente no es una construcción sino la disposición mental que proporciona los elementos básicos para el conocimiento y activa los mecanismos y prácticas reflexivas que contribuyen a su asimilación. En este sentido, la subjetivación tampoco puede vincularse ni subordinarse a la identidad ni a los modelos de representación sin generar lo que Suely Rolnik, psicoanalista colaboradora de Guattari, llama “malestar en la diferencia”. Un malestar cuyo síntoma principal es la dificultad para hallar una representación identificatoria en los diferentes registros de la realidad, ya sea en las relaciones sociales o en la lengua común o cualquier otro código de comunicación. Esta dificultad es uno de los principales factores que determinan que los particularismos autoperceptivos –sociales, sexuales, raciales, etc.- se vean en la necesidad de gremializarse como atajo a la universalidad y a la construcción de un código artificial.

Según Félix Guattari, la psique es el resultado de múltiples y variados componentes a partir de los cuales se desarrollan los códigos de comunicación verbales y no verbales y las relaciones con las conductas individuales y sociales, los espacios habitacionales, etc. Acaso por esto, los códigos de comunicación fueron especial objeto de atención desde el final de la Segunda Guerra Mundial y en plena Guerra Fría, cuando Occidente inició una vasta operación propagandística que incluyó a los medios de comunicación de masas para imponer su hegemonía cultural frente al bloque oriental. En este contexto de confrontación ideológica y bajo la etiqueta de la “corrección política” la lengua fue objeto de serios ataques que afectaron la semántica del campo léxico desplazando o debilitando la carga significativa, especialmente la ética de algunos vocablos, a fin de ocultar la depredación de los recursos naturales y la explotación humana, los abusos y el horror que cometían los gobiernos de las grandes potencias y de sus dictaduras satélites.

Según Stanislaw Lem, uno de los padres de la ciencia ficción moderna, “cuanto más alta es la civilización, más esencial resulta mantener la circulación de las informaciones; tanto más sensible es [la civilización] a cada perturbación de dicha circulación”. En nuestros días, las redes sociales no sólo reflejan ese aumento de la información y de los flujos de subjetividad que representa la opinión pública, sino también las perturbaciones y las distorsiones significativas de la lengua. Un ejemplo sencillo y directo está en el vaciamiento conceptual que en las redes se ha hecho de la palabra “amigo” que, desde lo racional y emocional, es aquel que se reconoce en el otro y de quien es cómplice afectivo independientemente de que piense o no igual, comparta o no creencias religiosas o políticas o sea o no de la misma raza, etnia o clase social. Tal sentimiento es fruto de la conciencia de humanidad que alimenta el acto de pensar, pero a menor capacidad de pensar más visceral y subjetiva se vuelve la conducta, menor es el espacio para el conocimiento y más reducido el alcance de la política como vehículo de bien común. Igualmente, más vulnerable es el individuo a las manipulaciones del poder o de quienes lideran las minorías marginales donde se refugia. En ese campo de dominio de lo subjetivo, cualquier recurso destructivo se vuelve válido y justifica las conductas intolerantes tanto de quienes se enrolan con el poder como de aquellos que dicen reivindicar una sociedad más justa e igualitaria.

Así, el supremacismo blanco anglosajón y protestante de EE.UU. no sólo ha mantenido los mitos segregacionistas contra la población afroamericana y la indígena superviviente de su genocidio, sino que hace algunas décadas reactivó su propaganda contra la “amenaza” mexicana generando movimientos anti hispánicos. Como en los siglos en que Inglaterra y el Imperio español se disputaban la conquista y colonización del continente, han resurgido los términos de la leyenda negra, conforme a la cual los españoles fueron los causantes del genocidio. Dichos términos que fundamentan falsedades históricas se utilizan como fundamentos de una vasta campaña de desprestigio de la cultura hispana, que algunos académicos latinoamericanos, generalmente descendientes de españoles, han acabado asumiendo, del mismo modo que algunos sectores feministas han aceptado sin mayores reparos críticos la ideología de género, lanzándose unos y otros a cuestionar sin rigor metodológico el pasado latinoamericano y a desplazar o derribar estatuas de personajes hispanos o a vulnerar la morfología de la lengua con la pretensión de crear una especie de lengua transgénica que se corresponda con sus realidades autopercibidas, donde, junto a la realidad alienada, se fraguan violencia e intolerancia.

Estas y otras distorsiones se deben a que la realidad autoperceptiva desencadena un proceso que forja su propio modelo, el cual se plantea como un paradigma estético antes que científico, para construir identidades particulares que, desde la marginalidad, son proyectadas sobre la sociedad con el objetivo de romper lo que llaman “construcciones culturales hegemónicas”. Pero, las rupturas conceptuales que propone este proceso, al desvirtuar lo universal, desconocer el bien común y carecer de base racional y de normas trascendentes, resultan meramente enunciativas y flotan, en el confuso y confundido imaginario de los grupos que las promueven, como flotan los camalotes en las aguas de los ríos y lagunas, sin conseguir un verdadero enraizamiento.

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