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APROPIACIÓN CULTURAL INDEBIDA

Por: Antonio Tello


La apropiación de bienes culturales –tangibles e intangibles- está ligada desde antiguo al colonialismo y al capitalismo, y considerada negativamente desde mediados de la década de los 70 del siglo XX. Una definición precisa de la noción favorecería dilucidar lo positivo y lo indebido de la apropiación evitando el celo radical de los vigilantes de la corrección política que daña, confunde y desvirtúa un sano y enriquecedor factor de progreso.

El saqueo colonialista ha sido la principal fuente de fondos que ha nutrido los grandes museos europeos, especialmente los de Alemania, Gran Bretaña y Francia, donde se pueden ver piezas procedentes de Medio Oriente, Asiria, Babilonia, Antigua Grecia, Egipto y de otras partes del mundo, como la isla de Pascua. Un saqueo que nadie cuestionó hasta que algunas personas de los países damnificados empezaron a reclamar lo que les pertenecía, como es el caso de Melina Mercouri, la inolvidable actriz de “Nunca en domingo”, cuando fue designada ministra de cultura de Grecia (1981-1989). En 1983, la actriz griega se dirigió de este modo al Parlamento británico:

“Ustedes deben entender lo que los mármoles del Partenón significan para nosotros. Son nuestro orgullo. Son nuestros sacrificios. Ellos son el más noble símbolo de nuestra excelencia.
Son el tributo a la filosofía de la democracia. Son nuestras aspiraciones y nuestro nombre. Ellos son la esencia de lo griego […] Le decimos al Gobierno británico que ellos han guardado esas esculturas por dos siglos y las han cuidado tan bien como han podido, por lo cual les damos las gracias, pero, en nombre de la equidad y la moralidad, por favor, devuélvanlas”.

Pero el encendido discurso de Mercouri apenas si surtió efecto en los británicos y no fue hasta 2008 que el Reino Unido devolvió sólo un fragmento de un friso del Partenón.

Recientemente, en 2017, la Corte Constitucional de Colombia instó a su Gobierno a iniciar ante España las gestiones para la devolución del llamado Tesoro de los Quimbaya, 122 piezas de oro precolombinas, que en 1893, el entonces presidente colombiano, Carlos Holguín, donó imprudentemente al Gobierno español sin tener en cuenta ni su valor cultural y artístico ni sus límites para disponer de un bien emblemático de la cultura colombiana. Este ejemplo pone de manifiesto que no siempre las apropiaciones son fruto del robo explícito sino también de la falta de sensibilidad o de respeto de las autoridades locales con su propio patrimonio cultural.

La noción de apropiación cultural en un sentido amplio alude a la adopción de elementos propios de una cultura por parte de otros ajenos a ella o bien a la violación de los derechos de propiedad intelectual. Tanto los elementos como los límites de la propiedad se presentan difusos, sobre todo cuando no están focalizados en obras o creaciones artísticas, sino en producciones simbólicas, ya sean folclóricas, religiosas, etc., y esto da pábulo a los excesos con que ciertos defensores desvirtúan la justicia de una causa. De hecho, la apropiación cultural puede ser considerada como un movimiento genuino del proceso civilizatorio. No hay ninguna cultura en la historia de la humanidad que no haya progresado sin establecer vías de donaciones y apropiaciones con otras. En todo caso, los robos y usurpaciones se verifican en el orden patrimonial o cuando los elementos propios son enajenados por una cultura impidiendo que la afectada pueda seguir usándolos o beneficiándose de ellos.

Picasso tomó de la pintura egipcia antigua y de las máscaras africanas los principios plásticos básicos que dieron lugar al cubismo; George Lucas se inspiró en “La fortaleza escondida”, de Akira Kurosawa y este tomó elementos occidentales de Shakespeare, Dostoievsky y Hammet, entre otros, y, entre infinidad de otros ejemplos, ahí tenemos nuestro alfabeto, fruto de un largo proceso de adopción y modificación de grafías y fonéticas que tienen su cuna en las lenguas y escrituras semíticas, egipcias y griegas, o la “apropiación” occidental de los números arábigos y del número cero y del sistema decimal indio para las matemáticas. Esto significa que así considerada la apropiación cultural es un modo de adoptar, transformar y crear un nuevo elemento resignificado a partir de una comunicación entre lo propio y lo ajeno cuyos límites se difuminan en beneficio del progreso humano.

Desde este punto de vista no debe confundirse este tipo de apropiación con aquella cuyo propósito es el uso y disfrute egoísta de un bien cultural generado por un individuo o una comunidad. Se trata en este caso de una apropiación cultural indebida que daña los intereses de un grupo o comunidad u ofende las creencias de sus creadores. Es en este apartado en el que se encuadran las usurpaciones de autoría, sobre todo en música y literatura, o los plagios literarios.

El rey león y otras historias de despojos

Así como los países colonialistas se apropiaron indebidamente de miles de piezas arqueológicas de antiguas culturas, la historia de la música y la literatura está plagada de casos de flagrantes que han causado graves daños económicos y morales a los autores originales de las obras. Un caso interesante que si bien ya había salido a la luz algunas décadas atrás, volvió a la actualidad tras el éxito mundial de la película animada “El rey león”, estrenada en 1994 y reestrenada en 3D en 2014, cuando en 2004 los herederos del autor de la canción “Mbube” o “The Lion Sleep Tonight” (“El león duerme esta noche”) antepusieron una demanda a la compañía Walt Disney reclamando las correspondientes regalías.

Pero esta historia venía de lejos, allá por 1939, en Johannesburgo (Sudáfrica), cuando un obrero zulú de nombre Salomon Linda y los amigos con los que formaba el grupo vocal Evening Bird, entraron en el estudio de grabación de un blanco llamado Eric Gallo y grabaron con un rudimentario acompañamiento instrumental la rítmica “Mbube” (El león). A pesar de que la canción se convirtió en un éxito y por años la música de los coros zulúes fue llamada mbube, Linda y sus amigos recibieron a modo de compensación media libra esterlina y continuó barriendo y acomodando bultos en los galpones de “Gallo Records”.

Pero, doce años más tarde “Mbube” había traspasado las fronteras del país y del continente y llegó a oídos de Pete Seeger, quien no dudó en incorporarla a su repertorio llamándola “Wimoveh”. Pero no sólo cambió el título de la canción sino también el nombre de su autor, quien pasó a ser Paul Campbell, seudónimo utilizado para cobrar las regalías cuando se grababan piezas folklóricas. Pero Seeger no disfrutó mucho del éxito, ya que fue perseguido y censurado por el macarthismo, de modo que “Wimoveh” quedó en el aire hasta que en 1961, la RCA encargó a George Weiss que la adaptara para el grupo The Token. Weiss hizo los pertinentes arreglos para una canción de cuna pop llamada “The Lion Sleep Tonight”, cuyos autores pasaron a ser el arreglista y los productores Luigi Creatore y Hugo Peretti. El 8 de octubre del año siguiente, en un suburbio de Johannesburgo moría Salomon Linda en la más extrema pobreza, tanta que su familia no tenía ni para pagarle una lápida. El poco dinero que Seeger había dispuesto pasarle al autor de “Mbube” recién llegó a su familia en los años ochenta.

En 1990, cuatro años antes de que Disney estrenara “El rey león”, la editorial Wimoveh llevó a los tribunales a los autores de “The Lion Sleeps Tonight” y en el curso del juicio salió a la luz el nombre de su autor original y el juez dispuso que parte de los derechos de autor fuesen a parar a la familia de Salomon Linda. En 2000, el periodista sudafricano Rian Malan, como cuenta el español Diego a Manrique en una nota publicada por el diario El País, relató el largo y tortuoso camino del mayor éxito musical salido de África. Disney, demandada en 2004, acabó pactando el pago de regalías por el uso de la canción en su exitosa película. Si bien las cantidades no han sido reveladas parecen asegurar una vida digna a los herederos de Salomon Linda.

El saqueo muchas veces sigue caminos distintos y se encarnan en saqueadores seriales, como ha sucedido con Jimmy Page, el carismático guitarrista de Led Zeppelin, una de las bandas de rock más famosas de la historia de la música pop. Page no tuvo ningún tipo de escrúpulo a la hora de atribuirse la autoría de decenas de canciones procedentes del folk y del blues a cuyos creadores originales despojó de miles de dólares. Algunos de los éxitos más grandes de Led Zeppelin como “Whole Lotta Love” o “Dazed and Confused”, resultaron ser de Willie Dixon (“You Need Love”) y de Jak Holmes.

Tampoco está clara la situación de la icónica “Starwaiy to Heaven”, que al parecer tiene partes de “Taurus”, una pieza del grupo californiano Spirit.

En el campo de la literatura también son frecuentes los robos, tanto por parte de los autores como de las editoriales. Estas últimas no sólo meten la mano en las regalías de los autores sisándoles cantidades, sino que hasta se apropian de sus creaciones. La piratería de los grandes grupos editoriales suele aprovechar resquicios que dejan las leyes de propiedad intelectual. Hay que partir de la idea de que la industria editorial funciona sobre la base de este saqueo y de la apropiación indebida de los derechos de
autor, especialmente de las llamadas “obras de encargo”, las cuales dan lugar a la expoliación de cantidades millonarias que anonimizan a los autores mediante seudónimos, diluyendo su autoría con el añadido de seudoautores (diseñadores, ilustradores, productores, editores, etc.) o lisa y llanamente quitando sus nombres de las tapas u ocultándolos en el interior.

El plagio es un recurso que no sólo afecta a autores mediocres sino también a algunos consagrados por la industria y en algunos casos dotados de cierto talento intelectual. En 1994, el español Camilo José Cela, quien había obtenido en 1989 el premio Nobel de Literatura, obtuvo el premio Planeta con la novela “La cruz de San Andrés”, que resultó ser “Carmen, Carmela, Carmiña (Fluorescencia)”, una obra creada por María del Carmen Formoso según la Justicia le dio la razón diez años más tarde.

En 2006, el premio La Nación-Sudamericana a la novela “Bolivia Construcciones”, de Sergio Di Nucci, fue revocado una vez que se constató que era un plagio de “Nada”, novela de la española Carmen Laforet con la que en 1945 había obtenido el premio Nadal y en 1948 el Fantesrath de la Real Academia Española. Ese mismo año, el premio Planeta a la novela “El conqusitador”, del argentino Andrés Andahazi, también fue cuestionado al revelarse un plagio de “Los indios estaban cabreros”, de Agustín Cuzzani. Asimismo, en 2015, el periodista Leonardo Haberkon descubrió que “Plata quemada” de Ricardo Piglia contenía párrafos enteros copiados de una crónica publicada por el diario uruguayo “Acción” en 1965, cuando se produjeron los hechos relatados en la novela. Cabe recordar que el premio Planeta concedido a “Plata quemada” también se vio envuelto en una polémica a raíz de una denuncia presentada por el escritor Gustavo Nielsen, quien consideró que había sido perjudicado, hecho que fue estimado por la Justicia que estimó que el premio había sido “redireccionado”.

La estupidez desvirtúa la causa

Del mismo modo que la ignorancia o la superficialidad que sostiene la jerga inclusiva desvirtúa la causa por la igualdad social de la mujer, los excesos y delirios de quienes dicen luchar contra la apropiación cultural amenazan con desvirtuar su sentido positivo.
Ya en 1986, el cantante Paul Simon había sido acusado de apropiación cultural por usar música africana en su disco “Graceland”, lo cual, con este criterio, cabía suponer que ningún negro podía cantar ópera o jugar al fútbol. Pero los vigilantes de la corrección política no reparan en la estupidez de sus posiciones y también cuestionaron a The Beatles por el uso del sitar, instrumento propio de la India, en la canción “Whitin Whitout You”. Más recientemente las cantantes Iggy Azalea, Rihanna y Rosalía han sido víctimas de airadas reacciones, por ser una australiana blanca que canta hip-hop, una negra de Barbados por vestir un traje tradicional chino en la portada de una revista o una española que “usurpa” la designación latina, término, según los puristas radicales privativos de la población americana de raíz hispana.
Pero quienes piensen que este es el límite de la necedad social se equivocan. Allí están para demostrarlo el escritor jamaicano Marlon James y la actriz estadounidense Scarlett Johansson también acusados de apropiación cultural. Al primero se lo condena por escribir la novela “Leopardo negro, lobo rojo”, ambientada en África, lo cual llevaría a condenar por lo mismo a Isak Dinessen, y a Sidney Pollack por dirigir la versión cinematográfica de esta novela, o a Shakespeare por escribir “Romeo y Julieta”, una historia de tradición véneta, o a Emilio Salgari por escribir la saga de “Sandokan”, cuyas aventuras transcurren en Malasia, en fin.
El caso de Scarlett Johansson raya con la idiotez, considerando que esta (idiocia) es el grado más profundo del retraso mental. La actriz, que ya había sido acusada de apropiación cultural por encarnar a una asiática en la película “Ghost in the Shell”, volvió a ser atacada y obligada a renunciar a interpretar el papel de un hombre transexual en “Rub & Tub”. En una entrevista a la revista “As If”, Johansson declaró:
“como actriz debería ser capaz de representar a cualquier persona o a cualquier animal, o cualquier árbol, porque ese es mi trabajo y esos son los requisitos de mi trabajo”.
Ante tanta ignorancia y estupidez generalizadas, que llevan hasta a una drag-queen a denunciar a la cantante Ariana Grande por plagio de su estilismo, cabe preguntarse si la actriz Tilda Swinton encarnará a David Bowie en la película biográfica del músico o si Halle Baley renunciará a su papel protagónico en “La Sirenita”, siendo ella negra y la historia escrita por el blanco danés Hans Christian Andersen o si la lengua original de difusión de “El rey león” será la kikuyu o la kiswahili en lugar del inglés. Cabe preguntarse asimismo si estos grupos tan políticamente correctos realmente están preocupados por la apropiación cultural realmente indebida que afecta a los derechos de los pueblos y de los individuos o son ignorantes funcionales a las tendencias disgregadoras y deslegitimadoras que impulsa el sistema.

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EL IMPERIO DE LOS SENTIDOS

Por: Antonio Tello


La [sub] cultura de autopercepción que se promueve extramuros de la razón como forjadora de una realidad, que resulta tan falaz como visceral y funcional a las estrategias del poder hegemónico que neutralizan el deseo de aspirar a un mundo más racional e igualitario.

El profundo malestar existencial que la pandemia ha hecho más visible y palpable revela los efectos negativos de una concepción del progreso basado en la explotación y la alienación masiva de los individuos y en la corrupción y destrucción de la naturaleza por parte de las elites de poder configurando una realidad alienada que las realidades autoperceptivas que se le oponen no contribuyen a cambiar y acaban siendo funcionales a ella.

La dificultad de pensar en las sociedades industrializadas es, probablemente, una las causas principales del profundo malestar existencial –soledad, frustración, insatisfacción, ignorancia sobre el origen y el final de la vida, etc.- que se manifiesta con un sentimiento de extrañeza, según lo enunciaron algunos filósofos y escritores existencialistas, como Jean-Paul Sartre y Albert Camus, entre otros. Pero, aunque no fuese posible encontrarle un sentido explícito a su misteriosa aparición en el cosmos ni tampoco aliviar su angustia existencial, el pensar otorga al ser humano conciencia de sí, la cual le permite, en tanto ser viviente racional, desplegar su racionalidad en el orden del mundo. Sin embargo, para pensar, como dice Martín Heidegger, el ser humano ha de aprender a hacerlo. Dicho de otro modo, el pensar no es fuente de conocimiento, sino recurso y disposición a adquirirlo a través de la reflexión y la experiencia.

En las cada vez más deshumanizadas y cosificadas sociedades capitalistas, al individuo se le ha anulado su capacidad de pensar, imaginar y tomar conciencia de la realidad que vive y de la que es parte. Este individuo alienado, integrado a la masa explotada, apenas se reconoce como pieza del engranaje represivo del sistema y se muestra impotente para escapar de esa realidad unidimensional en la que está atrapado, como explica Herbert Marcuse. De modo que neutralizadas sus capacidades para pensar e imaginar como ser racional, el individuo alienado cae en la tentación de los sentidos para percibir la realidad y es esta realidad emocional e irracional que percibe su yo la que proyecta como opuesta a la realidad unidimensional del sistema. Pero ambas realidades son campos propicios para la falsedad, la exasperación, la violencia y la ignorancia, que es “raíz del mal”, como afirma Emilio Lledó; ambas realidades están atravesadas por la irracionalidad en tanto niega una y carece la otra la conciencia de humanidad que nace del pensamiento.

En la ausencia de pensamiento, sobre todo de pensamiento crítico, se gestan los males de nuestra civilización y el desconocimiento del ser humano como especie; en esta ausencia se fraguan la vulgarización del arte, la cultura y la ciencia; el menoscabo de la política, de las instituciones y de cualquier organización humana que tienda al bien común, y los delirios y paranoias acientíficas, que facultan el imperio de la razón instrumental y de los sentidos. Factores que son la fuente del pensamiento único en favor del cual se revuelven los agentes de la intolerancia. La intolerancia impide pensar y sin pensamiento no hay diálogo. Sin pensamiento sólo hay destrucción, aniquilación.

La realidad unidimensional y la [contra] realidad emocional son caras del mismo sinsentido en el que agonizan las voluntades de aprender y de reconocerse en el otro. En el anverso, la perversa realidad naturalizada por el sistema, y en el reverso, la distorsionada realidad autopercibida que proyecta el yo singular y singularinzante del individuo alienado, dado que el sistema, del mismo modo que ha perfeccionado sus recursos para ocultar sus mecanismos represivos, también ha aumentado su capacidad para absorber y utilizar a su favor cualquier forma de oposición. Así resulta que ambas realidades son funcionales al poder en tanto responden a la misma dinámica disgregadora que impide el desarrollo de sociedades más justas e igualitarias, donde los individuos se vean colectivamente en su humanidad como seres soberanos y solidarios, despojados de banderas nacionales o tribales, políticas, religiosas, raciales, étnicas o sexuales.

Una de las enseñanzas que nos deja la historia es que el germen de la civilización occidental y de sus sistemas de gobierno fue, antes que el soberbio cimiento cultural y político grecorromano, la aportación de los recursos simbólicos del sistema religioso hebreo, cuya divinidad, en un momento de su historia, fue abstraída de la representación física y prohibida la pronunciación de su nombre haciendo que todo su poder fuese incomparable e indestructible para los dioses enemigos y sus adoradores al colocarse fuera de la razón humana, en la fortaleza de la fe. El capitalismo occidental ha seguido un proceso semejante y en la era en que los dioses parecen haber muerto, ha naturalizado una perversa idea del paraíso terrenal presidida por la deidad laica del mercado, cuyas leyes bajan cada día del monte los mentores de su poder legitimándolas a través de la educación normativa y de los medios de comunicación de masas y las redes sociales, entre otros canales.

Así, los individuos, confinados en vastos campos de representación simbólica, alienados e impotentes para pensar y razonar, sienten que la Tierra Prometida es el mundo que aceptan o el que perciben a través de sus sentidos. La autopercepción se convierte así en una suerte de pulsión constructora de una realidad que se extiende como una pandemia a medida que muchos se reconocen o dicen reconocerse en ella a causa de sus intereses o sentimientos particulares. Pero esta igualmente es una realidad alienada y, por lo tanto, distorsionada que acaba siendo complementaria y funcional a la otra.

La literatura y la historia también aquí dan cuenta de la falacia de estas realidades irracionales. En el siglo XIV, el infante don Juan Manuel en “El conde Lucanor”, y en el siglo XIX, Hans Christian Andersen relatan las aventuras de un humilde sastre que se atreve a decir lo que ve y lo que realmente ve es el rey desnudo y no vestido como asegura la falsa realidad cortesana. Esta fantasía literaria tiene su dramático correlato histórico en el siglo XVIII, cuando llega al trono español el primer rey de la familia Borbón. Durante treinta años Felipe V aseguraba a sus cortesanos que estaba a punto de morir, pero como veía los gestos de incredulidad repetía, “es triste no ser creído, pero no tardaré en morir y se verá que tenía razón”. Pero esta no era la única locura del soberano español. En ocasiones pretendía montar un caballo pintado en un tapiz del palacio al cual percibía como real, y en otras decía ser ser una rana y croaba y saltaba como tal mientras los nobles y la servidumbre aceptaban esta realidad sin atreverse a contradecirlo. El rey y todos ellos eran ranas.

El rey desnudo del cuento y la vivencia patológica de Felipe V como rana ejemplifican realidades autoperceptivas que distorsionan la realidad evidente al mismo tiempo que requieren de la mentira y la estupidez así como de la neutralización del pensamiento crítico y la corrupción de la racionalidad. Esta patología individual puede resultar peligrosa para la salud social cuando se proyecta sobre el cuerpo social, económico y político para cambiar a través de ella las estructuras de la realidad y acomodarla al mundo autopercibido. Algo de esto sucede con algunos colectivos que emplean el señalamiento de las diferencias y la afirmación de las singularidades individuales en situación de marginalidad y subalternidad como estrategia para debilitar los lugares normativos hegemónicos aun a costa de malversar la realidad evidente. Algo así como quien sintiéndose pingüino en lugar de ser humano desea que todos los demás vistan una especie de frac y utilicen como código de comunicación el lenguaje de los pingüinos.

Lo errado de esta estrategia radica en que la subjetividad no es el espacio donde se hacen visibles las relaciones de poder, antes bien, el uso de conceptos demasiado rígidos e imprecisos, como patriarcado, por ejemplo, impiden ver la heterogeneidad de las fuerzas que componen el poder al mismo tiempo que la consideración de la sexualidad como arma del mismo problematiza y desnaturaliza el régimen heterosexual, e impide precisar los verdaderos mecanismos de sujeción de los individuos humanos. Como sugiere Félix Guattari, tampoco se puede tomar “la subjetividad como algo dado, como algo configurado por las estructuras universales de la psique”, porque el inconsciente no es estructural, sino “procesual”, es decir que el inconsciente no es una construcción sino la disposición mental que proporciona los elementos básicos para el conocimiento y activa los mecanismos y prácticas reflexivas que contribuyen a su asimilación. En este sentido, la subjetivación tampoco puede vincularse ni subordinarse a la identidad ni a los modelos de representación sin generar lo que Suely Rolnik, psicoanalista colaboradora de Guattari, llama “malestar en la diferencia”. Un malestar cuyo síntoma principal es la dificultad para hallar una representación identificatoria en los diferentes registros de la realidad, ya sea en las relaciones sociales o en la lengua común o cualquier otro código de comunicación. Esta dificultad es uno de los principales factores que determinan que los particularismos autoperceptivos –sociales, sexuales, raciales, etc.- se vean en la necesidad de gremializarse como atajo a la universalidad y a la construcción de un código artificial.

Según Félix Guattari, la psique es el resultado de múltiples y variados componentes a partir de los cuales se desarrollan los códigos de comunicación verbales y no verbales y las relaciones con las conductas individuales y sociales, los espacios habitacionales, etc. Acaso por esto, los códigos de comunicación fueron especial objeto de atención desde el final de la Segunda Guerra Mundial y en plena Guerra Fría, cuando Occidente inició una vasta operación propagandística que incluyó a los medios de comunicación de masas para imponer su hegemonía cultural frente al bloque oriental. En este contexto de confrontación ideológica y bajo la etiqueta de la “corrección política” la lengua fue objeto de serios ataques que afectaron la semántica del campo léxico desplazando o debilitando la carga significativa, especialmente la ética de algunos vocablos, a fin de ocultar la depredación de los recursos naturales y la explotación humana, los abusos y el horror que cometían los gobiernos de las grandes potencias y de sus dictaduras satélites.

Según Stanislaw Lem, uno de los padres de la ciencia ficción moderna, “cuanto más alta es la civilización, más esencial resulta mantener la circulación de las informaciones; tanto más sensible es [la civilización] a cada perturbación de dicha circulación”. En nuestros días, las redes sociales no sólo reflejan ese aumento de la información y de los flujos de subjetividad que representa la opinión pública, sino también las perturbaciones y las distorsiones significativas de la lengua. Un ejemplo sencillo y directo está en el vaciamiento conceptual que en las redes se ha hecho de la palabra “amigo” que, desde lo racional y emocional, es aquel que se reconoce en el otro y de quien es cómplice afectivo independientemente de que piense o no igual, comparta o no creencias religiosas o políticas o sea o no de la misma raza, etnia o clase social. Tal sentimiento es fruto de la conciencia de humanidad que alimenta el acto de pensar, pero a menor capacidad de pensar más visceral y subjetiva se vuelve la conducta, menor es el espacio para el conocimiento y más reducido el alcance de la política como vehículo de bien común. Igualmente, más vulnerable es el individuo a las manipulaciones del poder o de quienes lideran las minorías marginales donde se refugia. En ese campo de dominio de lo subjetivo, cualquier recurso destructivo se vuelve válido y justifica las conductas intolerantes tanto de quienes se enrolan con el poder como de aquellos que dicen reivindicar una sociedad más justa e igualitaria.

Así, el supremacismo blanco anglosajón y protestante de EE.UU. no sólo ha mantenido los mitos segregacionistas contra la población afroamericana y la indígena superviviente de su genocidio, sino que hace algunas décadas reactivó su propaganda contra la “amenaza” mexicana generando movimientos anti hispánicos. Como en los siglos en que Inglaterra y el Imperio español se disputaban la conquista y colonización del continente, han resurgido los términos de la leyenda negra, conforme a la cual los españoles fueron los causantes del genocidio. Dichos términos que fundamentan falsedades históricas se utilizan como fundamentos de una vasta campaña de desprestigio de la cultura hispana, que algunos académicos latinoamericanos, generalmente descendientes de españoles, han acabado asumiendo, del mismo modo que algunos sectores feministas han aceptado sin mayores reparos críticos la ideología de género, lanzándose unos y otros a cuestionar sin rigor metodológico el pasado latinoamericano y a desplazar o derribar estatuas de personajes hispanos o a vulnerar la morfología de la lengua con la pretensión de crear una especie de lengua transgénica que se corresponda con sus realidades autopercibidas, donde, junto a la realidad alienada, se fraguan violencia e intolerancia.

Estas y otras distorsiones se deben a que la realidad autoperceptiva desencadena un proceso que forja su propio modelo, el cual se plantea como un paradigma estético antes que científico, para construir identidades particulares que, desde la marginalidad, son proyectadas sobre la sociedad con el objetivo de romper lo que llaman “construcciones culturales hegemónicas”. Pero, las rupturas conceptuales que propone este proceso, al desvirtuar lo universal, desconocer el bien común y carecer de base racional y de normas trascendentes, resultan meramente enunciativas y flotan, en el confuso y confundido imaginario de los grupos que las promueven, como flotan los camalotes en las aguas de los ríos y lagunas, sin conseguir un verdadero enraizamiento.

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DE LA NATURALEZA DEL AMOR Y LA LENGUA DE EROS

Por: Antonio Tello


I

El amor es un sentimiento que nace de la pulsión reproductiva y dota al instinto de supervivencia de categoría emocional que eleva al homínido por encima de la animalidad y lo dispone para el proceso civilizador. Puede inferirse que el momento en que se dio este paso crucial en la historia de la humanidad fue cuando, por algún motivo, durante la cópula posterior, la hembra se giró, el macho la penetró y, mientras se consumaba esta nueva forma coital, ambos pudieron abrazarse, acariciarse y gruñir de placer mirándose mutuamente. Ver y oír al otro [y ser mirado y oído por él] en el momento de la cópula generó en el cerebro de estos homínidos un placer mayor que el que habían experimentado hasta entonces; un placer que un día descubrieron que se prolongaba más allá del abrazo provocándoles una sensación que era como un eco indefinible de la sensación física.

Esta sensación nueva, más constante y perturbadora que la física, se extendió a medida que los individuos entregados a la cópula reproductiva empezaron a reconocerse entre sí y a necesitarse para sentirse uno siendo dos. En este estadio de la mecánica reproductiva, el amor surgió como una fuerza poderosa de atracción que no sólo favorecía la continuidad de la especie, sino que también aseguraba y organizaba la alimentación de la pareja, la prole, la familia, el clan, la tribu, etc. Es decir que, de un modo casi espontáneo, el amor permitió a la supervivencia del grupo dar un salto cualitativo 1 . Sin embargo, esta cualidad del sentimiento amoroso fue menospreciada por el homo erectus que blandió como arma la quijada de una osamenta. No fue hasta el siglo I, cuando Jesús enunció por primera vez la noción de amor al prójimo, que el valor del amor como factor de cohesión armónica de la comunidad fue reivindicado.

Pero para entonces el golpe asestado por el hombre primitivo para asegurar su poder ya había abierto un profundo tajo en el amor original. Y fue por esta herida que los poderes político y religioso filtraron sus sistemas de valores ideológicos y morales y contaminaron el concepto de amor con propiedades ajenas a su genuina naturaleza haciéndolas aparecer como cualidades intrínsecas. Entre estas, quizás las más dañinas para la plena realización amorosa son el dominio y la propiedad. A través de estos dos
agentes, el amor fue sacado de la intimidad y expuesto a la mirada social, la cual lo acotó al ámbito institucional –matrimonio, civil o religioso, u otras formas de emparejamiento reconocidas por las leyes- y lo supeditó a las jerarquizaciones culturales rompiendo el equilibrio íntimo del abrazo y favoreciendo el dominio de uno sobre otro. Cuando esto sucede, es decir, cuando uno de los miembros fagocita al otro, el amor desaparece porque se destruye la unidad de dos que constituye la piedra angular de su existir. El «placer de convertirse en dúo indivisible, invisible, indisoluble, es una de las características más hermosas del amor».

La idea de esta unidad de dos hay que buscarla en el mito del andrógino. Según se lee en El banquete de Platón, los andróginos eran seres dobles, tan fuertes e inteligentes que los dioses, sintiéndose amenazados, los dividieron. Desde entonces, esos seres demediados se buscan. Del mismo modo que los andróginos divididos, los humanos son seres incompletos, para quienes el deseo amoroso es acaso una necesidad perpetua de compleción. Una compleción que quizás se produjo por primera vez cuando el macho y la hembra homínidos se miraron a los ojos durante el placentero instante de la cópula dejándoles una huella indeleble. Quizás ese fue el instante en que Psique y Eros se reconocieron, en que el alma y el cuerpo establecieron un pacto para prolongar el gozo de la unidad más allá del placer orgánico. El fruto de este pacto es lo que se ha dado en llamar amor. Ahora bien, el amor es un sentimiento complejo en el que concurren varios agentes activos, de los que son fundamentales el deseo y el placer.

¿Puede definirse el deseo? Ya en su misma morfología la palabra expresa su tendencia a la disolución. Como afirma Jean-Didier Vincent, el deseo «designa un estado interior, una tendencia vivida por el sujeto sin pasar necesariamente a la acción». El deseo manifiesta una necesidad que surge de la experiencia del goce y que se manifiesta como una voluntad de obtener una recompensa, la cual está representada por el placer. Antes que el amor, el hombre primitivo descubrió el goce físico que le proporcionaba la cópula y, merced a la necesidad –el deseo-, de repetir este goce, superó el cíclico impulso sexual de fines reproductivos. Este individuo fue quien, movido por ese deseo, empezó a domesticar el instinto y a utilizarlo para el acto voluntario de consecución del placer.

Lo que suele hacer imperioso y hasta insoportable el deseo es su vínculo con el instinto, por lo cual no es una manifestación enteramente espiritual sino un estado subyacente de la pasión, entendida esta como un resabio de la animalidad en la conducta humana apenas disimulada por el pensamiento, el lenguaje y los hábitos culturales. No obstante, la pasión no debe interpretarse como un factor negativo sino como una fuerza natural que permite al hombre crear el mundo al aunar «como una sinfonía coral, las pasiones de los seres que lo habitan y los concierta para vivir unidos, conservando sus distinciones», según Carlos Gurméndez.
Objeto y consumación del deseo es el placer. Este, que puede ser medido como una magnitud biológica, es a un tiempo «estado y acto» 7 que confiere dicha y luminosidad al cuerpo. La caricia lo provoca y lo llama a manifestarse en la superficie de la carne y, cuando lo consigue, lo induce a una implosión que se extiende por todo el cuerpo como una singular corriente de alegría y felicidad que da sentido a la cópula y, al perdurar como un oscuro latido interior, instala a los amantes en el punto de partida, extenuados y sedientos de una nueva compleción.

Epicuro: Sobre el placer y la naturaleza

A causa del placer, el sentimiento amoroso se identifica con la armonía y la belleza y, en su proyección social, con la bondad, la paz, la solidaridad y el bien de la comunidad.
El amor excluye por naturaleza, la fealdad, el mal y el dolor, porque, como en el siglo III anotó Diógenes Laercio en el libro dedicado a Epicuro, el placer «es conforme a la naturaleza» y el dolor «le es extraño». De aquí que podamos «distinguir entre las cosas que hay que elegir y las cosas que hay que evitar». En este sentido, Octavio Paz 8 afirma que «el amor nace a la vista de la persona hermosa [que el amante ve hermosa]» . Así pues, aunque el deseo es universal y aguijonea a todos, cada uno desea algo distinto; unos desean esto y otros aquello. El amor es una de las formas en que se manifiesta el deseo universal y consiste en la atracción por la belleza humana [física y espiritual].

La noción del amor platónico, prefigurada en el mito del andrógino, surge como una reivindicación humana frente al poder de los dioses. Los amantes son quienes trazan su destino –realización y consumación del amor- apelando a la autonomía humana en el mundo, la libertad de seres conscientes de existir merced al pacto entre Psique y Eros [alma y cuerpo en la tradición judeocristiana] que los eleva por encima de la animalidad y al mismo tiempo les exige responsabilidad en sus actos. La idea de un yo consciente de su propia existencia, responsable de sus actos y dueño [libre] para realizar su destino en complicidad con otro yo semejante, plantea la existencia del amor desde la razón y no como un don inspirado por un ser superior y condicionado por su voluntad a través de su religión. Esta concepción platónica del amor, que aún subyace en el imaginario de Occidente, se opone a la concepción de la tradición judeocristiana, que la entiende y la impone a la sociedad como parte de su sistema religioso y, por tanto, del código moral que lo rige.

La expulsión de Adán y Eva del Paraíso, en la CApilla Sixtina del Vaticano. / Miguel Ángel.

Si bien en el Génesis (Gn. 2, 21-23) la creación de la mujer a partir de la costilla del hombre parece un vestigio del mito del andrógino, Adán y Eva no se conocen hasta que ella prueba el fruto del árbol de la ciencia, del Bien y de la Mal instada por la serpiente, que puede tomarse como un trasunto de Eros. Es así como Eva vio que el fruto de ese árbol era «bueno para comer, apetecible a la vista y excelente para lograr la sabiduría» (Gn. 3, 6), y lo comió. Al hacerlo, ella y Adán se vieron en su desnudez, es decir, en su naturaleza humana hasta entonces vedada por la divinidad. A diferencia de la pareja homínida que superó el estadio de la animalidad al verse entre sí durante la cópula, la pareja adánica fue expulsada del Paraíso cuando perdió la inocencia edénica y el conocimiento les descubrió sus cuerpos.
Desde ese momento, ambas parejas tomaron conciencia de su autonomía y aprontaron sus vidas para la habitación del mundo. Sin embargo, mientras que para la pareja platónica la unión de los cuerpos y de los espíritus fue motivo de dicha, exaltación del placer y acto de emancipación frente al poder de los dioses, para la pareja adánica la cópula trajo consigo el recuerdo de la caída, el sentido del pecado que contaminaba el abrazo con el sentimiento de culpa y desencadenaba el dolor.

«Cantar de los cantares IV» (1958), de Marc Chagall

Esta concepción antinatural de un tipo de amor que reniega del placer carnal y tiene a la cópula como una inevitable necesidad acotada a su función reproductiva ha sido fuente permanente de violencia. Salvo en esa isla de amor luminoso que constituye el Cantar de los cantares, la letra del Antiguo Testamento, prohijada por el fundamentalismo yahvista, inficiona el amor humano de una moral sobre la que se sustenta una cultura intolerante que alimenta desde el repudio, cuando no el asesinato, de los amantes extrañados por la ley divina hasta las guerras santas y cruzadas contra pueblos de otras creencias o de distintas sectas.
Esta violencia, fruto de la represión a la que es sometida la carne, también se manifiesta contra el individuo, el cual busca salida a esta negación a través de la flagelación, la tortura o la automutilación, que ejemplifican la autocastración de Orígenes de Alejandría, cuando el deseo se le hizo insoportable, y el cegamiento de Lucía de Siracusa, para negar su belleza. El intento de Jesús de paliar los efectos de esta disfunción introduciendo la noción del amor al prójimo ha evitado que se perdiera definitivamente el contacto con la naturaleza, pero no ha conseguido liberar al ser humano occidental del sentimiento de culpa que se hace presente en la consumación carnal del amor.

En la naturaleza del verdadero amor están presentes el cuerpo y el alma, ambos, en tanto unidad que busca la unidad, persiguen el placer, la dicha, la belleza y, en definitiva, la justicia. El amor es ajeno al dolor, a la apropiación y al dominio del uno por el otro y, en consecuencia, a la violencia. Su consumación excluye cualquier código moral porque en sí mismo el amor constituye el bien, la felicidad y la libertad. Un sentimiento que permite medir el grado de humanidad que separa al hombre del animal.

II

La realidad amorosa es la fuente de un poderoso lenguaje que comunica los cuerpos, pero que desaparece en cuanto trasciende la intimidad y se socializa. Lo que llamamos lenguaje erótico es en realidad un artificio lingüístico que en cierto modo traiciona el lenguaje amoroso original. Este lenguaje, que excita el cuerpo de los amantes, es expresión de una realidad acotada en el abrazo. Se trata de un lenguaje hecho de sonidos ininteligibles, fonemas inarticulados y palabras -quizás reconocibles, domésticas, ordinarias y procaces en el mundo exterior-, que en ese momento y lugar tienen la virtud de transformar la mecánica del acto sexual en una metáfora de los sentidos y disolver la carne en algo genuino y luminoso.

Por esta razón, cuando los amantes entran en el territorio de la intimidad dejan en la frontera social el lenguaje instrumental con el que se comunican con los demás y emplean uno propio, original e intransferible, que, apartándolos de todo aquello que los enajena de su propio mundo, los adentra en un universo donde el placer es representación sentida de la eternidad. Un universo donde las palabras sociales se revelan inútiles para definir y expresar esa realidad hecha de pálpito e intensidad. Si, por ejemplo, decimos «caricia» es tan amplio el campo semántico social de esta palabra que es imposible que transmita todo lo que el gesto que representa lleva consigo. La palabra no puede transmitir lo que produce el roce en la piel, el temblor interior del sexo, la temperatura de los labios, el recorrido por las curvas, volúmenes y anfractuosidades del cuerpo. La lengua social no puede penetrar al fondo de la caverna de Eros y, detenida en su boca por la convención, busca la complicidad de los labios para someter el símbolo e igualmente fracasa. Más, en la insistencia y en la repetición de ese fracaso, la lengua de los amantes encuentra el ritual que expresa el sentido de la carne viva y, en esta liturgia, ellos se descubren hablando un lenguaje que no responde al orden lingüístico, sino al exclusivo orden del placer sexual, que es indefinible e innombrable. Sagrado.
De esta cualidad del placer se infiere que en su jurisdicción, el significante precede al lenguaje y el significado es extra verbal. No puede, por tanto, hacerse inteligible sino en ese instante y en ese lugar, y en correspondencia a la sinceridad de los cuerpos de los amantes. Hecho este que pone de manifiesto que la carne necesita de la expresión del espíritu que la aviva para elevarse por encima de su materialidad.

Pascal Quignard en Vida Secreta afirma que «los hombres y las mujeres sólo pueden entretejer relaciones profundas cuando empiezan por hacerse cargo de los hilos verbales y emotivos más espontáneos que preceden a la lengua adquirida, por remontar uno a uno los telares de los rituales más antiguos que constituyeron las sociedades animales…» Hablamos entonces del instinto como sustrato de este lenguaje cuyas partículas significantes son desprendimientos espontáneos de los sentidos –olfato, tacto, visión, sabor, audición-, manifestaciones de la mecánica aeróbica – respirar, jadear, acezar- y fonemas primarios –aullidos, gemidos-, que a veces se articulan en voces propias del cuerpo sosteniendo el significado único del placer. Esto explica que, mientras la caricia guía incansable el acto sexual, el lenguaje erótico se fragmenta según el ritmo respiratorio de cada lengua.

François Gérard-Eros-y-Psique-1798

Si el instinto es el fundamento de la lengua de Eros, entonces cabría preguntarse dónde está el amor. Dada su potencialidad creativa, este sentimiento es uno de los que más ha sufrido la manipulación cultural, religiosa, política y económica, cuyo desarrollo y explicación excede este apunte. Pero convengamos con Octavio Paz cuando afirma en La llama doble, que «el erotismo y el amor son formas derivadas del instinto sexual: cristalizaciones, sublimaciones, perversiones y condensaciones que transforman a la sexualidad y la vuelven, muchas veces incognoscible.» El amor es el sentimiento que espiritualiza el instinto confiriendo al acto sexual un significado trascendente. El amor, en lo que se refiere a este particular lenguaje, es esa pulsión natural que identifica a los amantes, humaniza la cópula y convierte los gestos y los sonidos guturales en secreto código de comunicación. El amor, entendido como expresión de entrega espiritual, legítima y da sentido a la entrega de los cuerpos y contribuye a la veracidad del lenguaje en el que se expresan. Esta es la razón por la que pueden considerarse sinónimos los adjetivos «erótico» y «amoroso». Por esto también cabría consignar que la lengua de Eros queda limitada o desaparece cuando los amantes arrastran a la intimidad la falsedad, los prejuicios y los tabúes del exterior.

El amor, aunque con su poderosa fuerza identificadora no logra borrar la cicatriz que deja la individuación en el abrazo de los amantes –pensemos en la escultura El beso, de Brancusi-, sí consigue hacer más íntima la cópula, más intenso y genuino el lenguaje que amalgama -como la argamasa los ladrillos de las paredes de la habitación donde se hallan-, las partículas elementales del placer. De aquí que con el orgasmo, momento culminante del placer en el que la carne comprimida se abre, los cuerpos se disuelven y la felicidad poluciona el cosmos acotado del abrazo, el lenguaje de los amantes estalla en risa gozosa, a veces reconocible como tal y otras como un hondo suspiro o un bramido interior, vestigio sonoro de un tiempo y un encuentro que se pierden como un rumor del alma tragado por el silencio.

Entonces, si la lengua de Eros es asocial y secreta, cabe deducir que aquello que llamamos lenguaje erótico es un artificio lingüístico de la sociedad. Una sombra fónica de la intimidad traducida a la lengua social para uso y disfrute común. El lenguaje erótico social está inficionado por el eufemismo obligado por la represión cultural que instrumentan los poderes político y religioso, o por un léxico procaz que, con la pretensión de auténtico, animaliza y degrada todo vínculo erótico. La literatura no sólo cae en la trampa del artificio del lenguaje erótico social, sino que pone en patética evidencia los límites de la lengua para nombrar lo innombrable. Quizás el lenguaje poético es el que más se aproxima al lenguaje erótico porque ambos son movidos por la imaginación. Ambos son potencialmente capaces de construir la metáfora que, como tal, designa aquello que está más allá de la evidencia. El lenguaje erótico metaforiza el acto sexual convirtiéndolo en rito de los amantes y el lenguaje poético metaforiza la exploración y, al hacerlo, erotiza la cópula de los sonidos que seduce a los lectores. Sin embargo, la vulnerabilidad del lenguaje poético a la socialización y a la excesiva exposición al tópico, limita sus posibilidades de una aproximación mayor al lenguaje erótico. En cualquier caso, el lenguaje poético siempre habrá de recurrir a la perífrasis para expresar lo que el lenguaje erótico puede decir con un gesto que es la vez una caricia, un adiós o el vuelo de un ave.

1 Fischer, Helen E., El contrato sexual, la evolución de la conducta humana, Argos Vergara, Barcelona,1984.

2 Quignard, Pascal, Vida secreta, Espasa-Calpe, Madrid, 2004.

3 Platón, El banquete, Folio, Barcelona, 2006.

4 Paz, Octavio, La llama doble. Amor y erotismo. Círculo de Lectores, Barcelona, 1993.

5 Vincent, Jean-Didier, Biología de las pasiones, Editorial Anagrama, Barcelona, 1987.

6 Gurméndez, Carlos, Ontología de la pasión, Fondo de Cultura Económica, Madrid, 1996.

7 Vincent, Jean-Didier, Obra op. cit.

8 Paz, Octavio, Obra op. cit.

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LOS FUTUROS DEL PRESENTE (SEGUNDA PARTE)

Por Antonio Tello


¿Cómo será la sociedad que surgirá tras la pandemia? ¿Superará la ciudadanía el control que ejerce el sistema sobre ella? ¿Están clausuradas las posibilidades de un mundo más justo y equitativo o aún queda alguna esperanza?

Sociedades disciplinadas y controladas

Un cuento brevísimo del guatemalteco-mexicano Augusto Monterroso dice así: “Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”. Evocándolo bien podría decirse que cuando Aldous Huxley y George Orwell imaginaron sus distopías éstas ya eran una realidad que se gestaba en el seno del sistema como una pesadilla por venir. Los futuros ya estaban en el presente.
Los filósofos de la Escuela de Frankfurt plantearon la unidimensionalidad del individuo de la sociedad industrial y su correlato la sociedad de consumo como una realidad. “Una de las principales observaciones que hicieron estos pensadores, en cuyo horizonte estaba la emancipación y libertad del individuo – apunté en “Diccionario de voces políticas”- era que los sistemas políticos modernos –fascismo, comunismo y liberalismo capitalista occidental-, tenían como arma la razón instrumental (según la cual el fin justifica los medios), para ejercer el control social de la cultura de masas y, a través de culturas e ideologías falaces, alienar la sociedad sometiéndola a los intereses de las elites dominantes”.
Otros pensadores, como György Lukács y Antonio Gramsci, consideraban que, entre otros factores, el arte, la literatura, la ciencia, etc. eran vehículos utilizados por el capitalismo para generar un sentimiento de alienación que condiciona la capacidad individual y colectiva del individuo para dinamizar la historia y protagonizarla acorde con los intereses del sistema. Este sentimiento de alienación cosifica al ser humano y da a las cosas un valor acorde con el precio que fija el mercado. De este modo, el capitalismo no sólo tiene el control de la economía, la política y del aparato represivo del Estado, sino también la cultura. Asimismo, a través de los medios de comunicación, los ideólogos del capitalismo crean una realidad falsa y manipulan la opinión pública adormeciendo o anulando el sentido crítico y las capacidades creativas del individuo.
Michel Foucault y George Deleuze ampliaron este campo de análisis abordando la educación del individuo en las que aquél llamó sociedades disciplinarias, preludio de las actuales sociedades de control. Para el primero, la formación disciplinaria del individuo se da en espacios acotados. En estas instituciones –hogar, escuela, ejército, fábrica/oficina, cárcel, etc.-, el individuo es instruido para ser útil al sistema y no a la comunidad. A través de estas instituciones se forman sujetos tan fuertes e individualistas como dóciles y obedientes, para que interactúen en sociedad según las pautas ideológicas y conductuales del sistema. Para el segundo, la evolución científica y el perfeccionamiento de los recursos tecnológicos han puesto fecha de caducidad a estas instituciones formativas e iniciado una fase determinada por la sociedad de control que no sólo las liquidará sino que abrirá los espacios para lograr, paradójicamente, un mayor aislamiento de los individuos mediante vallas digitales y una más exhaustiva vigilancia sobre ellos. “Es posible –escribe Deleuze- que los más duros encierros lleguen a parecernos parte de un pasado feliz y benévolo frente a las formas de control en medios abiertos que se avecinan”.
El efecto inmediato de la pandemia del Covid-19 al universalizar la presencia de la muerte ha sido descorrer el velo que ocultaba los mecanismos interiores del sistema, definitivamente orientado por las premisas que el fundamentalismo neoliberal consagró en 1989 en el llamado Consenso de Washington. De acuerdo con éste, las elites capitalistas han acelerado desde entonces los planes de debilitamiento del Estado (privatizaciones, desmantelamiento de los servicios públicos, descrédito de la política y de las instituciones, etc.), y la progresiva sustitución de las democracias parlamentarias por el sistema de libre mercado, para lo cual se requiere un exhaustivo control de los ciudadanos y su apartamiento radical de la vida pública. De modo que el verdadero peligro que se cierne sobre la sociedad futura no son tanto los llamados “regímenes populistas” como los totalitarismos económicos, que recurren a las doctrinas de seguridad nacional, que en las décadas de los 60 a 80 del siglo XX alentaron las medidas político-militares con las que las dictaduras latinoamericanos persiguieron y reprimieron a los opositores, y ahora propician políticas económicas de presunta defensa de la economía nacional, pero que, como las otras, tienen un carácter represivo contra los ciudadanos, especialmente contra aquellos que hacen uso de la tecnología al margen de las grandes corporaciones, como por ejemplo las cargas impositivas que se aplican a quienes utilizan particularmente las energías solar o eólica.
Con el pretexto de un enemigo difuso que amenaza al Estado, las elites del capitalismo promueven medidas extremas de control generalizado (espionaje de las comunicaciones privadas, videovigilancia extensiva de lugares públicos, controles aeroportuarios, vigilancia y control en red, aplicaciones de seguimiento y formación de perfiles mediante aplicaciones en teléfonos móviles y ordenadores, tarjetas de crédito e incluso de tarjetas de puntos de supermercados y otros comercios, etc.), destinadas a mantener su hegemonía sin oposición.
En las sociedades de control, del mismo modo que ya no son necesarios los golpes de Estado, en todo caso se dan golpes de mercado, tampoco es necesario el encierro institucional de los ciudadanos en escuelas, cuarteles, fábricas, cárceles, etc. En las sociedades de la era digital el tiempo y el espacio abiertos –los canales on line- crean la fantasía de una libertad que en realidad es un tipo de encierro mayor. El tiempo del trabajo en casa, que la pandemia empieza a extender, es completo. No hay respiro para el trabajador, quien permanece confinado en su casa y sujeto a su computadora y preso de la tarjeta de crédito, de las deudas, de la precariedad salarial y de la amenaza que supone que otro le quite la tarea. En esa libertad de horarios no se puede distraer porque el Gran Hermano calibra su rendimiento, conoce su opinión política, sus preferencias, sus gustos, sus diversiones, todo lo necesario para orientar sus hábitos de consumo y consolidar su sujeción al sistema. Las sociedades de control obligan al individuo a una formación permanente para no perder el puesto que le ha sido asignado en el complejo productivo de la macroeconomía capitalista.

Como parte de este proceso coercitivo propio del totalitarismo económico-político, los partidos políticos que responden a las oligarquías locales encuentran en el discurso nacionalista y en la agitación de las banderas patrias un medio para conservar la cuota de poder que se atribuyen en el señorío. En este mismo contexto de agitación identitaria, otros grupos sociales hacen suyos erróneamente los argumentos de los nacionalismos excluyentes para reivindicar derechos alzando literalmente sus propias banderas que los separan, aún más que los prejuicios morales, del resto de la comunidad y de la posibilidad de asumir proyectos comunes a la ciudadanía en general y a la clase trabajadora en particular.
Al mismo tiempo y partiendo de la idea de que toda arquitectura de poder se sustenta en un determinado flujo de información que afecta a la psicología colectiva y a la consideración de los valores éticos de una sociedad, en las últimas décadas asistimos a constantes ataques a la lengua provocando desplazamientos interesados de los campos semánticos y al nacimiento de neo lenguajes excluyentes, como el mal llamado lenguaje inclusivo, que favorecen la división y el control de la población.
Las mentiras, los bulos y todo aquello que constituye la llamada “posverdad” son factores que tienden, desde los sentimientos y las percepciones de una individualidad degradada, al desprestigio de la razón y la distorsión de la realidad. Este imperio de los sentidos ha abierto, especialmente mediante a las redes sociales, más campo a la violencia y el odio que a la empatía. Mediante las mentiras y la demagogia las elites inescrupulosas obvian la realidad y los valores éticos que deberían guiar las conductas de los gobernantes y sus gobernados, entre quienes hay grandes bolsas de población que sufren las injusticias y desigualdades sociales naturalizadas por el sistema; personas víctimas de la pobreza, la precariedad, el hambre y la mortalidad.
Así, las emociones alentadas por la sociedad de control son instrumentalizadas para incentivar la competencia y estimular la ira hacia el otro mediante la descalificación, el menosprecio y el insulto. Esto explica que las polarizaciones políticas e ideológicas no se deban tanto a simples desacuerdos sobre algunos asuntos sobre los que no sería difícil el consenso, sino al rechazo emocional y sectario inoculado, el cual se retroalimenta sin solución de continuidad. Esta confrontación permanente de desprestigio del otro, el uso instrumental de la comunicación y el debilitamiento del lenguaje favorecen tanto al control ejercido por el sistema como a la emergencia de los nacionalismos y los grupos identitarios.

Puntos de fuga y la rebelión posible

“El hombre de la sociedad de masas alienado por la división del trabajo –escribí en “¿Se acabaron las revoluciones?”- se caracteriza por la anomia, el individualismo y la insolidaridad, Este “hombre unidimensional”, que constituye un elemento clave sobre el que se asienta la sociedad capitalista, es incapaz de pensar en una revolución que lo resitúe en la historia y lo emancipe del orden económico; es incapaz de rebelarse contra las inexistentes leyes del mercado”, porque ha sido despojado del deseo de una revolución posible. Su pensamiento acrítico rechaza la complejidad democrática como quien rechaza una lectura exigente, y lo lleva a la indiferencia o a la aceptación de las consignas simplistas tras las cuales se ocultan las desigualdades y las injusticias sociales y un modelo de progreso sustentando en la explotación de las masas y en el saqueo sostenido de la naturaleza. ¿Significa esto que no hay salida posible? ¿Significa esto que estamos en el infierno y, según Dante, hemos de perder toda esperanza?
Como hemos visto, el capitalismo ha desarrollado durante siglos un soberbio aparato ideológico, político y económico que le permite mantener su economía y el control de todo. Sin embargo, dicho control con ser inmenso no es absoluto. Hay puntos de fuga que los ciudadanos pueden potenciar creando nuevos espacios para transformar la realidad opresiva.
La omnipresencia de la muerte ha dejado al desnudo la pobre experiencia personal y colectiva que acarrean los mecanismos del “capitalismo tecno-financiero”, que se traduce en las limitaciones del conocimiento, en el uso exclusivamente mercantilista de los productos de la ciencia y la técnica, en el empobrecimiento léxico y las manipulaciones del lenguaje, y en la aterradora mediocridad de la cultura y el arte contemporáneos en forma de novelas, cuentos, poemas, piezas de teatro superficiales, composiciones musicales sentimentales y vulgares, y cuadros y esculturas tan pretenciosos como aburridos. Casi todo, el subproducto de una autopercepción emocional que, desdeñando la racionalidad, ha llegado hasta el delirio de negar la esfericidad del planeta o las realidades biológicas.
Asimismo, la omnipresencia de la muerte ha descubierto de modo brutal la inutilidad de los abultados presupuestos militares frente a los destinados a la investigación científica y tecnológica, a la cultura y a la educación, y ha expuesto la debilidad de una ciudadanía militarizada y anulada por el miedo y la ignorancia, que los acepta y vota a través de sus representantes, cuya voluntad política es impotente ante la aceleración digital del proceso comunicativo y la automatización de los mecanismos del sistema financiero, que operan al margen de cualquier soberanía política. Como dice el filósofo italiano Franco Berardi “la sociedad conectada, hiperveloz [que nos expone a una masa creciente de estímulos que no podemos elaborar ni conocer en profundidad] escapa a la forma moderna de gobierno, escapa a la voluntad y a la racionalidad”.
Si bien estos no parecen tiempos para movimientos revolucionarios y menos a tenor del fracaso de los ocurridos en el siglo XX, que cayeron en la trampa de reproducir el modelo de ejercicio de poder de aquel que se quería reemplazar, las puertas a otra realidad no están clausuradas. Aún cabe la posibilidad de micro-revoluciones que cada uno pueda emprender en sus pequeñas áreas de influencia, como son el hogar, el trabajo, las amistades, la escuela, etc. En estos ámbitos, el individuo que toma conciencia de su alienación puede empezar a resolver algunas desigualdades e injusticias y a sacudirse los prejuicios que sostienen la perversa ética del sistema. Las micro-revoluciones son manifestaciones individuales de una voluntad de bien común opuestas a la naturaleza opresora del sistema capitalista; no están destinadas a una hipotética toma del poder, sino a potenciar los puntos de fuga del sistema, para cambiar la realidad impuesta por el totalitarismo económico neoliberal.
Si se piensa que el acto creador del artista es un acto de resistencia contra el olvido y la muerte ¿por qué no pensar que todo acto imaginativo e inteligente puede ser un acto de resistencia a la opresión y una herramienta de la voluntad para abrir nuevos espacios fuera de la soberanía del capitalismo y sus mercados? Obsérvese, por ejemplo, que los portavoces del sistema anuncian el derrumbe de la economía mundial como consecuencia de la pandemia. Pero la economía de la que hablan no es la real que hace a la vida de las personas, cuyo dolor y sufrimiento no cotiza en bolsa y la muerte es reducida a valor estadístico. Pero, también obsérvese que si de acuerdo con los análisis de los ideólogos del neoliberalismo, el sistema se tambaleó en 2008 debido a la crisis derivada del colapso financiero, entonces ¿de dónde salen ahora las ingentes cantidades de dinero que los gobiernos destinan para hacer frente a la pandemia, incluso en países al borde de la quiebra como Argentina?
La pandemia del Covid-19 ha puesto al descubierto la necesidad de enunciar una ética ciudadana y de fortalecer el Estado democrático, que garantice la libertad republicana, los derechos, la salud, la educación y el bienestar de todos sus ciudadanos frente a los desmanes del capitalismo salvaje y a los efectos perniciosos de la demagogia de los nacionalismos excluyentes y de las tribus sexuales y religiosas y sus jergas particulares.
Si la experiencia es fuente de conocimiento, como dice Emilio Lledó, la experiencia de la pandemia ha dejado muchas enseñanzas que deberían servir para hacer de este mundo un lugar más habitable para sus criaturas.
En estos días de aislamiento planetario, apartada la humanidad del ruido del sistema, puede comprobarse que el tiempo discurre más lento y propicio para un pensar que rescate la cordura del vivir. Este es el tiempo humano y del conocimiento, en el que la razón y la sensibilidad laten juntos. No olvidemos que la partícula latina “cor” (corazón) está presente en las palabras acordar, concordar, recordar y misericordia, coraje, cordialidad, cordura, concordia, pero cuando la ignorancia y la estupidez prevalecen en el corazón humano desplazando a la razón, también en la palabra discordia.

La fragua de la impotencia política para afrontar los problemas que acarrea la deshumanización del sistema es la pérdida de la razón y del pensamiento crítico del individuo cosificado y esta impotencia política impide la vigencia de la democracia como espacio de bien común. De aquí que si se desea recuperar el tiempo y el espacio humanos, el individuo debe procurar que las fuerzas intelectuales y técnicas de la sociedad se orienten hacia una idea de progreso distinta del acumulativo y depredador que ha naturalizado el capitalismo. Estas energías surgidas del conocimiento y la creatividad deberían concebir una realidad en la que el desarrollo científico y tecnológico y el espiritual sean armónicos, pues sin espíritu no hay progreso humano. En el nuevo paradigma de progreso, la vida del individuo debe emanciparse de la relación con el trabajo asalariado para orientar sus facultades intelectuales y abrirse a su potencialidad afectiva, de modo que el conocimiento y el desarrollo tecnológico estén supeditados al servicio del bien común y la realización de su felicidad.
El individuo que sobreviva a la pandemia seguramente hallará un mundo en el que el virus habrá cambiado el código con el que los humanos se relacionaban [¿Cómo nos saludaremos? ¿Volveremos a besarnos y a abrazarnos? ¿Compartiremos una misma botella de cerveza? ¿Huiremos del hacinamiento de las grandes urbes?].
Charles Baudelaire inicia “Correspondencias”, uno de los poemas fundadores de la poesía moderna, con estos versos: “Naturaleza es un templo donde vivos pilares / dejan, a veces, salir confusas palabras; / el hombre pasa a través de bosques de símbolos / que lo observan con miradas familiares”. Pensemos que ese hombre que atraviesa los bosques de símbolos, hoy se encuentra ante la oportunidad de reinterpretarlos para una convivencia social más armónica.
Si consideramos la poesía como un principio activo de belleza y armonía, quizás el individuo humano que sobreviva a la pandemia debería potenciar la dimensión poética del lenguaje para establecer una relación más cercana con el quehacer tecnológico y, como afirma Berardi, “reabrir lo indefinido en nuestro tiempo”, ya que “cuando el ingeniero interactúa con el artista, sus máquinas tienen la intención de ser útiles para la sociedad y reducir el tiempo de trabajo”, pero cuando el ingeniero “es controlado por el economista, su horizonte es el crecimiento económico”.
Potenciar la dimensión poética del lenguaje es una forma de micro-revolución que significa reinterpretar el código universal de las relaciones humanas de modo que cada uno, en su esfera de influencia, pueda cambiar los hábitos y conductas violentos e insolidarios generados por la tecno dictadura del capitalismo especulativo; devolver a las palabras su verdadero patrón significativo para redefinir la utilidad dándole sentido a la experiencia que nos enseña que el ser humano es tan frágil como pensante y que, como tal, para su bienestar no necesita una economía basada en la especulación financiera, la deuda crónica ni la producción militar, y, finalmente, potenciar la dimensión poética del lenguaje significa restaurar la confianza en la política para asegurar que las instituciones democráticas garanticen la libertad, los derechos y el bienestar de los ciudadanos, la paz social y mundial, el respeto de la naturaleza y la salud del planeta. Ya lo dijo George Steiner en Lenguaje y silencio, “mientras no podamos devolver a las palabras en nuestros periódicos, en nuestras leyes y en nuestros actos políticos algún grado de claridad y de seriedad en su significado, más irán nuestras vidas acercándose al caos. Vendrá entonces una nueva edad oscura”
En definitiva, que la experiencia de la pandemia sirva para cambiar o no un sistema inhumano que lleva al mundo a una catástrofe inimaginable depende de que cada uno haga su micro-revolución con eficacia y obligue cuanto antes a los gobiernos a cambiar el rumbo.

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LOS FUTUROS DEL PRESENTE (PRIMERA PARTE)

La pandemia del coronavirus, una experiencia única en la historia de la humanidad, ha causado tal impacto en la sociedad y en el espíritu de cada ser humano, que nadie escapa a la idea de que nada volverá a ser igual. Pero, la pregunta es ¿cómo será la realidad de mañana? Es la pregunta que todos se hacen y, aunque la duda prevalece en la mayoría, muchos se atreven a dar respuestas casi siempre atravesadas por la esperanza o el temor. ¿Vendrá un mundo más justo y equitativo o seguirá como hasta
ahora?

Por Antonio Tello

Las epidemias de peste y las guerras que asolaron Europa en los siglos XIV y XV acabaron con la concepción mítica de la realidad y con el feudalismo como forma de organización política, social y económica y colocaron al ser humano en el centro de toda actividad o empresa. Al emanciparse del simbolismo metafísico del medioevo y descubrir la realidad sensible que lo rodeaba, el ser humano tomó conciencia de su soberanía en el mundo y su poder sobre la Naturaleza y, al mismo tiempo, abrió la puerta a la razón. Pero, como lo intuyó Goya “los sueños de la razón crean monstruos”
y ahora esos monstruos posibles de la razón han llevado la civilización al borde del abismo y expuesto la fragilidad de la vida. ¿Volverá el ser humano a recuperar las riendas de su destino en el mundo?

El individualismo y la democracia

El individualismo y la incipiente democracia aparecieron en el horizonte del siglo XV como fundamentos primordiales de la modernidad. Acerca del individualismo en ese momento, Arnold Hauser dice que era “como un programa consciente, como instrumento de lucha y como grito de guerra, [como una] emancipación de la carne” del ascetismo medieval. El individuo descubrió “la esencia del espíritu humano y su poder sobre la realidad”. Con esta actitud, el individuo liquidaba definitivamente la vieja creencia de un mundo en el que el destino del hombre estaba determinado por las leyes
de la Providencia. Al aparecer la razón como sustento de la vida humana, el ser humano se erigió en artífice de su propio destino. Es así como el individuo quiso conocer más sobre sí mismo y sobre su entorno y, al hacerlo, forjó la creencia de que el progreso humano podía cambiar la realidad.
Sobre esta idea crucial se produjeron en Europa vertiginosas y radicales
transformaciones sociales, políticas, económicas, culturales, científicas y artísticas y se impulsaron empresas que cambiaron para siempre la percepción que hasta entonces se tenía del mundo y de la Tierra en el cosmos. Correlativamente se consolidaron las virtudes burguesas identificadas con la laboriosidad, la respetabilidad y el afán de lucro,
que fundamentaron el nuevo sistema ético, cuyo eje vector es la razón, y la creencia de que la libertad es un derecho natural del individuo.
Esta concepción de la libertad sirvió al liberalismo para desarrollar la doctrina según la cual el hombre es libre por naturaleza y, por lo tanto, no cabe ley alguna contraria a su voluntad, salvo la ley del más fuerte. La realidad emanada de esta ley lleva a Thomas Hobbes a escribir, citando a Plauto, que “el hombre es un lobo para el hombre”. Hobbes omite la segunda parte de la frase del autor latino [“y no hombre si desconoce al otro”], al no corresponder con el carácter depredador del orden surgido de las ruinas del feudalismo.


La democracia surge así como una premisa del individuo emancipado de la divinidad y en posesión de una soberanía que lo excede, para gestionar, organizar y controlar la nueva realidad de acuerdo con los intereses y objetivos de la nueva elite que asume el poder. Cabe recordar que el concepto de soberanía sobre el que se funda la democracia empieza a discutirse en las postrimerías de la Edad Media, como parte del conflicto
entre la burguesía y los poderes representados por la Iglesia, el Imperio y los grandes señores y corporaciones. En 1576, Jean Bodin publicó “Los seis libros de la República”, obra en la que acuña “soberanía” como término equivalente a “poder, único, absoluto, perpetuo e indivisible de una República” que ostenta el “soberano” (entonces identificado con el rey) para imponer orden en un Estado y evitar conflictos entre sus súbditos. Para el individuo se trata entonces de asumir y controlar el poder que, para
Rousseau, en su “Contrato social” (1762), era el “ejercicio de la voluntad general” y que, como tal, no podía “enajenarse nunca, y el soberano, que no es sino un ser colectivo, no puede ser representado más que por sí mismo: el poder puede ser transmitido, pero no la voluntad”. Esto significaba el reconocimiento del sufragio universal, pero el liberalismo, a través del abate Sieyès, introdujo la doctrina de que la soberanía no emanaba del pueblo sino de la nación, la cual es la única entidad capaz de,
depositandola en el Parlamento, preservarla de las contingencias emocionales de la plebe.
Mediante esta torsión doctrinal, el liberalismo justificó durante mucho tiempo el voto censitario y la negación del voto a la mujer, y legitimó el ejercicio del poder por parte de una elite político-económica, cuya dignidad y fortunas personales reconocía como avales de los intereses nacionales.
La soberanía, cualquiera sea la doctrina, alude tanto a la relación de poder entre el Estado y su territorio y su población, y a la independencia en relación de otros estados, pero en la era contemporánea su noción se ha vuelto más porosa y difusa en la medida en que el poder del Estado se ha desplazado hacia entidades supranacionales –Unión Europea, ONU, FMI, etc.- y, sobre todo, hacia las corporaciones multinacionales, que han ido cooptando y controlando a las elites políticas locales e imponiendo una
“soberanía” de naturaleza económico-financiera, cuyos intereses y objetivos son contrarios a las necesidades y derechos de la ciudadanía.

Guerra y comercio

A la actual situación del sistema se llegó luego de un arduo y complejo proceso conducido por las elites que, legitimadas por una democracia de la cual supieron aprovechar o provocar sus imperfecciones y debilidades, hicieron de la guerra y del comercio los principales instrumentos de su idea de progreso.
El espacio vital –lebensraum-, piedra angular del nazismo y base de la estrategia militar continental del Tercer Reich, si bien fue enunciada como teoría en 1924 por científicos alemanes, es un concepto que ya movía a las potencias coloniales que se disputaban el mundo para colocar los excedentes de una producción cada vez mayor, merced al desarrollo tecnológico y científico, y obtener las materias primas necesarias para sus
industrias. No era la libertad de los pueblos sino la obtención de territorios para ejercer el “libre comercio”, lo que movilizaba a los ejércitos de los imperios colonialistas.

Téngase presente que el descubrimiento europeo de América y su posterior conquista se dio como resultado de la búsqueda de una nueva ruta de las especias ante el control que ejercían los musulmanes sobre la única conocida hasta entonces. La guerra entre el islam y el cristianismo –más allá de su impronta religiosa- debe entenderse como una
disputa por el dominio cultural y mercantil del mundo cuyas verdaderas dimensiones empezaban a conocerse. Igual interpretación cabe para los conflictos bélicos que en la Europa precapitalista libraron los imperios cristianos por la posesión de un espacio vital continental y el control de las ricas colonias ultramarinas. El mismo sello tuvieron en éstas las posteriores guerras de emancipación que dieron lugar a nuevas repúblicas.
Estados que, en lugar de naciones libres, se convirtieron en mercados de libre comercio en manos de oligarquías criollas gerenciales. Elites que sustituyeron la dependencia de la metrópolis por la dependencia de las potencias mercantiles surgidas de las guerras coloniales, sin que esto supusiera cambios sustanciales en la vida de la población y en
su relación con quienes controlaban el poder político, salvo en la identidad emocional que confiere el patriotismo.

Del patriotismo a la unidimensionalidad
El revitalizado concepto romano de patria vinculado al de nación fue uno de los grandes recursos ideológicos por medio del cual la burguesía logró controlar emocionalmente a las masas y comprometerlas en sus empresas. El sentimiento medieval de pertenencia a un lugar ligado al de servidumbre al amo que aún palpitaba en el imaginario popular halló encarnadura en el servicio a la patria identificada con la nación. Un servicio que comprometía la fuerza de trabajo y la vida de cada individuo, enaltecido y sublimado
como tal por el yo romántico. Esto explica que ningún movimiento revolucionario pudiera impedir, por ejemplo, que los trabajadores participaran en las guerras imperialistas de los siglos XIX y XX promovidas por sus patronos en nombre de la patria. Conflictos que alcanzaron dimensiones planetarias en 1914-1918 y 1939-1945,
tras el último de los cuales las grandes potencias enfriaron sus ímpetus bélicos para no aniquilarse mutuamente optando por librar sus batallas en escenarios acotados, exóticos y distantes de sus territorios. Las llamadas “guerras de baja intensidad” que dejan a sus protagonistas locales vulnerables al saqueo de sus riquezas naturales cualquiera haya
sido el vencedor.

El patriotismo es uno de los elementos básicos sobre las que se fraguaron las modernas sociedades obedientes, conformistas y, al mismo tiempo, atomizadas en un individualismo prepotente, consumista e insolidario. Este individuo alienado es el generador y la víctima de la sociedad opulenta de los países industrializados y de la sociedad pobre de los demás. Una sociedad en uno u otro caso deshumanizada.
Según Herbert Marcuse en “El hombre unidimensional” «la eficacia del sistema impide que los individuos reconozcan que el mismo no contiene elemento alguno que deje de comunicar el poder represivo de la totalidad», de modo que tiene el poder suficiente como para neutralizar la imaginación y la capacidad crítica de los individuos creando una dimensión única del pensamiento. Es decir que tal poder permite al sistema absorber cuánta oposición se le presenta y, a través de los medios de comunicación y la aplicación de la razón instrumental en sus mensajes,
generar una única dimensión de la realidad. El individuo alienado, quien en las primeras fases del capitalismo vendía su fuerza de trabajo y era esta fuerza la mercancía, ha acabado él mismo convirtiéndose en mercancía, en un producto de compra-venta, objeto de las múltiples e interesadas transacciones del mercado, tal como es posible observar ahora en el tratamiento y papel que juegan los trabajadores en los proyectos de solución de las presuntas crisis económicas que afectan al sistema.
El hombre alienado de Marcuse, como el hombre medio de Ortega y Gasset,
conforma la masa manipulable para el poder. Aunque su comportamiento
particular refleje su radical individualismo, su hábitat “natural” está determinado y condicionado por la cultura de masas. En el capítulo III de El hombre unidimensional, La conquista de la conciencia desgraciada: una desublimación represiva, Marcuse afirma que “lo que se presenta ahora no es el deterioro de la alta cultura que se transforma en cultura de masas, sino la refutación de esta cultura por la realidad […] La alta cultura siempre estuvo en contradicción con la realidad social [pero hoy esta contradicción se ha neutralizado] mediante la extinción de los elementos de oposición, ajenos y trascendentes de la alta cultura, por medio de los cuales constituía otra dimensión de la realidad. Esta liquidación de la cultura bidimensional no tiene lugar por medio de la negación y el rechazo de los «valores culturales», sino por medio de su incorporación total al orden establecido mediante su reproducción y distribución a escala masiva.” 

El unidimensional es un hombre a quien se ha despojado de su imaginación y secuestrado su razón crítica dejando en ese vacío un conformismo placentero, que se traduce en un individualismo narcisista que responde a los estímulos alienantes del sistema y que van desde el consumo compulsivo y el culto al cuerpo hasta el reconocimiento social de sus autopercepciones por más delirantes que sean. Marcuse llama a esto «conciencia feliz», que define como «la creencia de que lo real es racional
y que el sistema entrega los bienes», lo cual refleja «un nuevo conformismo que se presenta como una faceta de racionalidad tecnológica y se traduce en una forma de conducta social». Sin embargo, esta “conciencia feliz” parece no ser suficiente para ocultar del todo el profundo malestar existencial de los individuos, porque no se puede ser feliz si la mayoría del entorno no lo es.
Aldous Huxley intuyó en “Un mundo feliz” (1932), que el sometimiento del individuo se da a través del placer, pero, como añade en uno de sus ensayos, para que ese placer inoculado sea efectivo se hace necesaria una forma adicional de control social, el cual se da a través de las drogas. “Con más o menos frecuencia, y mayor o menor intensidad,
hombres y mujeres se disgustan con el mundo en el que viven y con la personalidad que les brindaron la naturaleza y la crianza [por lo cual] el único modo racional de abordar el problema de la droga y la bebida es […] hacer de la realidad algo tan decente que los seres humanos no estén constantemente deseando escapar de ella…”, escribió.
Otra visión futura de este presente, y en cierto modo complementaria a la de Huxley, es la que concibió George Orwell en “1984” (1949). En esta novela el control social se da a través de la vigilancia de los individuos que ejerce el ojo del “Gran Hermano”, a cuyo pensamiento único y neo lengua están sometidos todos los individuos.
Es así que vigilancia y pensamiento único son recursos que permiten el control de la democracia y la apropiación de la lengua y de la biosfera terrestre, ambas sistemáticamente degradadas y esquilmadas, para asegurar la hegemonía capitalista.
Una hegemonía que, según muchos pensadores, politólogos y economistas, la pandemia del Covid-19 ha puesto en jaque junto a todo su andamiaje ideológico al activar de forma indiscriminada el atávico temor a la muerte de los individuos. Entonces ¿es acertado, exagerado o apresurado el pronóstico que augura el fin del capitalismo y el nacimiento de otro orden más justo y equitativo?

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¿QUÉ MUNDO VENDRÁ?

Por: Antonio Tello


Es tal el impacto causado por la pandemia que azota al mundo, que muchos se apresuran a pronosticar el fin del capitalismo y hasta una nueva civilización. Sin embargo, como la historia lo indica, cuando la crisis sanitaria pase y la gente salga a la calle lo más probable es bajen las expectativas y, una vez más, la revolución quede pendiente.

La conmoción causada por la pandemia del coronavirus en el imaginario social ha llevado a no pocos politólogos y filósofos a declarar la muerte del capitalismo y que el mundo ya no será el mismo una vez que la crisis haya pasado y todo vuelva a la rutina habitual, Pero ¿hay razones objetivas para creer que el sistema económico que ha sometido y somete al mundo y alienado a la sociedad se derrumbará?

El impacto político, social, económico y emocional causado por la pandemia del Covid- 19 es de tal calibre, que muchos especulan con que, una vez superada, el mundo ya no será el mismo. Por primera vez en la historia, la totalidad de la humanidad siente la presencia de la muerte no a través de la violencia explícita de la guerra sino a través de una acechanza en la transparencia del día. No son pocos los pensadores que se han apresurado a pronosticar que las dramáticas vivencias ocasionadas por la pandemia condenarán el capitalismo a su fin y que, sobre sus ruinas, nacerá un nuevo orden mundial cimentado en los valores y las virtudes –amor al prójimo, solidaridad, generosidad, equidad, justicia, etc.- de una “ética ciudadana”. Incluso, personajes como el ex secretario de Estado de EE.UU., Henry Kissinger, temiendo que eso pase llama al Gobierno de su país a tomar medidas para conjurar las amenazas del coronavirus y “prepararse para una nueva época” salvaguardando “los principios del orden mundial liberal” (Wall Street Journal, 3/4/2020) Pero ¿es realmente tan profunda la conmoción como para que esto suceda? ¿No será más la expresión de un deseo, de una necesidad o de un temor antes que una posibilidad real de cambios tan drásticos?
En “Historia del siglo XX” (Salvat-La Nación, 1996), siguiendo al historiador inglés Eric Hobsbawn, presumí con cierta inocencia que las caídas de la URSS y del muro de Berlín favorecerían un nuevo orden internacional basado en un desarrollo más equilibrado entre los países, pues de lo contrario la civilización misma estaba en peligro y no creía que las elites mundiales fueran tan insensatas como para abocar al mundo a su destrucción. Sin embargo, las políticas que se sucedieron fueron insensatas. Ya por entonces, desde el golpe de Estado de Pinochet en Chile, en 1973, el monetarismo había comenzado su recorrido y EE.UU. y Gran Bretaña, encabezados por Ronald Reagan Margaret Thatcher, imponían a Occidente sus políticas nacionalistas sustentadas en el neoliberalismo, las cuales torcerían cualquier intento de un orden internacional más humano. “No existe sociedad, sino individuos”, declaraba por esos días la Thatcher expresando la esencia del pensamiento liberal. En este punto cabe preguntarse cómo las ortodoxias de libre mercado puro, tan desacreditadas después del fracaso que derivó en la Gran Depresión de los años 30, habían vuelto a implementarse con tanto vigor en las décadas de los 80 y 90, en un contexto mundial depresivo.

Como era de esperar, los postulados económicos neoliberales aplicados por el FMI, el Banco Mundial y otros organismos controlados por el alto capitalismo, volvieron a fracasar y los países pobres lo fueron aún más. Estallaron las crisis por la deuda internacional (México, Polonia, los países africanos) y se sucedieron los colapsos económicos de los llamados países emergentes de Asia (los “tigres asiáticos”) y Latinoamérica. La ola neoliberal también golpeó a Argentina acelerando en los noventa del siglo XX el desmantelamiento del Estado iniciado por la Dictadura cívico-militar hasta su colapso en 2001 y, tras catorce años de frágil recuperación, situando nuevamente al país al borde de la quiebra económica y del abismo social.
La persistencia hegemónica del capital especulativo sobre el productivo y la anorexia de los Estados, convertidos en meros feudos de las grandes corporaciones, fueron dos de los principios activos de la previsible recesión económica de 2008, a raíz de la cual se alzaron muchas voces, entre ellas las de los presidentes de Francia, Nicolás Sarkozy y, en 2017, Emmanuel Macron, quienes reclamaron la necesidad de “refundar el capitalismo” y “darle un rostro humano”. Pero, los ideólogos del capitalismo neoliberal no pensaban lo mismo, puesto que para ellos, los individuos, las empresas y los países todos, salvo los bancos, podían quebrar, porque la economía de libre mercado se autorregula y, como la naturaleza, se regenera y brota con más vigor.
No sucedió así en un primer momento porque el Estado no acudió al rescate de los bancos intoxicados por activos fraudulentos y en quiebra. El Tesoro y la Reserva Federal de EE.UU. dejaron caer a Lehman Brothers, el cuarto banco de inversión del país y, consecuentemente, el pánico se apoderó de Wall Street y el mundo creyó que el sistema estallaría. Pero, nueve días después de la caída de Lehman Brothers, el 24 de septiembre de 2008, George W. Busch, entonces presidente de EE.UU. advertía a sus colaboradores más inmediatos: “Si no se afloja el dinero, todo podría irse al infierno”. Y no se fueron porque enormes cantidades de dinero público se emplearon -vía nacionalización o control de la Fed (Federal Reserve System), que opera como banco central del país-, para salvar finalmente, según la premisa neoliberal, a algunos grandes bancos mientras dejaba que otros quebraran. A la administración Busch y a los ideólogos del neoliberalismo se les debieron de revolver las tripas al tener que recurrir al Estado para evitar el colapso de la economía occidental, pero, como dijo el exsecretario del Tesoro de EE.UU., Tim Geithner, según la cita de Claudi Pérez en “Recesión a lo grande: crónica de los diez años de crisis que cambiaron el mundo” (El País, 9/9/2018), “Las crisis no acaban sin los Gobiernos asumiendo los riesgos que los inversores privados no quieren, sacando la catástrofe de encima de la mesa […] la única solución, en esos casos, es que el sector público asuma riesgos”. Así, mientras muchos esperaban que, como sucedió durante el crash de 1929, los banqueros e inversores causantes y víctimas del desastre saltaran al vacío en Wall Street, lo que ocurrió esos días fue que los ejecutivos de los grandes bancos, responsables de fraudulentas gestiones, marchaban a sus casas con millonarias indemnizaciones en sus bolsillos. El único que se suicidaba en 2012 era Dimitris Christoulas, un pensionista griego a quien la crisis de su país había llevado a la desesperación.

La ley del más fuerte, principio esencial del darwinismo social propio del liberalismo, se imponía en la toma de decisiones de los gobiernos. El Estado anteponía el rescate de la banca y de los grandes inversores sin contraprestaciones y a fondo perdido, a la atención de las necesidades de millones de trabajadores que perdían sus trabajos y sus casas, las cuales, como sucedía en España, volvían a propiedad de los bancos sin que ello supusiera la liquidación de la deuda, y veían cómo sus empleos se precarizaban o sus sueldos caían al límite de la subsistencia. También quedaban en el camino los pequeños ahorristas y pequeñas y medianas empresas. ¿Por qué los Estados no ayudaban a las personas? Tal vez, porque las perversas políticas liberales, favorables a la salud de los “mercados” y, por lo tanto, contrarias al interés y al bienestar ciudadanos, simplemente se han naturalizado en el pensamiento y en la conducta de una clase política cooptada por el poder económico.

Pero, este darwinismo social no es nuevo en la historia y las consecuencias de las quiebras no las asumen casi nunca quienes las han provocado. En el siglo XVII, en tiempos precapitalistas, debido a la presión especulativa de los mercaderes holandeses, el bulbo de tulipán llegó a valer tanto como una casa; en el siglo siguiente, la burbuja especulativa estalló en Gran Bretaña cuando la South Sea Company (Compañía de los Mares del Sur), que, a raíz de los términos del Tratado de Utrecht (1713) se había hecho con el monopolio del comercio británico con las colonias españolas, quebró provocando el llamado crash de 1720, que dejó en la ruina a miles de ahorristas e inversores; a mediados del siglo XIX, también en Gran Bretaña, la railway mania (manía del ferrocarril) generó un vértigo especulativo que colapsó en 1846 y dejó en vía muerta a numerosas compañías ferroviarias y a sus trabajadores.

La crisis recesiva argentina de 1890 también tuvo en la railway mania uno de sus principales factores desencadenantes. Durante la presidencia de Miguel Juárez Celman se emprendió una política expansiva centrada en el trazado y construcción de líneas férreas que, como escribí en “Breve historia de Argentina: claves de una impotencia” (Sílex, Madrid, 2006), “atrajeron un enorme caudal de inversiones extranjeras e incentivaron la actividad de los especuladores cordobeses, quienes, valiéndose de informaciones privilegiadas, compraban tierras que poco después se revalorizaban con el paso del ferrocarril. La política inflacionista que el gobierno nacional llevó a cabo, no obstante contar con importantes reservas en oro, igualmente favoreció a los especuladores permitiéndoles cobrar en oro y saldar sus deudas con papel moneda depreciado. Al mismo tiempo, para proteger a los inversores extranjeros de los efectos de la inflación, el gobierno concedió a estos unas garantías de beneficios mínimos avalados en oro”. Un mecanismo que, con mayor sofisticación y recursos, también utilizarían la Dictadura (1976-1983) y los gobiernos menemista (1989-1993) y macrista (2015-2019). Ninguno de los actores del saqueo asumió responsabilidades políticas ni penales mientras miles de ciudadanos debían pagar efectivamente las consecuencias de estas gestiones contrarias al buen gobierno. Así como ninguno de estos episodios alteró profundamente la dinámica de las políticas económicas, tampoco las sucesivas epidemias de fiebre amarilla que diezmaron Buenos Aires, sobre todo la de 1871 que dejó unos catorce mil muertos, originaron cambios políticos o éticos perceptibles en la sociedad.

Si bien las devastadoras epidemias europeas de los siglos XIV y XV liquidaron el feudalismo y dieron al ser humano la conciencia de su soberanía y de su centralidad en el mundo ¿cabe inferir ahora, a finales de la segunda década del siglo XXI, que la pandemia que azota al planeta afectará tan gravemente al sistema capitalista como para provocar su caída? Es muy dudoso de que tal cosa suceda, al menos en un corto o mediano plazo. De igual modo que a la Iglesia católica se le reconoce una extraordinaria capacidad de adaptación para sobrevivir a los profundos y diversos cambios políticos, ideológicos, económicos, sociales e incluso cismas internos que se han producido a lo largo de más de dos mil años de historia, también al capitalismo cabría atribuirle la misma capacidad camaleónica para resistir a grandes revoluciones y regenerarse tras sus propios colapsos.
Si, como dice el filósofo español Emilio Lledó, “la experiencia es la esencia del conocimiento”, es dable pensar que la experiencia de la pandemia combinada con el agotamiento doctrinal del liberalismo, hará que este capitalismo, hoy bloqueado por la codicia desmedida de sus agentes, desencadene ciertas transformaciones en todos los órdenes de la actividad humana aunque, probablemente, será en la dirección de la cínica paradoja que, en “El gatopardo”, de Giovanni Tomasi di Lampedusa, expresa Tancredi al príncipe Salina: “Si queremos que todo siga como está, es necesario que todo cambie”.

Pocos días después de la caída de Lehman Brothers en 2008, un timorato Nicolás Sarkozy, entonces presidente de Francia, fue uno de los primeros en reclamar estas transformaciones del capitalismo. “La autorregulación para resolver todos los problemas se acabó, le laissez-faire c’est fini. Hay que refundar el capitalismo…”. Esto es gatopardismo. Cambiar para que nada cambie. Por ello, antes que pensar en un dudoso fin del capitalismo o en su refundación es, quizás, más razonable pensar en el camino que seguirán las sociedades después del agotamiento del sistema y de una amenaza tan invisible como devastadora. Es una ingenuidad creer que, a pesar de una experiencia tan traumática como la pandemia que se vive en los albores del siglo XXI, los seres humanos serán más buenos y mejores de lo que han sido a lo largo de la historia después de ella. Por otra parte, la historia muestra asimismo que las epidemias también han dado lugar a estados represivos y favorecido tentaciones autoritarias, especialmente si dichas epidemias se han producido combinadas con una depresión económica. Vaya como ejemplo la epidemia que asoló a España en 1918 y que costó la vida a una 250.000 personas. En momentos en que el país sufría escasez de alimentos e inflación monetaria a causa de la Primera Guerra Mundial, un escaso desarrollo económico y cierta ineptitud institucional para gestionar la situación, la epidemia de “gripe española” contribuyó al descrédito de la clase política liberal y alentó el autoritarismo de los sectores más reaccionarios dando paso en 1923 a la dictadura de Primo de Rivera.
Lo referido enseña que la experiencia de la pandemia por sí misma no rescatará a la humanidad de la oscuridad ni hará a los individuos más buenos. Tal vez haya quienes aprendan de la experiencia y sean mejores y ayuden a transmitir a la comunidad la importancia de una ética ciudadana y de una conciencia del bien común. Pero esto es la expresión de una esperanza y no una certeza sociológica.
El bien común y el bien particular constituyen la encrucijada con la cual se topará la sociedad que salga de la crisis del Covid-19 y los individuos deberán optar entre seguir el camino por el que se es con los otros o por los senderos trazados por los nacionalismos excluyentes, el centralismo político-administrativo, los fundamentalismos religiosos, las limitaciones de los derechos fundamentales, la prevalencia de la economía sobre la política y los particularismos identitarios que fragmentan la sociedad, sean éstos de clase, ideológicos, políticos, económicos o sexuales.

Lo que la pandemia ha puesto al desnudo al manifestar la universalidad de la muerte es, por un lado, la vulnerabilidad de una tiranía económica, cuyo soporte doctrinal es la creencia falaz de que el éxito y la felicidad de los pueblos o de las empresas dependen del esfuerzo individual, la ambición y la codicia de los más fuertes, y, por el otro, la necesidad de un Estado, cuya prioridad y sentido sean velar por el bienestar y la felicidad de la ciudadanía entendida como una comunidad libre de individuos libres.
La singularidad y la magnitud de la experiencia han puesto de manifiesto la deriva violenta y depredadora de un el orden económico y social autoritario que rige y conduce al mundo y a la civilización a su destrucción. La globalización, cuyo proceso se aceleró tras el derrumbe del bloque comunista, ha desembocado finalmente en la construcción de un mercado planetario donde los negocios prevalecen sobre los sentimientos de fraternidad y solidaridad entre los países, y entre los pueblos y sus habitantes, los cuales emergen como fragmentos de una comunidad, pero no como una comunidad humana en su totalidad. La globalización ha generado una entidad planetaria de naturaleza mercantil que no sólo no ha alentado la conciencia del bien común, la comprensión, la tolerancia y el diálogo entre los pueblos sino que en su beneficio ha generado y promovido políticas armamentísticas, descrédito de las democracias, aumento de las desigualdades e injusticias, deterioro de la biosfera terrestre, y ha utilizado los particularismos identitarios de las minorías –étnicos, religiosos, sexuales, etc.-, los nacionalismos excluyentes y los autoritarismos demagógicos, que en estas circunstancias bien podrían tentar fórmulas para limitar los derechos y las libertades de los ciudadanos invocando la seguridad sanitaria.
Uno de los espectáculos más dramáticos de la insolidaridad político mercantil al que el mundo asiste durante la crisis sanitaria causada por el Covid-19 es el de la Unión Europea. Este comportamiento egoísta de algunos países miembros y la gestión particularizada de la crisis sanitaria que han llevado a cabo todos ellos están en la raíz mercantil liberal de la UE. Recuérdese que esta tuvo su origen en los años 50 cuando se creó la Comunidad Económica del Carbón y el Acero, la que antes de finalizar la década, Tratados de Roma mediante, se transformó en Comunidad Económica Europea y Comunidad Europea de Energía Atónica hasta que finalmente, en 1992, tras un largo y complejo proceso, alcanzó el rango de Unión político-administrativa. De modo que esta nueva entidad era consecuencia de un espacio de libre comercio fundado por banqueros y tecnócratas por el que circularon libremente los capitales y las mercancías antes que sus ciudadanos, cuya conciencia espiritual y política unitaria se ha visto relegada por las razones económicas y financieras. Razones por las cuales, los ideólogos del neoliberalismo claman contra el necesario confinamiento de la población y la parálisis económica que trae consigo.
Este ejemplo darwiniano también tiene su correlato en la vida cotidiana de todos los países del mundo en los cuales la angustia y la mezquindad dan lugar a la búsqueda de chivos expiatorios, con frecuencia identificados con el extranjero o el migrante, o a la caza de infractores e incluso al señalamiento de aquellos que, por su profesión, están expuestos al contagio. Sin embargo, la experiencia también enseña que los seres humanos están relacionados profundamente y que se necesitan para sobrevivir.

Dudo de que la crisis sanitaria liquide al capitalismo, pero a partir de la toma de conciencia del otro quizás sea posible re encauzar la vida y el destino de los seres humanos. El esfuerzo de la ciudadanía consciente de la necesidad de recobrar el sentido humano de los actos individuales, tal vez pueda desempeñar un papel, si no decisivo al menos importante, para fortalecer el sistema democrático, salvaguardar las libertades, desarrollar el Estado de derecho y la confianza en las instituciones; mostrar a los gobernantes que los presupuestos de sanidad están por encima de los presupuestos militares si realmente se quiere defender a los ciudadanos; que la educación, la ciencia y la cultura no pueden gestionarse con parámetros mercantiles sino de servicio público, y que la economía ha de estar siempre supeditada a la política, ya que conviene recordar que la palabra procede del griego “oikonomia”, que significa dirección o buena administración de la casa.
Quizás si los individuos ganaran serenidad y tiempo para la reflexión y nutrieran una inteligencia crítica, y la ciudadanía lograra recuperar una ética humanística, en la que valores como fraternidad y solidaridad fuesen pilares de la convivencia social; en la que el progreso se identificara con la condición humana y la felicidad y bienestar de los pueblos, probablemente el mundo que viene será mejor. De no ser así, las sombras que gobiernan el mundo mantendrán su imperio y nada habrá cambiado.

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LA PESTE EN LA LITERATURA

Por: Atonio Tello

La historia de la literatura brinda numerosos ejemplos que relatan la experiencia humana frente a plagas y pestes que, exaltando la presencia de la muerte, asolaron poblaciones enteras, que en su inocencia e ignorancia buscaron en el extranjero o en los dioses los causantes del mal buscando a la tragedia un sentido que no hallaban.

A lo largo de la historia, desde la Biblia hasta algunos de los más recientes libros contemporáneos, la literatura ha dado y da testimonio de mortíferas epidemias que han diezmado a la población y del miedo que provocan en ella sacando a la luz lo mejor y lo peor de la condición humana.

Las grandes epidemias que han asolado al género humano desde la más remota antigüedad hasta el presente, independientemente de las causas que las provocan, tienen como denominador común el miedo visceral que provocan en la gente y la elección de un culpable. Si en los tiempos míticos, el origen se achacaba a los extranjeros o a la ira de los dioses, que así castigaban las maldades del ser humano, en los tiempos de la razón, cuyos sueños, como expresó Goya en uno de sus grabados, a veces crea monstruos, los causantes son aquellos que se eligen como enemigos directos. Ahí tenemos ahora a EE.UU. y China, enzarzados en una guerra comercial, culpándose mutuamente de haber “plantado” el Covid-19 mientras ambas potencias pugnan por el desarrollo de una vacuna que neutralice el mal. Pero la realidad bien puede ser otra y el mal acaso sea la reacción defensiva de una naturaleza profundamente agredida por el ser humano.

Diversos factores de índole natural e higiénica confluyen, originan y difunden algunas enfermedades convirtiéndolas en epidemias, cuando se limitan a determinadas regiones, o en pandemias, cuando se extienden a numerosos países. A partir de ese momento comienza a intervenir el factor humano, que es sobre el que tratan en su mayoría los libros que testimonian de plagas históricas o ficticias que han golpeado a la humanidad, y que se manifiestan atravesadas por las tensiones del poder político, las creencias religiosas, las supersticiones, el miedo, etc.

En “Éxodo”, uno de los libros del Antiguo Testamento, las plagas que castigan a los egipcios aparecen como expresiones del poder de Yahvé, dios de los hebreos, frente al poder terrenal del faraón, quien ha esclavizado a su pueblo. Según estudios más o menos recientes, la mayoría de las plagas que el libro sagrado considera divinas tiene una explicación científica. Así, la invasión en las aguas del Nilo de algas rojas, cuyas toxinas no sólo habrían “ensangrentado” el río sino también provocado la mortandad de peces y afectado el aparato respiratorio de las personas. Igualmente, la plaga de pulgas, piojos y moscas, trasmisoras de virus y bacterias letales que se encuentran en las ratas, habría sido la causante de los forúnculos de la población humana y la mortandad del ganado.


También la peste está presente en la tragedia de Edipo rey, que Sófocles escribió en el siglo V a.C. En ella, los sacerdotes se apresuran a decir que la epidemia es el castigo de los dioses a Tebas debido a que aún sigue impune el asesinato del rey Layo, lo cual da a entender un trasfondo político en la atribución del origen de la enfermedad. El nuevo monarca, Edipo, angustiado por la gran mortandad de tebanos, encarga a Creonte que descubra al asesino ignorando que es él y que Layo era en realidad su padre, como Yocasta, su esposa, es su madre. Ésta, al saber la verdad, se suicida y Edipo, quien se había burlado de la ceguera de Tiresias, se arranca los ojos y marcha al destierro dejando en el trono a Creonte.

La ceguera también es el mal que utiliza el escritor portugués José Saramago en Ensayo sobre la ceguera, libro publicado en 1995, para expresar la superficialidad en la que ha caído la civilización occidental, incapaz de ver en lo más profundo de su conciencia. Aquí, la “ceguera blanca” afecta a millones de personas impedidas de ver lo esencial de la vida hasta que, guiadas por la protagonista de la ficción, un día vuelven a percibir la luz.

La ceguera aparece como castigo divino en el bíblico Libro de Tobías, considerado apócrifo por judíos y protestantes, pero canónico por el cristianismo católico y el ortodoxo. En él, la pérdida de visión a causa de los excrementos de ciertos pájaros es curada por Tobías con la hiel del pez que ha utilizado para exorcizar el demonio que atormentaba a su prometida Sara.

La ceguera es uno de los síntomas de la llamada “peste de Cipriano”, que durante doce años a mediados del siglo III asoló los dominios del Imperio romano, que un siglo antes ya había sufrido la llamada “peste antonina”. Como en ésta, su causa era un agente patógeno desconocido entonces, cuyas manifestaciones, según escribió el entonces obispo de Cartago, eran fatiga, fiebre, heces sanguinolentas, infección en las extremidades y ceguera.

Las mejoras en la higiene –alcantarillado, cloacas, baños, etc.- implementadas en Roma y demás ciudades del imperio, no evitaron que en el siglo VI se diera la llamada “peste justiniana”, de la que dio cuenta Procopio de Cesarea. En 545, en medio de un brusco cambio climático, a raíz de sucesivas explosiones volcánicas combinadas con un agresivo intervencionismo humano en la naturaleza –puentes, carreteras, desecación de lagunas, variación de cauces fluviales, etc.- se verificó la primera gran expansión de la bacteria Yersinia pestis, la madre de la peste bubónica o negra, cuyos agentes transmisores son ratas, pulgas y moscas o el contagio por contacto directo. Dado que uno de los primeros síntomas del mal era el estornudo, el papa Gregorio I recomendó ofrecer una bendición a Dios para proteger de la enfermedad a quien estornudara. Esta recomendación sería el origen de la costumbre de decir “¡Jesús!” o “¡Salud!” en tal circunstancia.

En 1816, los hermanos Grimm publicaron su célebre cuento “Hamelin, el cazador de ratas”. El relato parece estar inspirado en un trágico suceso acaecido en 1284, en Hamelin. Un día de ese año, la población alemana apareció invadida de ratas y un flautista “vestido de muchos colores” se ofreció a eliminarlas a cambio de una cierta cantidad de dinero. Acordado el trato, el flautista hizo sonar su instrumento y las ratas comenzaron a salir de todos los rincones y las dirigió con su música al río Weser, donde se ahogaron. El flautista regresó para cobrar su trabajo, pero los habitantes de Hamelin, libre ya de los roedores, se negaron a pagarle. La venganza del flautista fue llevarse a los niños, de los cuales –salvo un cojo, un ciego y un sordo- nunca más se supo, según algunas versiones, mientras que otras cuentan que los devolvió cuando le pagaron hasta la última moneda. Esto es lo que relata el poeta inglés Robert Browning en el poema “El flautista de Hamelin”(*). Algunos estudiosos piensan que los pobladores de Hamelin, ante la mortandad provocada por la peste, identificada en las ratas, quisieron poner a salvo a sus hijos y que contrataron a alguien para que los alejase del foco de la enfermedad. Por su parte, Marcel Shwob, sugiere en La cruzada de los niños, escrito en 1896, que el misterioso flautista sería una idealización del papa Inocencio III, cuyas fogosas arengas para una nueva cruzada a Tierra Santa habrían seducido a cientos niños que emprendieran una, a la postre trágica, expedición –no comprobada históricamente- de la que ninguno sobreviviría.

A lo largo de los siglos XIV y XV, la peste, especialmente la del año 1348, y otras epidemias se cobraron millones de vida en Europa. En un contexto dominado por largas y cruentas guerras, como la de los Cien Años (1337-1453), las hambrunas y las revueltas campesinas y burguesas, que darían lugar a profundas transformaciones sociales y políticas, la muerte ocupó el imaginario colectivo con un poder destructor que no reconocía ni edades ni clases sociales, y descubrió a los individuos la dimensión humana de la bondad y de la maldad en los límites de lo casi insoportable.

El anónimo autor de Juan de Mandeville, que sigue la estela del Libro de las maravillas de Marco Polo, dice aludiendo a la desolación que había dejado la peste: “parecía como si hubiese habido una batalla entre dos reyes, y el más poderoso y con el mayor ejército hubiese sido derrotado y la mayoría de sus gentes asesinadas”. Pero, acaso el libro que mejor refleja las condiciones sociales de la época en el norte de Italia, concretamente en la rica Florencia, y los efectos en el ánimo de las personas de la peste bubónica que asoló la región en 1348, sea el Decamerón, de Giovanni Bocaccio, escrito entre 1551 y 1553.

Durante diez días –de aquí el título- un grupo de diez jóvenes de la alta sociedad florentina -siete mujeres y tres varones- cuentan cien historias que atañen al amor, la fortuna y el ingenio humano- para ocupar el tiempo en la villa donde se han refugiado huyendo de la peste. El libro se abre con un prólogo del autor, quien confiesa que lo ha escrito por amor al público lector, especialmente al femenino, víctima de la terrible epidemia. “¡Cuántos valerosos hombres, cuántas hermosas mujeres, cuantos jóvenes gallardos a quienes no otros que Galeno, Hipócrates o Esculapio hubiesen juzgado sanísimos, desayunaron con sus parientes, compañeros y amigos, y llegada la tarde cenaron con sus antepasados en el otro mundo! […] Con tanto espanto había entrado esta tribulación en el pecho de los hombres y de las mujeres, que un hermano abandona a otro, y el tío al sobrino, y la hermana al hermano, y muchas veces la mujer a su marido, y lo que mayor cosa es y casi increíble, los padres y las madres evitaban atender a los hijos como si no fuesen suyos”.

En el Decamerón se percibe en la actitud vitalista de los personajes el paso de la creencia, propia de una concepción mítica del mundo, de que éste es un valle de lágrimas donde el ser humano ha venido a sufrir, a otra racional en la que el ser humano se manifiesta dueño de su propio destino y capaz de gobernar el planeta. El ser humano proclama entonces su autonomía y su soberanía en el mundo y lo hace como individuo consciente de que tampoco puede lograrlo solo sino junto a los demás. “En verdad, los hombres son cabeza de la mujer y sin su dirección raras veces llega alguna de nuestras obras a un fin loable, pero ¿cómo podemos encontrar esos hombres? Todas sabemos que de los nuestros están la mayoría muertos, y los otros que viven se han quedado uno aquí otro allá en distinta compañía, sin que sepamos dónde, huyéndole a aquello de lo que nosotras queremos huir, y el admitir extraños no sería conveniente, por lo que si queremos correr tras la salud, nos conviene encontrar el modo de organizarnos de tal manera que de aquello que queremos encontrar deleite y reposo no se siga disgusto y escándalo”, escribe Bocaccio por boca de Elisa en la primera jornada cuando los diez jóvenes deciden hacer cuarentena a las afuera de Florencia.

Giovanni Villani, comerciante y cronista florentino, relata en sus Crónicas florentinas que la peste llegó a Florencia en 1347 procedente de Turquía y describe minuciosamente los síntomas. Villani, quien habría de morir al año siguiente víctima de la peste, afirma que la ignorancia agravaba la virulencia del mal y cuestiona no sólo a los astrólogos que afirmaban que la mortandad se debía a la cuadratura de Saturno con Marte, como al papa, que concedió el perdón de los pecados con el que pretendía inmunizar a los sacerdotes que se negaban a asistir a los moribundos. Tampoco Petrarca escapó a la profunda impresión que provocaba la presencia del mal y en El triunfo de la muerte describirá a ésta como “Una mujer en negro envuelta / con tal furor que yo no sé si nunca / en Flegra mostrarían los gigantes”.

No es la muerte como consecuencia de la violencia lo que asusta al ser humano y trastorna su conciencia, sino la muerte traída por lo desconocido. El absurdo, concepto del que más tarde escribirá Albert Camus en La peste. La muerte, con su poder irracional y amoral descubre brutalmente a la humanidad sus grandes virtudes y sus grandes miserias. Es ella la que hace que el ser humano tome conciencia de sí y del valor de su existencia más allá de su condición social o religiosa. El ser humano entonces percibe en su brevedad y fragilidad existenciales el valor de su individualidad y de su destino vinculado al de los otros, hecho que constituye la piedra fundamental de la cultura laica que abrirá las puertas a la Edad Moderna.

La idea de la universalidad de la muerte sustentará en estos tiempos La danza de la muerte, diálogo versificado y representable, en la que ella bailará tanto con soberanos como con obispos, señores y campesinos. La muerte se hará presente en autos sacramentales y distintas obras literarias (Gil Vicente, Diego Sánchez de Badajoz, Lope de Vega, de cuyo auto sacramental Las cortes de la muerte Cervantes hará mención en la segunda parte del Quijote, Calderón de la Barca, etc.), musicales (Romance del enamorado y la muerte, Danse macabre, de Camille Saint-Saëns, etc.), y también en representaciones iconográficas (Michael Wolgemut, Guy Marchant, Durero, etc.)

Esta universalidad de la muerte es la que refiere Daniel Defoe, el autor de Robinson Crusoe, en el Diario del año de la peste. El libro, publicado en 1722, alude a la peste que arrasó Londres en 1665, al parecer a partir de notas del diario de su abuelo Henry. En Diario del año de la peste, Defoe no sólo aporta datos, algo en lo que coincide con el diario del político inglés Samuel Pepys, sino que se detiene en la insensibilidad e insolidaridad de la clase dominante, muchos de cuyos miembros huían a sus mansiones en la campiña inglesa. Frente a esta nobleza cobarde, se alza la figura del narrador del libro, un talabartero londinense que se niega a abandonar su negocio y que es testigo de los estragos de la peste, a la que sobrevive y acaba diciendo: “Una terrible peste hubo en Londres / en el año sesenta y cinco / que arrasó cien mil almas / ¡Y sin embargo estoy vivo!”.

En Los novios, una de las grandes novelas del romanticismo italiano, publicada en 1827, su autor, Alessandro Manzoni hace una magnífica descripción de las perturbaciones políticas y sociales que vivía Lombardía entre 1627 y 1630, año éste en el que Milán fue diezmada por la peste. Como en el Diario de Defoe, Manzoni da cuenta con notable eficacia de los horrores que provoca la epidemia al tiempo que enfatiza la solidaridad de su protagonista, Renzo Tramaglino, con aquellos que los sufren.

El idealismo guía asimismo los pasos de Angelo Pardi, el protagonista de El húsar en el tejado, obra magistral de Jean Giono, publicada en 1951. Aquí, Angelo Pardi es un joven aristócrata italiano, simpatizante de los carbonarios. En Francia, donde ha debido exiliarse a causa de un duelo, recibe un día el encargo de regresar a Italia para cumplir una misión. Sin embargo, debido a una epidemia de cólera que se extiende por la Provenza, todos los viajeros son detenidos y puestos en cuarentena, cosa que en el caso del húsar se agrava cuando es falsamente acusado de envenenar las aguas. Giono, uno de los más grandes escritores franceses del siglo XX, describe con maestría los signos de la tragedia y el dolor en el marco del bello paisaje provenzal desde la perspectiva de un personaje cuyo sentido ético acaba prevaleciendo sobre el miedo y la mezquindad de muchos.

Estos factores humanos son los que igualmente fundamentan otra obra maestra de la literatura francesa, La peste, publicada cuatro años antes, en 1947, por Albert Camus. En esta novela, Camus rechaza como causa de la peste el castigo divino y el señalamiento colectivo de chivos expiatorios políticos o religiosos, como lo fueron las brujas, los extranjeros y los judíos en la Edad Media.

La peste, aunque ambientada en el siglo XX, al parecer está basada en la epidemia de cólera que azotó la ciudad argelina de Orán un siglo antes. En ella, Camus defiende la idea de que el hombre tiene más cosas dignas que reprochables e introduce la noción laica del absurdo del mal contra el cual cabe oponer la solidaridad y la libertad individuales. Una libertad no considerada como un “derecho natural”, sino como una creación ética de individuos libres que desean sociedades libres. En este sentido, La peste también parece señalar que sucesos tan devastadores para la ciudadanía son aprovechados por los Estados para, con el pretexto de protegerla del mal, recortar las libertades y los derechos individuales de los ciudadanos sin que éstos, sorprendidos entre la espada y la pared, puedan resistirse. De modo que la organización y la solidaridad del grupo, y contar con el apoyo del otro para “correr tras la salud” sin tropezar en prejuicios morales de orden social o divino, como se dice en el Decamerón, son también el propósito de los doctores Rieux y Tarrou en La peste.

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¿SE ACABARON LAS REVOLUCIONES?

Por: Atonio Tello


¿Por qué el hombre de hoy no siente el impulso de rebelarse contra el poder? ¿Realmente ha perdido toda esperanza? ¿De dónde nace su indiferencia y se somete resignado a lo que el poder económico llama “leyes del mercado”? ¿Es posible una revolución como aquella que hace cien años sacudió el poder burgués e hizo temblar los cimientos del capitalismo?

La Revolución estadounidense de 1776 -mal llamada Revolución americana- abrió la era de las emancipaciones coloniales bajo la bandera del libre comercio, precediendo a la Revolución francesa de 1789, que, bajo el mismo ideario, liquidó el Antiguo Régimen consolidando la democracia parlamentaria burguesa sobre los pilares de los tres poderes. Sin embargo, a pesar del lema “Libertad, Igualdad, Fraternidad” y de la Declaración de los Derechos del Hombre, éste no era el centro del propósito revolucionario sino los territorios considerados como enclaves comerciales para dar salida a la vasta producción generada por la Revolución industrial. En otras palabras, las guerras de emancipación -entre ellas las hispano-americanas- no fueron libradas por la libertad de los ciudadanos que habitaban los territorios colonizados sino por la libertad de comercio en contra del monopolio mercantil que ejercían las metrópolis coloniales. Fueron estas confrontaciones las primeras guerras de ocupación y control del capitalismo, que derivaron a principios del siglo XX en la Primera Guerra Mundial cuando las nuevas potencias entraron en colisión para disputarse el lebensraum -espacio vital-, concepto formulado por el geógrafo alemán Friedrich Ratzel a finales del siglo XIX y que fundamentaría las políticas expansionistas germanas de Otto von Bismarck y Adolf Hitler.

Pronto, en este estadio del desarrollo capitalista a escala internacional liderado por unas pocas potencias, las burguesías locales reaccionaron generando conflictos que a la vez que tendían a liquidar los restos de los antiguos imperios y reinos -algunos de los cuales, como el Reino Unido, supieron reconvertirse en “monarquías constitucionales”- oponían sus revoluciones nacionales Para las burguesías domésticas se trataba de organizar sus propios espacios de mercadeo eliminando las múltiples y pequeñas competencias que suponían las entidades regionales. La alianza del universalismo ideológico con los particularismos nacionales, sublimados por el romanticismo novocentista, dio como resultado el Estado-nación cristiano, el cual nunca pudo neutralizar del todo sus tensiones internas.

El estallido de la Revolución de Octubre de 1917, en el fragor de la Primera Guerra Mundial, supuso la intervención de las masas campesinas y obreras que se abanderaron detrás de su propia condición de clase trascendiendo los ideales del patriotismo burgués capitalista que sólo los tenía como carne de cañón para sus disputas territoriales. Esto viene a explicar en parte el pacto Ribbentrop-Mólotov y luego la alianza de la URSS con Occidente, que determinó la caída del Tercer Reich.

El estatuto imperial de Yalta abocó a los Estados de todo el planeta a que durante más de cuarenta años se vieran obligados a alinearse con alguno de los dos bloques ideológicos que hegemonizaban las relaciones internacionales, lo cual suponía una fuerte presión para la soberanía y la identidad de los Estado-nación. Debido a esta presión surge el Movimiento de No Alineados como un esfuerzo testimonial de numerosos pueblos de contar con una identidad propia en el contexto mundial, al mismo tiempo que las grandes potencias alentaban las “guerras de liberación nacional” dentro de las zonas “amparadas” por el bloque adversario.

Como parte de una soberbia campaña propagandística, el capitalismo occidental impulsó el Estado de bienestar e inició un efectivo proceso de desactivación del espíritu de lucha de la clase trabajadora para el que se valió de numerosas herramientas, desde la inducción al consumo compulsivo hasta el uso de recursos propagandísticos en los que se priorizaban los objetivos sobre los medios, sin reparar en los límites éticos; medios que los filósofos de la Escuela de Frankfurt convinieron en llamar “razón instrumental”.

Asimismo, al final de la Segunda Guerra Mundial, en el seno de la ONU se constituyó la OIT (Organización Internacional del Trabajo) que institucionalizó el sindicalismo como pieza fundamental de las relaciones sociales, económicas y políticas. Sin embargo, en el contexto de la Guerra Fría, en los países del Este el sindicalismo fue absorbido por el aparato del Estado comunista y en Occidente se propició su fragmentación ideológica y política que debilitó el movimiento en la misma medida que aumentaban el compromiso y la colaboración sindicales con el desarrollo industrial presidido por el capitalismo, de modo que en las primeras décadas del siglo XXI, las organizaciones obreras no sólo aparecen muy lejos de la consigna que abogaba por la unidad y la solidaridad entre los proletarios del mundo, sino que funcionan como pieza burocrática del sistema y, por tanto, resultan incapaces de liderar la lucha de los trabajadores contra el capitalismo neoliberal que amenaza con barrer todas las conquistas sociales que conforman el Estado de bienestar.

Tras las caídas del Muro de Berlín en 1989 y de la URSS en 1991, el capitalismo, ya sin oponente ideológico, aceleró lo que se definiría como “nuevo orden mundial” cuyo pilar fundamental es la economía globalizada, al mismo tiempo que las macro unidades político-administrativas se desintegraban al ritmo de las reacciones nacionalistas. El estallido de estas minorías, justificado por razones étnicas, religiosas, económicas o por mero temor a perder su identidad nacional ha dado pábulo a cruentas confrontaciones armadas y espeluznantes matanzas o a meras teatralizaciones (como la reciente declaración “en suspenso” de la República de Catalunya) que buscan solapar las miserias de sus oligarquías dirigentes y que, en cualquier caso, favorecen al poder económico mundial en su propósito de debilitar al Estado-nación a través de las entidades que marcan las estrategias político-económicas (FMI, Banco Mundial, GATT, OCDE, etc.) orientadas al trasvase de la actividad económica y de gran parte de los servicios públicos al sector privado, dominado por las grandes compañías multinacionales.

En este sentido, el Estado-nación desde los años ochenta ha venido siendo aligerado de patrimonio y responsabilidades reduciendo su papel al de gestor local de los intereses económicos multinacionales y, sobre todo, al de agente legitimador de dichos intereses mediante leyes promovidas por una clase política dominada por la tecnocracia economicista alejada de los genuinos intereses políticos y, sobre todo, insensible a las necesidades y el bienestar de la ciudadanía.

Ésta, por su parte, ha ido perdiendo progresivamente su capacidad de respuesta y, en tanto clase trabajadora, su espíritu de lucha. El capitalismo no sólo controla la economía, la política y el aparato represivo del Estado, sino también la cultura. A través de los medios de comunicación, los ideólogos del capitalismo han creado una realidad falsa y, manipulando la opinión pública, han anulado o adormecido el sentido crítico y las capacidades creativas del individuo, convirtiéndolo en lo que Marcuse llamó “el hombre unidimensional”.

Para el sociólogo francés Émile Durkheim, el hombre de la sociedad de masas alienado por la división del trabajo se caracteriza por la anomia, el individualismo y la insolidaridad, Este “hombre unidimensional”, que constituye un elemento clave sobre el que se asienta la sociedad capitalista, es incapaz de pensar en una revolución que lo resitúe en la historia y lo emancipe del orden económico; es incapaz de rebelarse contra las inexistentes leyes del mercado, porque habiendo sido despojado de toda esperanza ha entrado en el infierno y cree que para él ya no hay revolución posible.

Sin embargo y a pesar de la confusión reinante, la opresión económica, las desigualdades y las injusticias sociales parecen haber llegado a extremos insoportables para muchas comunidades independientemente del rango de desarrollo económico y político que hayan alcanzado sus sociedades. Por las más diversas causas hay reacciones colectivas –Hong Kong, Ecuador, Bolivia, Chile, Colombia, Brasil, Francia, etc.- que en el fondo cuestionan un sistema esencialmente inhumano.

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EL CABALLO DE TROYA EN LA DEMOCRACIA

Por Antonio Tello


¿Cuáles son los factores que impiden un desarrollo pleno de las virtudes democráticas y, consecuentemente, que la ciudadanía alcance un estado generalizado de bienestar y felicidad? ¿Cuáles son los agentes que agrandan la brecha entre ricos y pobres cuando el desarrollo tecnológico hacía presagiar un mundo socialmente más justo?

La clase política occidental ha dado por hecho que al fracaso del sistema comunista le sucedería una era de bienestar mundial patrocinado por un nuevo orden sustentado en las bases de la democracia liberal y en los principios económicos del capitalismo. Sin embargo, todo parece haber retrocedido a tiempos feudales.

El principal síntoma de la degradación del sistema democrático se verifica en la vacuidad del discurso político. Con la vergonzosa complicidad de los medios de comunicación, que contribuyen al ruido que oculta el sinsentido convirtiéndolo en espectáculo de masas, los representantes de la clase dirigente se abroquelan en su impotencia política. Nadie habla sinceramente sobre la necesidad de que el Estado recupere, tal como lo expuso Keynes, el control de la economía, hoy perdido y en manos del poder económico-financiero, y lidere la reactivación de la productividad, el consumo y el empleo.

Ningún dirigente, cualquiera sea el partido al que pertenezca, parece reaccionar al tratamiento de shock que han sufrido los políticos y que los ha convertido en zombis neoliberales que confunden las leyes de la vida con las leyes del mercado. Incluso ignoran que estas leyes son en realidad una y que la formuló Jean-Baptiste Say en ¡1803! cuando el capitalismo estaba en pañales; una ¿ley? que dice algo tan estúpidamente elemental como que «no hay demanda sin oferta» y que si hay oferta, habrá demanda y si hay demanda habrá empleo y si hay empleo habrá consumo». Pero claro, para que esta ley funcione tiene que haber libertad de mercado. Exactamente lo que dicen los jefes de gobierno   cuando aluden “a la mala herencia” recibida de sus antecesores en el cargo, y a la necesidad de un plan de choque para recuperar empleo, sin decir que la mentada libertad de mercado exige privatizar sanidad, transportes, educación, energía, etc. y “liberar el mercado de trabajo”. Algo que contradice flagrantemente su reivindicación de la «soberanía popular frente al mercado y los tecnócratas» y la  afirmación de que ha llegado «la hora de los buenos gobernantes», como otro dijo hace tiempo de que había “llegado la hora de la espada”. Esta situación revela por un lado que la clase política ha sido tomada por los tecnócratas y por otro que el pueblo ha sido reducido a la condición de elector excluido del debate político y convertido en masa productiva sin voz.

Esta ceremonia de la confusión se celebra a través de un discurso contradictorio sostenido por palabras carentes de sentido y de la fuerza que les da la coherencia ética. Lo que necesita el mundo globalizado no es un «gobierno como dios manda», es decir el mercado, sino un gobierno como manda el contrato social y el compromiso de los representantes con la ciudadanía de velar por el bienestar y la felicidad de la comunidad y no por la libertad neoliberal del mercado, porque ésta significa la libertad de unos pocos y la esclavitud de todos los demás.

De lo escrito puede inferirse de que el capitalismo es el caballo de Troya, el presente griego, que el liberalismo dejó en un territorio agotado por las  guerras y el esclavismo, cuyo propósito, con la equívoca utilización de la bandera de la libertad, era crear un perverso sistema de dominio.

Las ideas republicanas, cuyos orígenes hay que buscarlas en la antigua Grecia, impulsan el desarrollo de la democracia sobre dos pilares fundamentales: la soberanía popular y la libertad. La primera permite concebir un sistema de gobierno basado en las virtudes cívicas de los ciudadanos y el imperio de la ley como mecanismo defensivo frente al imperio de los hombres. La segunda, en el marco del imperio de la ley, surge de modo natural como principio de no dominación de los hombres por otros hombres. La libertad individual no existe por sí misma sino como expresión de la libertad colectiva que emana de las instituciones.

Sin embargo, el liberalismo, que se desarrolla como sostén ideológico del capitalismo, define a la libertad como un derecho natural del individuo a cuya voluntad no puede oponérsele impedimentos y, por lo tanto,  ha de tener patente de corso para hacer lo que quiera. Esta concepción de la libertad individual en detrimento de la libertad colectiva es la que acaba imponiéndose arrastrada por las revoluciones liberales de los siglos XVIII y XIX. La Constitución de EE.UU. y la Revolución francesa consagran la soberanía popular como fuente de todo poder político, pero también la libertad individual como bandera del progreso y el bienestar de todos en el falso supuesto de que todos tienen igualdad de oportunidades. «Libertad, igualdad y fraternidad» es el lema de los revolucionarios franceses.

De este modo tan sutil como perverso el liberalismo introdujo en el imaginario popular la idea de que todos los individuos son libres e iguales ante la ley, cuando en realidad habían abierto la puerta al dominio de una oligarquía burguesa, cuya capacidad de poder se demostraría históricamente muy superior a las oligarquías aristocráticas que, en Occidente, alcanzaron su máxima expresión en las monarquías absolutas. El soberbio poder de esta oligarquía se fundamentó desde el principio en el control acumulativo de los bienes de producción, el cual trajo consigo su hegemonía económica y cultural, y, finalmente, la reducción del concepto de libertad al de libertad de comercio y flujo de capitales en detrimento de las demás libertades civiles y de los derechos humanos.

Una vez introducido su caballo de Troya en el sistema democrático, esta oligarquía, que hoy podemos identificar con bancos y compañías multinacionales, fue vaciando de contenido las instituciones democráticas, debilitando el papel regulador del Estado, deslegitimando a la clase política al convertirla en marioneta de sus intereses y con ello reduciendo la soberanía popular a una mera ilusión, y, lo más grave, adormeciendo, mediante el consumo y la vacuidad del discurso, el impulso contestatario de los pueblos.

El resultado de este proceso natural del sistema capitalista es la alienación social, la frustración y la carencia de ilusiones en el futuro, mientras una minoría sostenida por especialistas de la violencia [la producción de la industria militar es superior a la alimenticia] goza de un dominio global y muy pocos creen que las cosas puedan cambiar. Mientras por el camino se desintegraban los principios de igualdad y fraternidad y el de libertad era canibalizado por el mercado, los gurús del posmodernismo sentenciaban el fin de las ideologías, de las utopías y el fracaso del comunismo, pero nada han dicho ni dicen de la degeneración y fracaso de la democracia. Llegado a este punto ¿qué hacer? aparece como una pregunta que vuelve a cargarse de sentido para que los pueblos den una respuesta a las agresiones del poder.

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CAPITALISMO GLOBALIZADO Y LITERATURA

Por Antonio Tello


El sistema capitalista encabalgado a los principios del liberalismo, desde la emancipación de EE.UU. ha orientado sus pasos hacia la concentración de los capitales y la conversión del mundo en un vasto mercado. Tal proceso ha condicionado todas las actividades humanas y el arte y la literatura no son excepciones.

El desasosiego que hoy relacionamos con la parcial y mercantil difusión de los autores argentinos en particular e hispanoamericanos en general, en realidad es el síntoma de un problema más profundo que atañe a la creación artística y al producto que genera en el marco de una sociedad hegemonizada por las doctrinas económicas de corte monetarista propias del neoliberalismo.

Tal circunstancia es el resultado del progresivo avance del pensamiento racionalista sobre todos los órdenes de la actividad humana que, al romper el equilibrio entre espiritualidad y materialidad en favor de esta última, ha determinado una nueva escala de valores.

Cuando se habla de nuevo orden económico o de economía globalizada se tiende a pensar que se trata de una de las entelequias a las que son dados muchos economistas poskeynesianos. Sin embargo, este nuevo orden económico internacional es una realidad que supone el triunfo absoluto de la materia sobre el espíritu, de la razón sobre la imaginación, que, en un plano más concreto, se traduce en el aceleramiento de las tendencias concentracionarias del capital -sobre todo desde la desaparición de la Unión Soviética y el auge de las doctrinas monetaristas-, y, como parte de las necesidades de mercado y consumo, de homogeneización cultural.

Con la consagración del orden materialista en la sociedad mundial culmina un proceso de descapitalización de las creaciones del espíritu y los valores humanistas, cuyas consecuencias en el campo de la producción y difusión literarias significan la transformación del editor en gestor y del escritor en productor cultural de una industria que necesita generar y publicar miles de títulos anuales para satisfacer sus expectativas de beneficios. Desde el poder económico la creación artística es, así, despojada de su carácter indagador y crítico y reducida a cumplir un papel recreativo dentro del mercado.

Los principales problemas que afectan a la narrativa como consecuencia de estas transformaciones están en la grieta abierta entre el autor y el editor por un lado y la sanción de tendencias literarias que se acomodan a las exigencias de un mercado global por otro. La distancia entre el escritor y el editor está determinada por la distinta valoración que uno y otro hace de la obra literaria.

Mientras para el escritor la obra literaria es el fruto de un esfuerzo intelectual por comprender el mundo a través de los actos, pensamientos e inquietudes humanos, para el editor, cuando se identifica exclusivamente con las premisas mercantilistas, es poco más que la materia prima de una mercancía a vender. Es cierto que la obra literaria al editarse y convertirse en libro asume un carácter de mercancía y también que este hecho no desvirtúa necesariamente su calidad artística original. Pero el problema se suscita cuando el editor, reduciendo el libro a objeto de consumo, aparta su contenido del ámbito del desarrollo espiritual y, condicionándolo a las pautas del mercado, lo acomoda a los gustos de los consumidores. Es decir que, en la medida que el editor, a expensas de su carácter de difusor cultural, asume un papel de gestor mercantil e interviene de modo decisivo en la formulación del producto como objeto de consumo, no sólo vacía conceptualmente el libro de contenido sino que vulgariza y falsea la idea misma de literatura.

Los efectos de esta gestión se multiplican en proporción geométrica cuando, respondiendo a las tendencias concentracionarias de los medios de producción, la empresa editorial se estructura en grupo nacional o multinacional de editoriales con miras a controlar parcelas cada vez más grandes de mercado con el soporte de los grandes medios de comunicación que, en no pocos casos, también pertenecen al grupo.

En el organigrama de estas estructuras empresariales, el editor abandona definitivamente su tradicional labor específica al mismo tiempo que su opinión cede ante la presión especializada de los jefes de marketing, quienes diseñan «líneas editoriales» de acuerdo a prospecciones de mercado y pautas financieras. En este marco, un editor ya no es considerado por su cultura, sensibilidad y capacidad para intuir y consagrar a un autor de talento o reconocer un texto literariamente valioso, sino por la rapidez y eficacia para noticiarse de lo que pasa en el mercado internacional, detectar un valor seguro en Publishers Weekly y contratar a cualquier precio un top ten antes que ningún otro, incluso antes de que la obra se haya escrito. En este caso, el editor-gestor no duda en pagar millonarios anticipos a cuenta de derechos de autor que, en función de las expectativas de beneficios de la empresa, acaban por ser detractados de los anticipos de autores menos «comerciales».

En la organización de las mega-editoriales, el autor, incluido aquel que cobra millonarios adelantos, desciende al escalafón de amanuense de un único y repetitivo libro, no muy diferente en su tarea al chaplinesco operario de Tiempos modernos, y el valor de su firma queda, por regla general, por debajo del que ostenta la marca editorial. ¿Hay algún autor a quien alguna vez no le hayan devuelto un manuscrito diciéndole que «lamentablemente no se ajusta a la línea de la editorial»?. Independientemente de que esta sea una fórmula retórica para rechazar un manuscrito, lo cierto es que de su enunciación se infiere que ha tomado carta de naturaleza el hecho de que los valores artísticos de una obra literaria sean siempre confrontados y supeditados a los valores mercantiles que sustentan la línea editorial.

El progreso de la identificación entre la sociedad humana con el mercado ha generado de modo casi natural lo que podría llamarse cultura del camalote. El camalote es una especie de planta acuática invasora, parecida al loto, que se distingue por tener poca raíz, grandes hojas y vistosas flores que flotan ocupando un gran espacio y dejándose arrastrar por la corriente. De acuerdo con el carácter de este vegetal, común en los ríos de Sudamérica, la cultura del camalote invade todas las corrientes merced a la acción de muchos agentes polinizadores. Entre éstos están los críticos, quienes, como parte del engranaje mediático, están sometidos al mismo proceso de vulgarización que el escritor. Sin entrar en mayores detalles, puede decirse que su labor específica también ha sido desvirtuada por el sistema vigente al quedar condicionada por la línea editorial del medio para el que trabajan, la famélica retribución que reciben y el corto tiempo del que disponen para leer y analizar el libro y redactar su reseña. Una reseña cuya finalidad primordial es orientar al lector y moldear sus gustos según los dictados de los intereses empresariales, los cuales se ocultan detrás de la falaz «tiranía del mercado».

Mayor complicidad con el sistema imperante tiene el estamento académico cuya pereza intelectual lo lleva a dormirse sobre la redonda y verde hoja del camalote y dejarse arrastrar por la inercia académica, mientras se mira el ombligo y sueña con el grado cero de la escritura. Sobre la base de políticas educativas que valoran la eficacia sobre la imaginación y la lógica racional sobre el vuelo poético y en el marco de una universidad cada vez más alejada de la vida y del conocimiento del mundo, los profesores de literatura, los filólogos, los lingüistas, los semiólogos, los académicos en general, dan sus clases y realizan sus investigaciones imbuidos de un cientificismo estéril que propicia el inmovilismo, la conservación del statu quo y, consecuentemente, la ignorancia ilustrada. Obviamente no todos los profesores son así, pero en general tienden a serlo.

Estos factores explican que, en el contexto de la cultura del camalote, los grandes creadores de la literatura son reconocidos y estudiados, pero también reducidos a iconos de estantería; a una especie de clásicos despojados, en algunos casos, del carácter subversivo de su arte. De esta forma los autores consagrados de pasadas generaciones marcan la frontera entre lo existente y lo inexistente.

Este vacío virtual generado por el orden dominante justifica ideológicamente la acción de llenar las librerías de ingentes novedades que resultan de una superproducción que no responde tanto a una lícita pretensión de beneficios como a otra, ya más discutible, de grandes beneficios. Cabe señalar en este punto que la enorme avalancha de títulos de efímera existencia no sólo colapsa las librerías sino que limita al público el acceso a las obras realizadas y editadas según criterios no exclusivamente mercantiles. Esta clase de libros, frecuentemente ignorados por la prensa y por lo tanto invisibles para el público, se queda, así, sin un espacio y un tiempo de exposición acordes con el tiempo que ha llevado su creación y preparación, lo cual acaba por distorsionar sus verdaderos costos de producción, incluidos en éstos los trabajos intelectual y editorial.

A tenor de esta política editorial que ha consagrado la cultura del camalote, los escritores que aspiran a ser leídos y vivir de su oficio son empujados a adoptar un estilo internacional. Tal estilo, diseñado por los arquitectos de la mercadotecnia como trasunto de la literatura globalizada, se caracteriza por una expresión minimalista y, con algunas excepciones, conceptual y estéticamente pobre. Son estos autores los elegidos para aparecer como los verdaderos artífices del quehacer literario y, como tales, para ocupar las páginas de diarios y revistas, especializadas o no, y los espacios radiofónicos y televisivos; también para recibir algunos de los muchos premios nacionales o internacionales, comerciales o institucionales, los cuales, por otra parte, operan más como factores de promoción comercial que de distinción artística.

Mientras tanto, los escritores que se niegan a perder su identidad literaria y a renunciar a sus proyectos estéticos para formar parte de la cultura del camalote quedan prácticamente aislados de su contacto con el lector. Invisibles para el gran público. Abocados a la condición de inéditos o a la auto publicación, a menos que tengan la fortuna de entrar en los ajustados programas de los llamados pequeños editores independientes, estos autores, irónicamente llamados «de minorías», «de culto», «raros» y hasta «literarios», mientras elaboran trabajosamente sus obras, invierten gran parte de sus energías creadoras en tareas alimenticias que, en el mejor de los casos, se desarrollan en el territorio de la producción editorial.

Pero no debe suponerse que se trata de una conspiración, sino de una realidad en la que tanto autores como lectores son empujados a aceptar las reglas del establishment económico y a tomar por cierta e incontrovertible la falacia de la cultura del camalote y, dentro de ella, la de la literatura globalizada o en vías de globalización. En otras palabras, en el marco de una sociedad dominada por un economicismo fundamentalista que la ha reducido a mero espacio mercantil, los grandes grupos editoriales, como expresiones acabadas del sistema dominante en el plano de la actividad cultural, tienden por principio ideológico y necesidad comercial a homogeneizar la cultura, cuya expresión literaria es el estilo internacional. Un estilo que simboliza la depreciación del artista y la sustitución de la obra de arte por un simple objeto de consumo. Esto explica, por ejemplo, que muchos supongan que después del boom de la literatura hispanoamericana que consagró, entre otros, a autores como García Márquez y Vargas Llosa, no hayan surgido nuevos autores de verdadero peso. Pero tal suposición es infundada. América Latina, que en su reciente historia ha sufrido los terribles efectos de la deuda internacional, las dictaduras y los ajustes económicos de corte monetarista, se presenta en el siglo XXI como un soberbio mercado, cuyo control se disputan no sin ferocidad las fuerzas económicas de Estados Unidos y la Unión Europea. Como consecuencia de esta situación y frente a la debilidad o permeabilidad de los medios locales, los principales grupos editoriales europeos a través de sellos españoles han tomado posiciones en el continente y emprendido una política de armonización lingüística y homogeneización cultural en el diverso ámbito que dominan. En este contexto, la narrativa hispanoamericana o iberoamericana sigue viva y creativamente activa, pero las tendencias que afloran indican que no escapa  al influjo de las estrategias mercadotécnicas y al adocenamiento intelectual y del gusto popular sancionado por la cultura del camalote como correlato del nuevo orden económico mundial.

No obstante, es razonable suponer que esta situación de hegemonía materialista que ha consagrado los desequilibrios sociales, la homogeneización cultural y la sobrevaloración científico-tecnológica no se prolongará durante mucho tiempo más y que la inteligencia, sensibilidad e instinto de supervivencia humanos activarán las fuerzas correctoras de un modo de vida que parece abocar la civilización a su colapso.