TERESA DE ÁVILA, DIVINA PASIÓN
Por: Carmen Garcia Gonzalez
“Esta divina pasión/ del amor en que yo vivo/ ha hecho a Dios mi cautivo/ y libre a mi corazón; / y causa en mí tal pasión/ ver a Dios mi prisionero/ que muero porque no muero”
Dice Rafael Álvarez “el Brujo”, actor y dramaturgo, en su magnífico espectáculo “Dos tablas y una pasión” que Teresa de Ávila no llegó al arte y a la mística a través de la religión, sino que fue precisamente al revés, que la contemplación del arte (en este caso la visión de un cuadro donde se representaba a Jesucristo y María Magdalena), de la belleza artística, le llevó a la religión.
Siglos más tarde, la impresión que le causó al escritor francés del siglo XIX Sthendal la visión de la Florencia renacentista, daría lugar a lo que se llamaría “el síndrome de Sthendal”, que se produce cuando algo que observamos nos parece tan maravilloso que nos trasciende más allá de la realidad, una especie de embriaguez súbita que nos inunda ante algo realmente bello. Quizás eso fue lo que le ocurrió a Teresa.
“Alma, buscarte has en Mí / y a Mí buscarme has en Ti.”
La Iglesia pronto la hizo santa, debía tener buenos amigos al igual que poderosos enemigos. Para Teresa, descendiente de judíos conversos, el fantasma de la limpieza de sangre siempre revoloteo sobre su vida y escritos. En una sociedad donde la Iglesia regía la vida de todos, no ser “cristiano viejo” era una mancha en el buen nombre de una familia, y la Santa Inquisición podía hacer acto de presencia en cualquier circunstancia y acusar de hereje incluso al más beato.
Cómo dijo don Quijote: “Sancho con la Iglesia hemos topado”, Teresa topó con la Iglesia, aunque más bien fue la Iglesia quién topó con ella para encontrarse con una de sus más grandes reformadoras.
La biografía de Teresa de Ávila o Santa Teresa de Jesús es bien conocida. Nace Teresa Sánchez de Cepeda Dávila y Ahumada el 28 de marzo de 1515 en Ávila y muere en Alba de Tormes de tuberculosis en octubre de 1582. Es beatificada en 1614 y canonizada en 1622. Lo que se dice una carrera meteórica. Nombrada doctora de la Iglesia Católica en 1970, es la primera mujer que ostenta este título. “Doctores tiene la Iglesia” dicen, pero doctoras en dos mil años de cristianismo solo tres: ella, Santa Catalina de Siena y otra carmelita descalza, Santa Teresita del niño Jesús.
Sin embargo, lo que nos ocupa en este artículo no es su santidad, sino su poesía. La trasposición del ardor religioso a los más bellos poemas de amor místico que con San Juan de la Cruz y Fray Luis de León iluminan la literatura en castellano.
Teresa y Juan se conocen cuando ella tiene cincuenta y dos años y el veinticuatro. Qué poder de convicción no tendría nuestra mística en esa España, dueña de un Imperio en donde nunca se ponía el Sol, que fue capaz de hacerle olvidar su intención de retirarse a la cartuja del Paular, (pensaba dedicarse a la oración apartada del mundo) para que la siguiese a fundar el primer convento masculino de la orden del Carmelo.
“Vámonos a enriquecer/ a donde nunca ha de haber/ pobreza ni desconsuelo/ hijos del Carmelo…..Hermanos, si así lo hacemos/ los contrarios venceremos/ y a la fin descansaremos/ con el que hizo tierra y cielo/ hijos del Carmelo.”
Si Teresa hubiera nacido en este siglo, estoy segura de que le encontraríamos al frente de muchas manifestaciones convertidas en una activista. Ella en sí, en su condición de mujer, tuvo que luchar toda su vida por “ser” y no dejar de “ser” y no pudo desarrollar toda su energía y creatividad más que a través de la religión; porque si a los siete años –como dicen las crónicas- ya quiso escaparse para ir a recorrer mundo, y a los catorce escribió una novela de caballería, qué poder podía enclaustrarla. Un marido físico casi le hacía esclava, pero un marido espiritual podía ser la salvación para una personalidad tan arrolladora.
“Si el amor que me tenéis/ Dios mío, es como el que os tengo./Decidme: ¿en qué me detengo”.
Entre deambular por las tierras de Castilla fundando conventos de la orden del Carmelo, enfrentarse a la Inquisición por su idea de reforma de la orden que a veces veía en ella una hereje, y tener trances místicos (algunos opinan que tales trances no eran más que la manifestación de ataques epilépticos), Teresa de salud delicada, pero de voluntad recia sacaba tiempo para escribir. Aunque su orden se debía a la humildad y a la pobreza, ella provenía de familia hidalga y culta. Amante de la lectura (le volvían loca los libros de caballería), la propia Teresa reconoce en sus escritos que le cuesta ponerse a ello, pero que lo hace para transmitir a sus monjas su ideario. Escribe de forma sencilla y amena, sin demasiado artificio, tratando de desarrollar su mensaje y hacerlo entendible. Así utiliza el castellano y no el latín (también criticada por esto, ya que el latín se consideraba la lengua culta de los eclesiásticos, pero incomprensible para el pueblo llano). Es de destacar su prolífica correspondencia, escribió más de cuatrocientas cartas a diversos personajes importantes de la época (entre ellos Felipe II) dejando en ellas su impronta de una mujer con carácter y determinación.
Sus obras, aparte de la poética, se dividen en dos categorías: las llamadas autobiográficas y las de carácter místico. En las autobiográficas encontramos: “El libro de la vida” donde nos cuenta sus aficiones, gustos, y sus comienzos. Nos habla por primera vez del fenómeno de la “transverberación”, ese éxtasis o trance que se apoderaba de la santa y en el cual entraba en contacto con la divinidad y que tan bien esculpió el artista barroco Gian Lorenzo Bernini. Le sigue “El libro de las Fundaciones” donde continúa de manera sencilla explicando su reforma del Carmelo y reúne cartas, diarios, notificaciones…
En sus obras místicas “Camino de perfección”, un guía de espiritualidad en principio para sus monjas y extensibles a los seglares; y en “Las moradas” o “el Castillo Interior”, donde explica los laberintos que el alma debe de traspasar para llegar a la pureza más absoluta; Teresa complica un poco ese lenguaje sencillo y espontáneo, utilizando metáforas y alegorías aunque sin perder su frescura.
Luego tenemos sus poemas, unos treinta, repletos de amor a Dios, representado en la figura de su hijo Jesucristo. Poemas sencillos pero a la vez rebosantes de pasión. En sus versos el amor místico cantado de manera austera sobrecoge, el amor al ser supremo aparece tan puro que inquieta:
“Dichoso el corazón enamorado/que en solo Dios ha puesto el pensamiento/ por él renuncia todo lo criado/ y en él halla su gloria y su contento”
Pero… ¿y si sus poemas no son más que la exposición de un deseo casi carnal barnizado por un patina religiosa? Teresa es un volcán de actividad constante pero en Alba de Tormes le sorprende la enfermedad. Allí fallece de tuberculosis, sin haber publicado ninguno de sus escritos y sin saber que su cadáver será mutilado y repartido como amuleto. ¿Qué pensaría al saber que siglos más tardes un dictador dormiría cerca de su brazo incorrupto? Quizás nos contestaría: “Solo Dios basta”.
“Nada te turbe/, nada te espante…Quien a Dios tiene/ nada le falta/ Sólo Dios basta”