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VICENTE ALEIXANDRE Y MIGUEL HERNÁNDEZ | REVELACIONES DE UN EPISTOLARIO

Por: Jesucristo Riquelme

Catedrático de Literatura de ES y académico de honor de la Academia Internacional de Ciencias, Tecnología, Humanidades y Educación

Desde que a Miguel Hernández lo murieron en la cárcel, en 1942, hasta los años precedentes al tardofranquismo, la figura del poeta oriolano había sido ninguneada por el régimen. Y su «obra completa», en gran parte desconocida, fue vedada en nuestras librerías, aunque algunas vendían en la trastienda la edición publicada en Buenos Aires, por Losada, en 1960.

Hoy sabemos que fue Vicente Aleixandre quien asesoró generosamente a la viuda del Hernández, Josefina Manresa, sobre la forma de potenciar la obra de su desdichado marido difunto: la instó para que recopilara y custodiara los manuscritos y los materiales que le fueran llegando. Aleixandre se ocupó de mandar ordenar y esclarecer  el batiburrillo de papeles que Josefina, primero, guardó en un baúl de haya y que, durante el tiempo de persecución de la justicia, incluso tuvo que ocultar bajo tierra dentro de un saco. Se fueron publicando los mejores poemas y algunos de los nuevos, pero siempre en revistas, hasta acrecentar el prestigio y la expectación de una voz casi nueva y de consolidar el nombre de gran poeta que Miguel Hernández merecía. Esta ingente labor de transcripción y fijación de textos y cronología recayó, sobre todo, en los escritores y críticos Leopoldo [Urrutia] de Luis y José Luis Cano; y colaboró en trámites para su difusión en América otro insigne vate, Dámaso Alonso.

«El más íntimo amigo de Miguel Hernández, sin duda, terminó siendo Aleixandre…»

Esto lo sabemos fehacientemente merced al epistolario recién editado de Vicente Aleixandre a Miguel Hernández y a Josefina Manresa. El epistolario –ahora propiedad de la Diputación de Jaén–, editado por Espasa y el Instituto de Estudios Giennense, en 2015, con el título De Nobel a novel, consta de 309 cartas de Vicente Aleixandre, de las cuales 26 están dirigidas al oriolano, entre 1935 y 1938; el resto va destinado a Josefina (esposa y, luego, viuda) entre 1940 y 1984, año en el que fallece el premio Nobel sevillano.

Miguel Hernández era consciente del valor de su poesía. Apresado por segunda vez, y llevado al seminario-cárcel de Orihuela, advierte a Josefina (octubre de 1939): «Yo trabajo algo: guarda esos originales que os envío donde están los otros. No se pierdan, que no tengo copia. Si tengo cinco o seis libros escritos cuando salga de aquí, tenemos pan seguro cuando se publiquen, si antes no nos hemos muer­to de hambre».

En cada una de las cartas a Hernández, Aleixandre escriben cosas que no se dicen a viva voz; son cartas privadas en las que se habla, o susurra, casi al oído. La carta de antaño es un regalo, un testigo que aporta sorpresas: en realidad, intrigas y sorpresas. El género epistolar, postulaba el propio Aleixandre, es el género de la cercanía amistosa «sin reservas».

No deja de resultar misterioso que, hasta la fecha sólo conozcamos cuatro cartas de Hernández a Aleixandre: todas ellas de 1941, casualmente en un período en el que no contamos con ninguna epístola de Aleixandre a Hernández. Tampoco hemos hallado ninguna de las que Josefina remitió a Madrid al poeta-amigo sevillano. Aleixandre era obsesivo con la lealtad y el recuerdo. Sin embargo, estos testimonios han desaparecido del reposo de Velintonia. Tampoco el investigador Emilio Calderón (Biografía de Vicente Aleixandre, Barcelona, Stella Maris, 2016), encontró nada en sus pesquisas. Quizás, ahora, cual deus ex machina, tras el fallecimiento del poeta Carlos Bousoño, su viuda, Ruth Crespo, tropiece en sus archivos con un fardo de cartas tan interesantes para nosotros.

El más íntimo amigo de Miguel Hernández, sin duda, terminó siendo Aleixandre: Vicentón para unos, Vicentazo para Miguel, para quien hizo de ejemplar «amigo fraternal» (tal como lo llama Aleixandre en carta de 17 de abril de 1937), su criterioso hermano mayor, pus, no en vano, el sevillano tenía doce años y medio más que Hernández. Hubo un flechazo de empatía: una primavera de fina amistad, una complicidad de secretos: «Eres la persona en quien yo siento la más profunda confianza; el amigo que más se acerca a la naturaleza. Qué curioso, que siendo tan distintos en cosas diferentes (probablemente accesorias) yo sienta contigo como con nadie la inspiración profunda de la verdad del pecho. De tal modo que si me preguntaran: «Entre todos tus amigos ¿quién es tu hermano?», yo contestaría: «Miguel». Y tú sabes cuáles son mis amigos» (7 de abril de 1937). Cuando, a los diez meses de inconsistente vida fallece, el primer hijito de Miguel Hernández y Josefina Manresa, Aleixandre crea una situación llena de amor: «Me acuerdo también de Josefina. Ya sabe ella lo que me tocan tus penas, las suyas que son las tuyas. ¡Qué verdadera madre y qué madre del todo! Adivino su sufrimiento porque te he oído hablar a ti de ella con su hijo enfermo en sus brazos. […] Pero conste que estoy o estuve o he estado, y que, cuando murió tu niño estuve, necesariamente estuve, porque nadie más que yo quisiera haber estado contigo en el dolor más grande que la vida te ha dado» (15 de noviembre de 1938).  E, incluso antes, le había declarado Aleixandre, pleno de pasión amistosa: «Lo que sí ha de ser hijo es tu segundo, aún no engendrado y ya destinado a llevar mi nombre. Tiene que ser niño porque mi nombre para varón está bien, pero no me gusta para hembra. Se llamará Vicente y me parecerá como un lazo más de la sangre entre tú y yo» (carta de 17 de diciembre de 1937).

«Miguel Hernández siente colmada su autoestima con la intensa respuesta de amistad del autor de La destrucción o el amor…»

La amistad abre las puertas de la confesión y pasa a la confidencia. ¡Qué mayor lazo de amistad que estar en el secreto de la vida del otro! ¡Y qué mayor amistad que la discreción! He aquí, empero, el deber de la indiscreción del escoliasta, que ha de airear cosas privadas pensando en su utilidad pública y en la justicia poética de su buena intención.

Miguel Hernández siente colmada su autoestima con la intensa respuesta de amistad del autor de La destrucción o el amor, último Premio Nacional de Poesía. Corre el año 1935, y acaba de editarse el poemario: «Tú volverás [de Orihuela] en septiembre y a su final yo también [de Miraflores] y en seguida nos reuniremos [en Madrid] para charlar muchísimo y reírnos anchamente. Reírnos o llorar, que todo es uno y lo mismo. Haremos proyectos, leeremos, viviremos… Me las prometo muy felices este invierno, nos hemos de reunir mucho y hacer grandes cosas» (27 de julio de 1935).

Años más tarde, con la tragedia a lomos, Hernández, conocedor del talante de Aleixandre, se atreve a comentar La destrucción o el amor; ya es el autor de Cancionero y romancero de ausencias, y ya es preso del régimen (Alcázar de San Juan, 25 de junio de 1941): «tu libro es para una juventud venidera más que para la presente, sobre la que pesan y a la que enturbian un tradicionalismo […] trasnochado y una existencia social totalmente fuera de los cauces naturales en que tú discurres. Es una juventud que está con demasiados ropones en el cuerpo […]. En fin, tu libro es como mi niño: creciente, y este mundo es un zapato harto pequeño para tu libro, mi niño y yo». ¿Por qué exclama Miguel que este mundo es un zapato harto pequeño para Aleixandre? Que es harto pequeño para él lo sabemos; nos lo dice en su poema «Antes del odio»: «No, no hay cárcel para el hombre. / No podrán atarme, no. / Este mundo de cadenas / me es pequeño y exterior. / ¿Quién encierra una sonrisa? / ¿Quién amuralla una voz? / A lo lejos tú, más sola / que la muerte, la una y yo. / A lo lejos tú, sintiendo / en tus brazos mi prisión, / en tus brazos donde late / la libertad de los dos. / Libre soy. Siénteme libre. / Sólo por amor». ¿Qué intriga subyace a ese mundo harto pequeño para Aleixandre? ¿Qué confidencias libera el sevillano en estas cartas a Miguel Hernández? En este epistolario hay constancia de un amor inviable, un amor que destruye: «Miguel, Miguel, yo aquí estoy solo. […] No, aquí no hay beso posible» (19 de agosto de 1935). Si leemos las cartas completas, despejaremos la intriga del zapato harto pequeño… y comprenderemos, y nos gustarán más, los poemas de La destrucción o el amor, los poemas que motivaron que Miguel quisiera conocer a Aleixandre. Hernández detectó de inmediato la rebeldía de los versos de La destrucción o el amor, donde también hay constancia de un amor imposible: la selva, los animales, incluso la naturaleza, simbolizan al hombre y a la civilización moderna cuyas exigencias impiden o destruyen el amor libre de represoras convenciones. En carta de 9 de marzo de 1937, alude a su amigo íntimo Andrés Acero, que rondaba entonces la treintena: «… Andrés está todavía curándose de su herida, está en Valencia y deseando volver a su destino. No le veo desde fines de noviembre. Nunca he estado separado de él tanto tiempo. Si algún día nos reunimos me ha de parecer un imposible logrado». Y, sólo un mes después, el 7 de abril, escribe: «He tenido dos alegrías íntimas muy grandes. La primera, que un día se abrió la puerta de mi cuarto y apareció Andrés. Cuatro meses hacía que no le veía. Pasé solo una hora con él, pero todavía me parece mentira. Le vi partir con pena, con demasiada pena, porque a veces me parece que no tengo derecho a un sufrimiento tan privado. Está muy bien, aunque su tremenda herida, aumentada por la brutal quemadura del yodo, va a tardar mucho en curarse. Me dio alegría, aunque removió pesares, porque este sentimiento mío, mitad luz, mitad sombra, me trae la sensación completa de la vida, con su hermosura y con su pesar, y como tal me deja siempre muy combatido. Hablaría, hablaría mucho contigo». Y corta el asunto en otra carta de 24 de junio: «…Pero hoy no quiero hablar de esto [su secreto], que, tú sabes, es la llaga que llevo dentro, muy dentro…  Me parece mentira».

En los hermosos poemas del Aleixandre de la anteguerra se nos presenta «la poesía del amor» como la fusión de ser humano a ser humano, objetos de amor en un sfumatto sexual que diluye diferencias entre los amantes: amor más allá de los astros, amor más allá de diferencias religiosas, políticas, sexuales, étnicas o sociales, amor más allá de presencias y ausencias. Aleixandre se ha entregado al amor de mujeres, y también de varones: sufre por temer que ocultarlo; no puede vociferar su alegría de enamorado, como ya adelantó el crítico y poeta Vicente Molina Foix. Antes de La destrucción o el amor, en Espadas como labios, escudado en las apariencias surrealistas, anticipa el amor devastador y opone lo «natural» y primigenio a la hipocresía social. Ahora, al conocer la clave humana de los sentimientos del sevillano que sustenta el poemario La destrucción o el amor, podemos adentrarnos en las profundidades de los anhelos del poeta, de sus candentes temores, y podemos esclarecerlos. Si volvemos a leer «El vals», «Muñecas», «Con todo el respeto», después de leer lo que Aleixandre dejó escrito a Hernández, los comprenderemos mejor: «Ay, poeta, qué línea tan clara viene de tu sangre cuando me hablas. Qué bien te siento. En fin, Miguel, ya ves, quedamos en que se dan gritos de amor o gritos de muerte. A veces pienso si estos gritos unidos, en mí, serán consecuencia de que yo no he sido totalmente feliz en casi ningún amor. He sufrido en el amor, pasando rápidamente de gloria a infierno, y viceversa, sin transición. Porque no me han querido nunca como yo he querido; aunque me hayan querido, nunca, ay, supieron quererme como mi corazón pedía. Solo una vez me quisieron así, con locura, con desatino, con frenesí… y entonces yo no quería. Ya ves. Otra vez quise de ese modo y fui querido lo mismo (es la única), y el fin fue trágico, de un modo que dejó huella en mí para mientras viviera» (1 de septiembre de 1936). Seguramente, García Lorca, que también estaba en el secreto, en el primer cuarteto de su soneto del amor oscuro (en 1936), inédito entonces, titulado «El amor duerme en el pecho del poeta», cita, burlonamente, para sonrisa de su amigo sevillano –y regocijo de Luis Cernuda–, una rima metálica y brillante [«quiero / acero»]: «Tú nunca entenderás lo que te quiero / porque duermes en mí y estás dormido. / Yo te oculto llorando, perseguido / por una voz de penetrante acero».

En la levítica Orihuela de la anteguerra, el poeta Carlos Fenoll recibió carta de Miguel Hernández con un conciso y elegante retrato de Aleixandre: «Su aspecto es de hombre saludable, tiene la […] [envidiable] virtud de saber ocultar sus cosas tristes ante los amigos y aparecer alegre». El sentido de la amistad de Aleixandre, siempre alegre, generoso, alacre y afable, y su pródiga hospitalidad eclipsaron su inmensa figura de poeta. Ahora sólo falta que sea leído como el gran poeta que fue. Ahora bien, el éxito literario se produce cuando las obsesiones del autor coinciden con las obsesiones de la comunidad. Por ello, León Felipe sentenció: «Los grandes poetas no tienen biografía, sino destino». Y el destino no anda lejos ni errático: el destino somos nosotros: los lectores, los ciudadanos. Ésa es la fortuna de Miguel Hernández, con más popularidad que la de su amigo, todo un premio Nobel.

Aleixandre y Hernández compartieron, en este mundo perfeccionable, un par de zapatos harto pequeños que ellos supieron agrandar con la radiante ética de su valiente poesía. Nulla estetica sine etica. En definitiva, el lema que enarboló Miguel Hernández, revitalizado en España por la Institución Libre de Enseñanza y las Misiones Pedagógicas, no fue otro que éste –tan vigente aún–: «Sólo con Educación y Cultura se logrará el progreso de los pueblos».  Mas que no se nos enfaden los Goering de la actualidad, que, cuando oyen la palabra cultura, sacan la pistola. Indignidad, corruptela, represión, engaño, dictadura, insolidaridad, abuso…, el trabajo mal hecho, la injusticia… todos tienen forma de pistola… –real o metafórica, de acuerdo–. El caso es que todo esto nos lo enseñan los poetas «en activo» que menciona el autor de Diálogos del conocimiento en este epistolario de Velintonia (y de Miraflores de la Sierra). No lo olvidemos: Cuando una persona que enarbola una pistola, se enfrenta a un hombre con una pluma, con una pluma de escribir, el hombre con pistola, todos lo sabemos, el hombre con pistola… es… hombre muerto… Es hombre muerto de muerte cultural.