Tag : linguistica

post image

PALABRAS CON HISTORIA|MANZANA

Palabras con Historia

Por: Marcos López Herrador


En esta ocasión, no voy a recurrir al diccionario porque ninguna de sus acepciones nos interesa para dar tratamiento a esta palabra, porque voy a hablar de la manzana como de la fruta identificada con el pecado; en concreto, con el pecado original.

Pocas imágenes resultan más icónicas en nuestra cultura que la de la manzana como símbolo de la tentación. La manzana es la fruta del árbol prohibido del Paraíso terrenal, aquel árbol que otorgaba el conocimiento del bien y del mal.

Si yo sostengo que Eva tentó a Adán ofreciéndole una manzana como fruto del árbol prohibido, no habrá quien mantenga que no es eso lo que, siendo niños, nos enseñaron en el colegio, en las clases de Historia Sagrada.

Bien, pues permítaseme que ponga en cuestión algo que según lo que nos parece conocer resulta tan obvio como innegable: Verdaderamente ¿es la manzana el fruto del árbol prohibido, es la manzana la fruta que Eva ofreció a Adán para tentarle?

Remitámonos a la única fuente original que puede ofrecernos luz, para sacarnos de dudas; veamos qué dice la Biblia.

En el Génesis encontramos el siguiente relato:

Tomó pues, Yahveh Dios al hombre, y lo puso en el jardín del Edén para que lo cultivase y guardase y le dio este mandato: “De todos los árboles del paraíso puedes comer, pero del árbol de la ciencia del bien y del mal, no comas, porque el día que de él comieres, ciertamente morirás”. Y se dijo Yahveh Dios: “No es bueno que el hombre esté solo”.

Continúa el relato con la creación de la mujer, y luego sigue: Pero la serpiente, la más astuta de cuantas bestias del campo hiciera Yahveh Dios, dijo a la mujer: “¿Conque os ha mandado Dios que no comáis de los árboles todos del paraíso?” Y respondió la mujer a la serpiente: “Del fruto de los árboles del paraíso comemos, pero del fruto del que está en medio del paraíso nos ha dicho Dios: “No comáis de él, ni lo toquéis siquiera, no vayáis a morir”. Dijo la serpiente a la mujer: “No, no moriréis; es que sabe Dios que el día que de él comáis se os abrirán los ojos y seréis como Dios, conocedores del bien y del mal”. Vio pues la mujer que el árbol era bueno para comerse, hermoso a la vista y deseable para alcanzar por él sabiduría, y tomó su fruto y comió, y dio también de él a su marido que también con ella comió. Abriéronse los ojos de ambos, y viendo que estaban desnudos, cosieron unas hojas de higuera y se hicieron unos ceñidores.

Bien, este es el pasaje en cuestión en el que en ningún momento se menciona la manzana, es más, ningún pasaje del Génesis menciona que la manzana fuese el fruto prohibido.

¿De dónde viene entonces semejante idea? No es una mala pregunta, porque, si somos capaces de conocer el origen, sabremos también inmediatamente desde cuándo tenemos esa imagen.

Veamos: Si tenemos en cuenta que el Génesis se sitúa en el comienzo de los tiempos, el momento que tratamos de encontrar es relativamente reciente, pues apenas han pasado quinientos años.

La idea de que el fruto prohibido es precisamente la manzana, tiene su origen en los pintores renacentistas. Concretamente, en Alberto Durero que, en 1507, pintó para el ayuntamiento de Núremberg dos cuadros, hoy exhibidos en el Museo del Prado, que representan a nuestros primeros padres; y, en el que muestra a Eva, podemos observar cómo ella sostiene en su mano una manzana que ofrece a Adán.

Es a partir de entonces, y no antes, cuando se empieza a identificar la manzana con el fruto del árbol prohibido, y la idea se hace universal en nuestra cultura.

post image

PALABRAS CON HISTORIA|DEMOCRACIA

Palabras con Historia

Por: Marcos López Herrador


Sistema político en el que el pueblo ejerce la soberanía, designando y controlando a sus gobernantes a quienes elige libremente para periodos de tiempo determinados.

No cabe duda que esta es una buena definición.  No obstante, se suele simplificar diciendo que la Democracia es el gobierno del pueblo.

Cuando nos referimos a la Democracia ocurre como con tantos conceptos básicos: que todo el mundo parece convencido de saber lo que significa, pero que a la hora de la verdad pocos saben explicar, y resulta que cada cual tiene su propia idea, como si el significado pudiera ser a gusto del que opina, cosa ésta muy propia del relativismo intelectual en el que nos desenvolvemos habitualmente.

Convendría advertir sobre el uso de la definición más simple de que la Democracia es el gobierno del pueblo, porque, con frecuencia, suele utilizarse para manipular su verdadero sentido, ya que, dicho de ese modo, lo mismo nos podemos estar refiriendo al anarquismo como forma de democracia directa o al comunismo como una forma de democracia asamblearia de soviet. No olvidemos con qué frecuencia las repúblicas comunistas han sido y son llamadas repúblicas democráticas.

Quienes dominan el arte de la manipulación de masas suelen apelar a que la expresión más pura de democracia es aquella que se manifiesta cuando el pueblo directamente decide votando, pero esto, que es verdad, no es toda la verdad. Quienes pretenden que este sea el mecanismo habitual de toma de decisiones políticas, lo llaman democracia directa o democracia asamblearia, y se cuidan muy mucho de decir que, en realidad, de lo que son partidarios es de los soviets o de los círculos anarquistas.

La democracia occidental es la que conocemos. Es el sistema político basado en la democracia representativa, en la que el pueblo, libremente informado, elige a sus representantes para que gobiernen durante un periodo limitado, sometidos al control del parlamento y al imperio de la ley y la justicia, como poder independiente del Estado. Es esta forma de democracia, y no otra, la que se cree comúnmente que ha proporcionado a quienes la disfrutan los más altos niveles de libertad, seguridad, participación, solidaridad, protección de los derechos humanos, prosperidad, convivencia y justicia que la humanidad ha conocido en toda su historia. Se nos ha convencido de que, como toda obra humana no será perfecta y su materialización práctica merecerá todas las críticas que se nos puedan ocurrir, pero, repito, en nosotros se ha implantado la idea de que no ha existido un sistema político que produzca mayores beneficios para los ciudadanos que tienen la fortuna de disfrutarlo.

Pues bien, toda esta construcción se fundamenta en el principio de representatividad, sin el que el gobierno del pueblo, en la práctica, se convierte en imposible. Gobernar es gestionar los asuntos públicos, ejercer las funciones y desarrollar las competencias establecidas para cada órgano de gobierno y para cada cargo. Se trata de una labor compleja que requiere de una dedicación constante por parte de personas preparadas con una cualificación adecuada y experiencia suficiente, que asumen la responsabilidad de sus actos de gobierno. Quienes gobiernan deciden con continuidad y manteniendo criterios básicos de interés general basados, a veces, en información reservada que pocos deben conocer, y suelen tomar decisiones al margen de estados de ánimo o pasiones irracionales. Es evidente que el pueblo como tal es incapaz de desplegar esta actividad y por eso delega en aquellos que cree competentes para llevarla a cabo y responder ante él de su gestión.

Cabe decir a continuación que, si la Democracia se fundamenta en la representatividad, ésta se fundamenta a su vez en el principio de responsabilidad. El representante ha de ser responsable ante quien le ha elegido, porque este hecho forja la calidad de sus decisiones y de sus actos, obligándole a actuar con rigor y al servicio de los intereses generales.

Nuevamente, hay que decir que las decisiones del pueblo no están sometidas al principio de responsabilidad, porque el pueblo es soberano y no responde ante nadie, por lo que, si se apelara continuamente a su decisión directa sin que se tratara de asuntos absolutamente excepcionales o fundamentales, más que decisiones, lo que se acabarían recogiendo sólo serían estados de ánimo coyunturales.

A la decisión directa del pueblo sólo debe apelarse en los casos y para los asuntos estrictamente contemplados por la ley.

Quienes apelan a la democracia directa, a que voten las bases al margen de lo que está previsto en la norma, porque no puede haber mayor manifestación de democracia que votar, son enemigos de la democracia representativa y por tanto de la Democracia.

La clave es que el pueblo, que es soberano, también está sometido a la ley, a su propia ley, que tiene que respetar y cumplir. El derecho a decidir, si no está en la ley, no existe. El pueblo no puede votar sobre lo que la ley prohíbe o no tenga previsto que vote, salvo que se modifique previamente la propia ley.

Es imprescindible tener claro que la voluntad popular democráticamente expresada es superior a la ley y, por tanto, puede promulgarla, modificarla o derogarla, pero no está por encima de la ley, porque pudiendo hacer todo eso, lo que no puede hacer es incumplir la ley vigente.

No es democrático votar sobre cualquier cosa, por muy democrático que sea el método utilizado y la votación, si la ley no lo ampara y faculta.

La ley es tan esencial a la Democracia, que sin ella no llega siquiera a existir. A estos efectos, muchos parecen confundir su naturaleza con la de los derechos humanos. Estos existen por sí mismos, con independencia de que la ley de cada país los reconozca o no, pero la Democracia no puede existir sin una ley que la sostenga y regule. Sin una constitución que la proclame, no existe. Por eso es tan fundamental que todo proceso democrático respete la ley vigente.

Lamentablemente para aquellos que creen en el funcionamiento de este sistema político, en los últimos tiempos, y en todo el mundo, podemos constatar cómo estos principios tan sencillos y tan básicos se conculcan habitualmente, convirtiendo la Democracia en mera apariencia, que solo sirve para encubrir las totalitarias ambiciones de las élites mundialistas, en el pretendido uso ilimitado de su poder.

post image

V DE VICTORIA

Palabras con Historia

Por: Marcos López Herrador


En esta ocasión, más que de una palabra, voy a hablar de una letra. Me refiero concretamente a la letra V.

Entiendo que se dude sobre si se puede decir mucho de una letra, y en concreto el lector se pregunte qué puede decirse de la letra V. que tenga algún interés. Pues nada, intentémoslo al menos.

En realidad, más que tratar de la letra V, voy a referirme al gesto tan conocido y tan utilizado que se realiza con la mano levantando los dedos índice y medio separados, mientras que los demás dedos permanecen cerrados, y que tiene un montón de significados dependiendo del lugar, el momento o el contexto cultural.

Es V de victoria, o el signo de la paz, si se realiza con la palma de la mano hacia afuera, porque si el gesto se lleva a cabo con la palma de la mano hacia dentro, en la cultura anglosajona no deja de ser un gesto ofensivo que no está exento de cierta carga de obscenidad.

Existe otro significado que por evidente casi no merece la pena mencionarlo. Me estoy refiriendo a la representación del número dos.

En realidad, el significado más extendido y conocido por todos es el de V de victoria.

Parece que aquí la explicación no puede ser más corta: Es el signo V de victoria, porque victoria se escribe comenzando por la letra V. Si algo puede resultar evidente, parece que nada lo será más que esta explicación.

Pues, amigos, resulta que no, que la explicación sobre donde podemos encontrar el origen de este gesto no tiene que ver con que la palabra victoria se escriba y comience por V.

Así que, con mucho gusto les cuento cual es el verdadero origen del signo:

Corría el año 1415, cuando se produjo la Batalla de Agincourt, en la que se enfrentaron ingleses y franceses, durante el transcurso de lo que conocemos como la Guerra de los Cien Años. La guerra que había comenzado en 1337 duraba ya setenta y ocho años, y no terminaría hasta 1453, es decir, treinta y ocho años después.

Agincourt fue un hito clave de ese larguísimo conflicto, que dio inicio a una nueva fase del mismo, en la que los ingleses se apoderaron de media Francia.

El enfrentamiento se produjo, como ya hemos dicho, entre el ejército inglés, comandado por su rey Enrique V de Inglaterra, y el ejército francés, al mando del Condestable Carlos d’Albret, experto y decidido guerrero, que se vio obligado a comandar el ejército, al fallar todos los candidatos en la línea sucesoria a rey de Francia.

Los ingleses comenzaron la batalla en clara inferioridad numérica, toda vez que los franceses los sextuplicaban en número.

Estaban en considerable inferioridad numérica, efectivamente, pero entre sus filas formaban los temibles arqueros de arco largo, que tan graves daños eran capaces de provocar en el enemigo, y de quienes, por cierto, viene la tradición de que los soldados lleven el pelo muy corto, precisamente para que no se les enredara con el arma al utilizarla.

Los franceses tenían verdadera inquina a estos arqueros a los que se la tenían jurada.

Ocurrió que, antes de la batalla, los franceses amenazaron con que les cortarían a todos los arqueros ingleses los dos dedos que utilizaban para disparar, es decir, el dedo índice y el medio, con los que sostenían la parte trasera de la flecha, a la vez que tensaban la cuerda del arco, cuando fuesen derrotados. Pero, para sorpresa de todos, los ingleses salieron victoriosos y mostraron sus dedos intactos, en señal de que los seguían teniendo porque no habían sido derrotados. Y desde entonces paso a ser el signo de la victoria. ¿Quién no recuerda a Winston Churchill realizando ese gesto en el transcurso de la Segunda Guerra Mundial?

post image

PALABRAS CON HISTORIA | SOBERANÍA

Por: Marcos López Herrador

Palabras con Historia


Ejercicio y posesión de la autoridad suprema e independiente.

El concepto de soberanía es utilizado generalmente en el ámbito del Derecho Internacional para señalar la cualidad, que corresponde a los estados, por la que pueden actuar de forma libre e independiente en sus relaciones con otros estados.

Si bien es cierto que la soberanía es ejercida por el Estado, su titularidad corresponde al pueblo al que este sirve.

Así, el pueblo soberano que forma la Nación, se dota de un Estado para la gestión y administración de sus asuntos internos, y para manifestar su voluntad al relacionarse con otros estados en el ámbito internacional.

La voluntad general sólo puede ser una, aunque existan entre los ciudadanos opiniones diversas e incluso discrepantes, por la sencilla razón de que es imposible sostener a la vez una posición y la contraria.

De igual manera, la soberanía es indivisible, pues al sustentarse en el ejercicio de la autoridad suprema e independiente, no cabe más de una soberanía en una misma nación porque, por lógica, una de ellas no sería suprema, o no sería independiente.

Estos principios, que son bien sencillos, tal parece, sin embargo, que no están ni remotamente asumidos en nuestro día a día. Alguien pensará que tiene poca importancia tenerlos asumidos o no, que son meramente teóricos, bastante bizantinos, y que a nadie interesan. Pues bien, quien así piense se equivoca por completo, porque no tener claro estos conceptos, no sólo produce confusión, sino que acaba por condicionar nuestra vida cotidiana en todo lo que es importante, ya que una sociedad sin principios acaba sometida a quienes actúan con menos escrúpulos, y termina perdiendo su libertad.

Debemos tener muy claro que un estado moderno se organiza sobre la base de la división de poderes entre el Ejecutivo, el Legislativo y el Judicial; y que es el Legislativo el que representa la soberanía nacional.

En España, sólo las Cortes Generales representan a la soberanía nacional.

Es importante conocer esto, porque el parlamento de Castilla la Mancha, no representa la soberanía de los castellano- manchegos, como no representa la soberanía de los catalanes el parlamento catalán, porque la voluntad de uno y otro ni es suprema, ni es independiente, ni esos ciudadanos son la totalidad del pueblo español, único soberano en España.

Dicho esto, conviene mencionar que el parlamento nacional no es soberano. Soberano es solo el pueblo español. El parlamento es depositario de la representación del pueblo español, y por tanto representa, no ostenta, su soberanía.

Si tenemos esto claro, podemos comprender que uno de los ejercicios esenciales de la soberanía consiste en que el pueblo que goza de ella pueda decidir libremente sobre sí mismo, sobre lo que es, y sobre lo que quiere ser.

Como es lógico esa decisión tendrá que ser adoptada por todo el pueblo. Es todo el pueblo soberano el que tiene derecho a decidir sobre sí mismo.         

Por tanto, cuando los catalanes independentistas, defienden su derecho a decidir, porque quieren separarse de España, quieren para sí el derecho a decidir lo que va a ser España si Cataluña se independiza. Que España sería diferente, si tal cosa ocurriera, es algo que nadie puede negar. Pero claro, que España sea diferente es algo que debe decidir todo el pueblo español, y no una parte minoritaria, que imponga su decisión a la mayoría. Nótese que el que una minoría imponga su voluntad a la mayoría conculca el principio fundamental de toda democracia, creando una paradoja insalvable con los que defienden que el derecho a decidir es democrático porque votar lo es. En realidad, quienes defienden como democrático el derecho a decidir de los catalanes, lo sostienen sobre la poco democrática actitud de negarnos a los españoles el derecho a decidir qué queremos ser.

Existe además una gran trampa en quienes plantean que una consulta sobre la autodeterminación es un mero ejercicio de expresión de la voluntad de los catalanes. Si lo meditamos con detenimiento, veremos que la independencia no sería la consecuencia del resultado de la consulta, sino que sería previa a la consulta, al estar implícita en el ejercicio del voto, que sería, ya de por sí, soberano e independiente de la voluntad del resto de los españoles, al margen del resultado final.

Quiero decir, que el mero hecho de conceder que pueden votar sobre su independencia es de por sí un reconocimiento de que lo son, y de que son soberanos, pues pueden decidir sobre ello.

Sería muy conveniente para nuestra convivencia que todos tomásemos conciencia de hasta qué punto no tener las ideas claras puede comprometer la paz.

post image

PALABRAS CON HISTORIA | DERECHOS HUMANOS

Palabras con Historia

Por: Marcos López Herrador


En el año 1550, ocurrió algo que jamás había sucedido en la Historia y que nunca en el futuro volvería a repetirse y es que el emperador Carlos V, el hombre más poderoso del mundo, estando en la cumbre de su poder, tomó la decisión de suspender las conquistas en América hasta tener la certidumbre de que obraba en justicia.

Nunca una potencia imperial se había planteado la colonización y la conquista como un imperativo de orden moral.

Para analizar el asunto se reunió una junta en Valladolid, y las discusiones adquirieron la mayor importancia, porque de la polémica teológica y jurídica surgirá una idea nueva por completo e inédita, hasta ese momento, que fue la concepción moderna de los derechos humanos. Aquellos debates intelectuales fueron conocidos como la Controversia de Valladolid.

Lo que se planteaba era si España tenía derecho a conquistar las Indias. No era un debate nuevo, pues desde el Descubrimiento hubo un cuestionamiento permanente sobre la justicia de la Conquista de América.

Carece por completo de sentido que analicemos el asunto con criterios del siglo XXI. Resulta imprescindible que tratemos de situarnos en la mentalidad de los hombres del siglo XVI y estudiemos la cuestión en base a los criterios comúnmente aceptados en la época, si pretendemos tener un enfoque mínimamente riguroso.

Conviene tener presente que, a nadie hasta entonces, se le había pasado por la cabeza que un pueblo conquistado pudiera tener derecho alguno, y mucho menos que los individuos pertenecientes a pueblos no cristianos, considerados salvajes y, por tanto, inferiores, pudiesen ser considerados como seres humanos o que fuesen acreedores a ningún respeto.

A comienzos del siglo XVI, el derecho de conquista se basaba en tres fuentes generalmente aceptadas y que nadie discutía: El Derecho Romano, para el que el descubrimiento y ocupación de un territorio, usucapión, era título suficiente para ejercer un pleno dominio con legitimidad; el Derecho Medieval, para el que los no cristianos carecían de personalidad jurídica y, por tanto, no podían ser sujetos de derecho; y el Derecho Pontificio, basado en considerar al Papa como la principal autoridad para los cristianos y suprema jurisdicción en el ámbito internacional, toda vez que la Santa Sede podía otorgar derecho de conquista a un rey. Cuando España llega a América, lo hace con todos esos títulos, por lo que no cabe sino concluir que la Conquista era estrictamente legal.

El Papa había prescrito que los españoles debían evangelizar y convertir a los infieles, conversión que los transformaba en sujetos de derecho. Además, la reina Isabel, en vida, obligó, y en su testamento dejó escrito que los indios deberían ser bien tratados, mandato que se fue incorporando a toda normativa posterior como fue el caso de las Leyes de Indias. Se produjo entonces una contradicción entre el imperativo de evangelización y la práctica que se llevaba a cabo según los viejos principios de ocupación y dominio.

En 1511, en La Española, el fraile dominico, Antón de Montesinos dirigió un sermón sin concesiones, ante las máximas autoridades y personas más influyentes de la isla, en el que denunció las crueldades de la conquista. La repercusión fue de tal grado que dio lugar a la redacción de las Leyes de Burgos de 1512 que elevaron la protección de los indios. La polémica no cesó durante años y se incrementó cuando el dominico Bartolomé de las Casas alzó la voz en su defensa, que fue apoyada por el obispo de México, Juan de Zumárraga, que puso en cuestión tanto la conversión de los indígenas como la propia presencia española en América. Pero también se alzaron voces en sentido contrario. El gran humanista Juan Ginés de Sepúlveda, dominico también y consejero de Carlos I, basándose en la opinión de Aristóteles, defendió que los pueblos de civilización superior tienen derecho a dominar y tutelar a los de civilización inferior, siendo justo que los españoles dominen a los indios para sacarlos de la idolatría y la antropofagia, mediante su evangelización, como medio de liberarlos y elevar su forma de vida. Al emperador preocupó mucho esta cuestión y se tomó tan en serio el problema que, de no resolverse, estaba por abandonar las Indias. Es entonces cuando somete la cuestión a uno de los sabios más reputados de Europa: Francisco de Vitoria.

Vitoria es una de las grandes figuras, uno de los más grandes pensadores de nuestra historia, y el intelectual más influyente de su tiempo. Tras cursar estudios de artes y teología en la Universidad de París, obtuvo la cátedra de teología en la Universidad de Salamanca, que por entonces era la cumbre de la cultura europea en el Renacimiento. Introdujo en Salamanca la Suma teológica de Santo Tomás de Aquino, que desde allí se proyectó a toda Europa. En torno a él se creó la llamada Escuela de Salamanca, que generó una reflexión moral completamente nueva sobre la economía. Se convirtió en el fundador del Derecho Internacional moderno al concebir el mundo como una comunidad de pueblos organizada políticamente y basada en el derecho natural. Es él quien asienta la idea del derecho de gentes como antecedente del concepto moderno de los derechos humanos. Esta reflexión nace precisamente del examen que realiza sobre la conquista americana y los derechos de los indios a requerimiento del emperador.

En respuesta a su señor, Francisco de Vitoria sostuvo que el orden natural se basa en la circulación libre de personas, siendo justo que los españoles hayan cruzado el mar. Ahora bien, los indios, lejos de ser seres inferiores, poseen los mismos derechos que los demás hombres y son dueños de sus vidas y de sus tierras. Los españoles tienen el derecho y el deber de evangelizarlos porque su conversión a la fe es derecho de los indios, a los que se debe garantizar el conocimiento del Evangelio y su salvación.

Téngase en cuenta que este planteamiento no resulta una obviedad, pues, en aquel tiempo, la forma de actuar consistía en realizar un requerimiento por parte del conquistador, que, si no era atendido, daba lugar a la guerra, si los indios se negaban a la conversión.

Vitoria sostiene que estos tienen derecho a entender lo que se les plantea y debe respetarse lo que él llama “derecho de comunicación”, sin el cual no se puede invocar la evangelización.

Sobre esta base, Vitoria informa a Carlos I de que los españoles pueden actuar en las Indias, pero solo conforme a siete justos títulos. Primer título: los mares son libres y los recursos naturales sin dueño son comunes, pueden ser tomados y solo si los indios vetaran este derecho sería justo hacerles la guerra. Segundo título: todos los cristianos tienen derecho a propagar el Evangelio en los términos que el Papa establezca. Tercer título: Si los jefes de los indios convertidos al cristianismo les obligan a volver a la idolatría, entonces es justo hacerles la guerra. Cuarto título: si los indios se han convertido y sus jefes siguen siendo infieles, es lícito poner en su lugar a un jefe cristiano. Quinto título: los españoles pueden acudir en defensa de las víctimas de gobiernos tiránicos y crueles. Sexto título: los indios tienen que ser libres de aceptar la soberanía de España, y si lo hacen, el dominio español es legítimo. Séptimo título: los españoles pueden ayudar y socorrer a sus amigos y aliados indios en sus guerras contra otros indios enemigos. Si la presencia española en América se planteara como una guerra de ocupación o una guerra de religión, entonces, sería injusta.

La conquista se moverá dentro de ese marco filosófico y moral, de modo que influirá inmediatamente en las Leyes Nuevas de Barcelona de 1542, pero su aplicación resultará muy difícil, por lo que Carlos I decide someter esta cuestión a una gran asamblea de sabios. Tan en serio se tomó este asunto que el Consejo de Indias, el 3 de julio de 1549, ordenó detener la conquista.

En agosto de 1550, se reúnen en Valladolid teólogos y juristas que son los mejores espíritus del reino, tal y como quiso el emperador. Allí estaban Domingo de Soto, teólogo en el concilio de Trento, Bartolomé de Carranza, Melchor Cano, todos dominicos, también Pedro de la Gasca, el primer pacificador del Perú, junto a los jurisconsultos del Consejo de Indias, Bartolomé de las Casas, y Juan Ginés de Sepúlveda. Participaron también Francisco Suarez y Luis Molina. Francisco de Vitoria había muerto, pero muchos de sus argumentos estuvieron presentes.

Dos posiciones se manifestaron claramente desde el principio: la de las Casas, favorable a los indios y la de Sepúlveda que defendía el derecho imperial. De Las Casas dejaba ya entrever su fanatismo y exageración de los hechos, lo que distorsionaba la realidad.  Sepúlveda, era tenido por una de las más aceradas mentes y lenguas de su generación, consejero de príncipes y papas, era un típico humanista de su tiempo, un intelectual de primer nivel, no tan fanático como Las Casas, y estaba sinceramente convencido de que la conquista era justa.

Las reuniones duraron hasta 1551, dejando las cosas en lo que podemos calificar como un empate, porque los teólogos se inclinaron hacia la postura de Las Casas y los juristas apoyaron la postura de Sepúlveda. El tribunal empató en la votación, así que no hubo una sentencia oficial, pero sí se emitieron varios informes que influyeron decisivamente.

Para empezar, España no abandonó las Indias. Una vez más se siguió la guía de Francisco de Vitoria que había dicho que una vez que se habían convertido un gran número de indígenas al cristianismo, no era ni conveniente ni lícito abandonar la administración de aquellas provincias.

Se mantuvo el dominio español tal y como proponía Sepúlveda, pero se reconoció que los indios eran personas con derechos propios y se suspendió la penetración en el continente hasta 1556, y se hizo siguiendo instrucciones precisas de evitar daño a los indios, y ya no se habló de conquista, sino de pacificación.

La trascendencia de la Controversia de Valladolid se encuentra en el hecho de que por primera vez en la historia de la humanidad, reyes, teólogos y juristas se plantearon la cuestión de los derechos fundamentales de los hombres, existentes por sí mismos antes y con independencia de que estuvieran recogidos, o no, por la ley positiva. Con ello, había nacido el concepto de derechos humanos.

Sorprende la libertad de expresión con la que pudieron manifestarse, a mediados del siglo XVI, cuantos actuaron en Valladolid, cuando una libertad semejante no fue admitida en Gran Bretaña, hasta bien entrado el siglo XIX, y tardó más en la Alemania gobernada por Bismarck.

La grandeza moral de todo el planteamiento y el grado de civilización que deja entrever el solo hecho de someterlo a debate es difícil de medir. Otras naciones genocidas, crueles y codiciosas han tenido la desfachatez de acusarnos a nosotros de semejantes perversiones que, en la práctica, tanto cultivaron y de las que con tanto éxito nos acusaron, pero lo cierto es que, por lo que se refiere a los españoles, nuestro comportamiento en general, considerado en todos sus aspectos, no puede decirse que fuera el propio de seres crueles y codiciosos, guiados solo por un ciego ánimo de dominación sin escrúpulos y sin otro fin que saquear la riqueza ajena. La Controversia de Valladolid es un ejemplo claro y prueba de ello.

Merece la pena recordar que, en el ámbito del protestantismo, en ningún momento se sintió interés, ni religioso, ni cultural por los indios. El concepto calvinista de predestinación, por el que solo se salva un número de justos previamente elegidos por Dios, impidió que siquiera se pensara en una incorporación en masa de los indios al cristianismo, y un racismo radical evitó cualquier mezcla de sangre.

Se hacen críticas normalmente infundadas a España, pero lo cierto es que nadie encontrará en la legislación británica o en las actas de su parlamento que se interese ni una sola vez sobre el trato debido a los indígenas en los territorios que iban conquistando en Norteamérica.

España fue la primera nación moderna, capaz de desarrollar sobre sí misma una autocrítica que es precisamente el rasgo más genuino de la modernidad, protagonizando un avance revolucionario en el desarrollo de la conciencia de la humanidad, basándose en principios morales y éticos que serían recogidos por otros y acabarían iluminando el pensamiento de toda Europa.

post image

GLOBALIZACION

Palabras con Historia

Por: Marcos López Herrador


Pocas ideas resultan más sugerentes y tienen más sentido, en su planteamiento teórico, que la globalización como verdadero motor de desarrollo mundial.

La apertura de mercados, el libre comercio y libre cambio no puede sino incrementar la prosperidad, de quienes participan, con el consiguiente crecimiento económico y de beneficios.

Que el comercio incrementa la riqueza, es un hecho sobradamente conocido, como también se sabe que esa riqueza justamente repartida se convierte en elemento fundamental del desarrollo humano.
Para que la globalización sirva precisamente a ese fin, convendría que, junto a la libertad de comercio, se globalizara la libertad y la democracia.

Bien, puesto que vivimos en un mundo en que la globalización se ha convertido en la idea que inspira el desarrollo del comercio internacional, cabría preguntarse si también se ha convertido en un factor de desarrollo humano.

Sorprendentemente, lo primero que observamos es que, en ningún momento, se ha intentado que la globalización, además de la economía, globalice la democracia, los derechos humanos, los derechos sindicales o la libertad.

El argumento de que el desarrollo económico llevaría aparejado el desarrollo social, político y de libertades, no ha podido quedar más en evidencia en poco tiempo.

China se ha convertido en la segunda economía del mundo fabricando productos a precios irrisorios con trabajadores a los que se les puede hacer trabajar durante jornadas extenuantes a cambio de salarios ridículos y sin ninguna garantía o derecho.

A nadie ha parecido importar que la democracia o las libertades no hayan avanzado un milímetro allí. Tampoco ha merecido consideración el hecho de que quien importa un producto fabricado con hambre y miseria, no solo importa el producto, sino que importa el hambre y la miseria con que está fabricado.

Si se importan zapatillas de deporte fabricadas en lamentables condiciones para los trabajadores, su bajo coste hará que las fabricadas en el país receptor no puedan competir. A medio plazo, la fábrica tendrá que cerrar dejando en paro a los trabajadores, con lo que el sufrimiento importado con las zapatillas acaba estando entre nosotros.

A la vez, se va generando la conciencia entre los propios trabajadores de que con nuestros salarios no podemos competir con los productos importados y que, si queremos mantener nuestros puestos de trabajo, más nos vale ir pensando en renunciar a posibles aumentos y a más de un derecho de los que veníamos disfrutando. No hay que ser un agudo observador para percatarse de que de esta forma queda importada la falta de derechos y los salarios ridículos con los que las zapatillas de deporte se fabricaron en origen.

La globalización exclusivamente económica, en la que se excluya la globalización de la democracia, la libertad, los derechos sindicales y la justicia, se convierte en un instrumento de las élites mundiales para transformar la sociedad de forma que, la imposibilidad de competir con productos fabricados con trabajo prácticamente esclavo, haga que nuestras fábricas cierren, crezca el paro y los trabajadores estén dispuestos a trabajar en cualquier condición y por cualquier salario, fomentándose así la desigualdad, cono instrumento para perpetuarse en la continua acumulación de riqueza sin redistribución posible.

Quizá convendría meditar si una globalización exclusivamente económica no está globalizando el deterioro de las condiciones de vida de los trabajadores, cuando no directamente la miseria, y si no deberíamos apoyar una globalización que además de económica fuese de derechos humanos, de libertades, de derechos sociales, de democracia, de libertad y de justicia, como instrumento del mayor desarrollo humano que pudiéramos conocer en la Historia.

post image

CAPITAL

Palabras con Historia

Por: Marcos López Herrador


Valor en dinero del conjunto de bienes que componen el patrimonio o la fortuna de alguien/ Cantidad de dinero que se presta/ Bienes que producen interés o frutos/ Dinero o conjunto de cosas convertibles en él/ Dinero que se invierte en una empresa o que produce una renta en cualquier forma/ Factor económico constituido por el dinero/ Población principal y cabeza de un estado o provincia/ Muy grave o muy importante.

Al encontrarnos con usos tan dispares como ser sinónimo de riqueza, servir para calificar a la principal ciudad de un país o provincia (cuando nos referimos por ejemplo a la capital de la nación), servir para calificar algo de importante (cuando hablamos de importancia capital o de pena capital) o grave (al referirnos a un pecado capital), podemos hacernos esta pregunta: ¿es posible que todos esos usos tengan un origen común?

Lo que sí podemos observar es que, en la mayor parte de las acepciones económicas de la palabra capital, el dinero, como unidad de medida del valor de las cosas, forma parte de cualquier definición. Sin embargo, esta palabra encuentra sus raíces y su sentido justamente en épocas muy anteriores a la aparición del dinero.

Para encontrar el origen de la palabra capital, hay que remontarse a tiempos en los que el dinero aún no existía y el trueque era el único medio de intercambio de bienes, productos y servicios. El trueque era un sistema extremadamente complicado y confuso ante la heterogeneidad de los bienes susceptibles de ser intercambiados y la enorme subjetividad que tenía valorar unos bienes en relación con otros. Y así resultó siempre para las cosas pequeñas. Sin embargo, para las transacciones de importancia acabó por encontrarse un patrón de referencia que fue aceptado por todos, al mantener un valor homogéneo entre una unidad y otra, ser fácil de transportar, y fácilmente intercambiable por otros bienes.

Sin una unidad de cuenta generalmente aceptada como esa, la evaluación de la riqueza de un hombre resultaba un tanto dificultosa, ya que, si se medía por la extensión de sus tierras, estas podían ser de secano o de regadío, mejores o peores, más o menos fértiles o productivas. Medir a través de la cosecha, también era complicado por la diversidad de frutos cultivados y su distinto valor.

Es cierto que el conjunto de todo ello daba una idea poco equívoca de la riqueza de un hombre, pero no daba una medida en términos comparables y aproximadamente homogéneos.

En tiempos remotos, en tiempos bíblicos, había un signo que indefectiblemente acompañaba a quien disponía de riqueza y que reunía todos los requisitos para convertirse en patrón de referencia e instrumento de medida; este signo no era otro el ganado del que se era dueño. Si lo pensamos detenidamente, el ganado es apreciado por todos, sus unidades mantienen una relativa homogeneidad unas con otras, tienen valor por sí mismas, son fácilmente intercambiables por otros bienes y su transporte es tan sencillo como que pueden moverse sobre sus propias patas.

Digamos, por último, que el ganado, desde siempre, se ha contado por cabezas. Así que, tener más o menos cabezas de ganado daba una idea bastante aproximada del grado de riqueza poseído; incluso indirectamente podía dar idea de las tierras que pudiera tener el dueño de las reses ya que, a más cabezas de ganado, más pastos serían necesarios para su alimentación.

Pues bien, en latín cabeza es caput-capitis

Y es de caput, cabeza, de donde deriva la acepción de capital. Así que, siendo la cabeza lo más importante y lo primero, también lo utilizamos refiriéndonos a conceptos como capital de la nación, de la provincia, pena capital, o pecado capital, entre otras.

post image

NACIONALISMO (II)

Palabras con Historia

Por: Marcos López Herrador


Partimos de que una Nación es aquel pueblo que se organiza en una comunidad uniforme, unida por su tradición, costumbres, historia, lengua, religión, origen étnico o por su territorio, con capacidad para decidir su destino con independencia, y que es condición previa y necesaria para la constitución de un Estado moderno.

El concepto de Nación se inicia con la Revolución francesa. Antes, los súbditos de un rey pertenecían a una región, estado, reino, comarca o país; cada cual, con su dialecto, sus costumbres y tradiciones, y se sentían vinculados sólo a sus paisanos y a su soberano, como señor natural, pero no sentían ningún vínculo con los súbditos de otras regiones, o territorios, aunque pertenecieran al mismo rey.

Con la Revolución, el soberano es sustituido por la Nación como depositaria de la soberanía nacional. A partir de entonces, se busca que todos sus integrantes formen parte de un todo en el que cada región pone en común lo que tiene, pasando a ser de todos, convirtiéndose el conjunto en solidario con aquellos que lo necesitan, pertenezcan al territorio que pertenezcan. Se establece un idioma nacional para facilitar el entendimiento y la comunicación, un sistema económico, una unidad de mercado, se suprimen las fronteras y aduanas interiores, se unifica la moneda, se estandarizan los sistemas de pesos y medidas, se construyen vías de comunicación que unen las regiones, y se crea una cultura común, con símbolos de identidad compartidos.

Aparece entonces un nacionalismo integrador en el que todos unidos resultan más fuertes, están mejor defendidos y generan una prosperidad jamás conocida, con un desarrollo espectacular de la economía, el comercio, la riqueza, la cultura, la tecnología, las ciencias, las artes y las letras, que ha sido el instrumento para construir la civilización más avanzada que se conoce en la historia de la humanidad.

En España, sólo desde el concepto de Nación se entiende que, en consideración a los intereses generales, se destinen recursos e inversiones a aquella región que tenga más posibilidades de prosperar, en bien del interés común y en beneficio de todos. Así, resulta razonable que a esa región se aporten recursos financieros, humanos, materiales, inversiones en infraestructuras, subvenciones, beneficios fiscales, y apoyo político. Tiene sentido que, para desarrollar su industria, se proteja el mercado interior para favorecer la venta de sus productos y que, durante décadas, se siga una política de aranceles que favorezca ese fin, aunque esos productos resulten más caros. Esa región, naturalmente, tendrá un desarrollo económico superior y dispondrá de una mayor riqueza que el resto y, por tanto, podrá contribuir con una mayor cantidad de tributos al sostenimiento de las cargas comunes, permitiendo a sus habitantes ser solidarios con los que tienen menos o necesitan más. Pero si alcanzado un determinado nivel de riqueza, no sólo en base al propio esfuerzo, sino con el esfuerzo y sacrificio de todos, esa región pretende no querer saber nada de las necesidades generales, pretende que toda la riqueza que produce quede en su propio y exclusivo provecho, a la vez que pretende seguir beneficiándose de los servicios comunes que otros se ocupan de pagar, seguir recibiendo fondos para infraestructuras, continuar recibiendo subvenciones y todo tipo de beneficios, seguir manteniendo el mercado nacional cautivo para la venta de sus productos, quedándose incluso con el IVA que se genera con la venta de los mismos en cualquier punto del territorio nacional, mientras cierra su propio mercado al resto mediante trabas como la del idioma. Y pretende, además, tener voz y decisión en el nombramiento de órganos claves del estado, interviniendo incluso con capacidad de veto en la política exterior, condicionando la legislación del estado central, a la vez que ese estado central no puede intervenir en decisión o política alguna de la región en cuestión, lo que nos encontraremos es que la región se ha convertido técnica y efectivamente en potencia colonial y España en su colonia. Lo que era razonable considerando dentro de la nación, se convierte ahora en mera explotación protagonizada por una de sus partes, del resto de territorios; mediante una voraz transferencia de rentas, a través de un mercado cautivo, o de préstamos institucionales financiados con deuda pública que jamás serán devueltos. Pues bien, resulta que el nacionalismo independentista y excluyente es el bueno y el nacionalismo integrador y solidario es “facha”.

Y, encima, los que son explotadores, pretenden pasar por víctimas.

post image

NACIONALISMO (I)

Palabras con Historia

Por: Marcos López Herrador


Sentimiento político e ideológico de exaltación de las cualidades propias de una nación, que se pone de manifiesto mediante una intensa devoción por el propio país, al exaltar su grandeza y defender su independencia en todos los órdenes.

Dicho en pocas palabras, el nacionalismo es una manifestación de amor a la nación, por lo que no está de más que definamos qué es la Nación.

La Nación puede definirse como aquel grupo humano, suficientemente amplio, que se identifica a sí mismo como una comunidad uniforme, unida por su tradición, costumbres, historia, lengua, religión, origen étnico o por su territorio, con capacidad real o potencial para decidir su destino con independencia, y cuyos componentes desarrollan un sentido de identidad y pertenencia al grupo, percibiendo a sus miembros como iguales, en tanto que comparten solidariamente intereses, sentimientos y ambiciones comunes, y se sienten diferentes de quienes forman parte de otros grupos. La Nación es la condición previa y necesaria para la constitución de un Estado moderno.

El origen del concepto de Nación lo encontramos a finales del siglo XVIII y principios del XIX. Es a partir de 1789, con la Revolución francesa, cuando comienza a adquirir su actual significado, al identificarse con el conjunto ciudadanos que han dejado de ser súbditos. Hasta este momento, el rey era el depositario de la soberanía y su reino estaba formado por territorios heterogéneos, que podían pertenecer a la corona de forma permanente o circunstancial y cuyos habitantes no tenían por qué sentirse unidos como parte de un todo. A partir de entonces, la nación sustituye al rey como depositaria de la soberanía, y da homogeneidad a la comunidad que la forma.

En nuestro caso, el concepto de nación surge a partir de la Guerra de la Independencia de 1808 y se consagra en la Constitución de Cádiz de 1812, pero por una curiosa paradoja, España, que, entre 1808 y 1814, había dado prueba de una unidad y de un vigor nacional excepcionales, verá como, a finales del s. XIX, regiones como Cataluña o el País vasco, únicas regiones que presentan un desarrollo industrial de modelo europeo, manifiestan un sentimiento nacionalista propio y quieren transformarse en “estados”.

El resto de España presentaba un perfil de país agrícola y subdesarrollado, a causa fundamentalmente del fracaso de la revolución liberal que puso al país en manos de las clases aristocráticas financieras y terratenientes, situación que vino a agravarse con la desaparición de mercados que supuso la pérdida de las últimas colonias de ultramar, con el desastre del 98.

Los industriales catalanes no perdonaron entonces a la España central y meridional, agrícola y pobre, la debilidad de su poder adquisitivo, reprochándole su situación como derivada de su indolencia y holgazanería, considerando un justo castigo su pobreza, decadencia y ruina.

La burguesía industrial catalana consideraba que los dirigentes de Madrid, aristócratas, banqueros, generales o políticos liberales representaban a las clases no industriales, incapaces de entender el lenguaje del nacionalismo económico. Es entonces cuando los dirigentes catalanes empiezan añorar un pasado bien lejano, al considerar que el mercado español es más restringido que el que la corona de Aragón fue capaz de conquistar en la época de su autonomía y que la convirtió en una potencia mediterránea.

Resulta llamativo que sea una cuestión de mercados y de capacidad de consumo del resto de España lo que subyace en el origen del problema, además de un sentimiento de superioridad de la burguesía, sobre todo catalana, que para legitimar su riqueza apoyaron la cultura, las artes y las ciencias, en contraste con una élite madrileña a la que consideran reaccionaria, dogmática y antigua.

Lo que asombra es que, en poco más de cien años, lo que era un conflicto entre capitalistas y élites locales, haya sido asumido por el pueblo llano, en su propio perjuicio, pues un pueblo dividido y enfrentado nunca es más fuerte, y queda indefenso ante esas mismas élites que están en la raíz del problema.

post image

JUSTICIA (I)

Palabras con Historia

Por: Marcos López Herrador


Organización de la que dispone el Estado para reprimir o castigar los delitos y dirimir las diferencias entre los ciudadanos, de acuerdo con la ley y el derecho.

Pretender en tan corto espacio abordar el contenido de una palabra tan compleja y que tiene tal cantidad de significados, puede resultar una osadía que raye en la petulancia, pero tal vez pueda perdonarse el intento, si al menos da motivos para la reflexión.

Otros significados de la palabra justicia son: Virtud que inclina a dar a cada uno lo que le pertenece; derecho, razón equidad; lo que debe hacerse según derecho y razón; pena o castigo público, y otros muchos.

Vamos a centrarnos en la primera acepción dada como capacidad y acción del Estado.   Como todo lo que es fundamental en nuestra estructura social, los orígenes de la justicia son tan antiguos como el hombre, y los primeros indicios del hecho de impartir justicia como actividad organizada, los encontramos en tiempos remotos.

Cuando hoy nos referimos al principio de “ojo por ojo y diente por diente”, todos nos sentimos turbados ante la crueldad que aparentemente encierra. A todos nos remite a una idea de venganza que se encuentra muy lejos de nuestra actual idea de justicia.

Pero veamos si esto es realmente así. El principio de “ojo por ojo y diente por diente” se encuentra recogido en el código de Hammurabi, cuyo conjunto de leyes regulaba la sociedad babilónica hacia el año 1700 a. C. Este principio, que hoy en día es sinónimo de cruel venganza, en aquel tiempo resultó un avance revolucionario en las relaciones humanas, viniendo a instaurar una idea de equidad y proporcionalidad en la respuesta ante un daño sufrido, pues la venganza, en las sociedades primitivas, solía cursar provocando un daño desmesurado que estaba muy alejado de cualquier proporción con el daño recibido. La venganza era el instrumento de los particulares para restituir lo dañado o infligir un daño a los que lo causaron. Pero el particular ofendido no es precisamente el más imparcial, ni tiene la objetividad necesaria para devolver un daño de la misma medida que el recibido, porque la respuesta por la vía de la venganza está cargada de pasiones y ninguna reflexión, y resulta siempre desmesurada por orden lógico de las cosas.

La aplicación del principio recogido en el código de Hammurabi, exige, por otra parte, que, para determinar qué es justo, intervenga alguien distinto de las partes, independiente de ellas, imparcial en su juicio, autónomo en su voluntad en tanto que ha de estar libre de influencias ajenas, y dotado de suficiente autoridad como para que su decisión sea aceptada e impuesta a las partes.

Así que, repito: “ojo por ojo y diente por diente” lo que hace es asentar un principio de justicia, de equivalencia y de equidad.

Casi cuatro mil años han pasado desde aquel momento, y desde entonces, el concepto de justicia ha evolucionado hasta alcanzar nuestra actual concepción.

Hoy, podemos decir, de forma breve y resumida, que la justicia moderna, occidental y democrática se caracteriza por ser: Independiente, autónoma, imparcial, y libre.

En ella ha de regir un principio fundamental de que todos los ciudadanos son iguales ante la ley. Y de este principio se deriva el también básico de que nadie será juzgado por lo que es sino por sus actos.

Se trata de una justicia sometida al Estado de Derecho, dentro de un sistema de división de poderes.

En el ámbito penal, debe regir el principio de que nadie…, nadie debe ser investigado si no existen previamente indicios de una conducta delictiva.

En la Edad Media, cuando el poderoso quería perjudicar a alguien, se investigaba a éste hasta ver si se podía encontrar algo con lo que imputarlo. A esa forma de proceder se le llama se llama “abrir causa general”, y es lo que caracterizó a la justicia inquisitorial.

Resulta sorprendente que en la actualidad ciertas formaciones políticas manifiesten sin empacho estas inclinaciones inquisitoriales; aunque mejor, dejamos este asunto para tratarlo en otra ocasión.