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CLODIA, LA MUSA REBELDE

Por: Lourdes Páez Morales


Dame mil besos, después cien; luego otros mil…

(Poema V, Catulo)

Decía Bécquer en su rima IV: “mientras exista una mujer hermosa, / ¡habrá poesía!”. Y es que han sido tantas las musas de carne y hueso que han inspirado a los poetas, que perderíamos la cuenta si pretendiésemos enumerarlas. Algo parecido a Bécquer debía sentir Catulo, el poeta romano, cuando le venían a la cabeza dulces pensamientos de la mujer a la que escondía entre sus versos como su amada Lesbia. Inconfesable amor fue aquel para el poeta, pues a día de hoy no se ha podido certificar que fuera una tal Clodia, contemporánea de Catulo, a la que Apuleyo pretendió ver tras el nombre de igual valor métrico[1], la Lesbia de sus ensoñaciones poéticas.

Catulo describe de manera fidedigna su relación con Lesbia desde su inicio hasta su decadencia, desde la aspiración a compartir su vida con ella hasta el odi et amo –Odio y amo– en que naufraga entre ambos sentimientos con la rabia del que ama a alguien a quien sabe que está perdiendo. Catulo, en la línea de los neoteroi, los poetas jóvenes, que rompen las normas establecidas hasta el momento, invierte los papeles de mujer y hombre concebidos en la poesía hasta la fecha, y se presenta a sí mismo como un yo enamorado, que expresa con sinceridad sus sentimiento, y que, llegado el momento, se siente abandonado, castigado y presa de una mala mujer. Pero… Fuese o no la inspiradora de los versos de Catulo, sería conveniente rememorar aquí quién fue esta Clodia del siglo I a. C. no sin recordar que la única fuente para conocer mejor a esta mujer es Cicerón, que como optimate y defensor del orden establecido –O tempora, o mores clama por la pérdida de las costumbres del pasado– ve en Clodia la antítesis de su predicamento.

Las biografías de la patricia romana Claudia Metela, de la gens Claudia, tercera hija de Cecilia Metela y Apio Claudio Pulcro, que cambió su nombre al plebeyo de Clodia, refieren siempre los tres aspectos más destacados de su vida: el libertinaje del que siempre hizo gala, la sospecha de asesinato de su marido, su primo Quinto Cecilio Metelo Celer, y la supuesta relación con el poeta Catulo, antes mencionada.

Clodia libertina: Roma a finales de la república ensalza a un modelo de mujer, la matrona, perfectamente ejemplificado por Cornelia, hija de Escipión el africano y madre de los Gracos: sumisa, obediente, púdica, volcada en el papel de educar a sus hijos en la tradición. Esta mujer de un solo hombre contrasta con un nuevo modelo de mujer, apoyado por las leyes – progresivamente más flexibles con el género femenino– que han de amoldarse a la nueva situación, dejada por las guerras, de un copioso número de mujeres viudas o esposas de los combatientes movilizados, que en ese compás de espera han de hacerse cargo de la administración de los bienes, o, en su caso, empiezan a hacer acopio de las herencias de sus parientes cercanos masculinos muertos en el campo de batalla.  

Clodia, según lo que se desprende de los textos de Cicerón, encaja en este tipo de mujer. Y también la Lesbia de Catulo, a quien el poeta invita a abandonarse juntos al placer sin tener en cuenta las habladurías de los viejos (rumoresque senum severiorum, Poema V), pero de esta relación –real o figurada– del poeta hablaremos después.

Como hemos dicho, la única fuente, sesgada pero coetánea y referida sin tapujos a Clodia, es la de Cicerón. Concretamente son dos las obras en las que alude a ella: su discurso Pro Caelio, pronunciado en el 56 a. C, para defender a este de las acusaciones de ella, como veremos a continuación, y, por otro lado, las pequeñas alusiones a nuestra femme fatale en la correspondencia ciceroniana, de un tono mucho más templado. Cicerón arremete contra Clodia en su alegato de defensa de Celio con dos objetivos: el primero, atacar –de paso– a su contrincante político Clodio Pulcher, hermano de Clodia; y segundo, defender a Celio, que ha sido acusado por Clodia de haberla intentado envenenar para no dejar testigos de un préstamo económico que ella le había concedido para una causa innoble. El argumentario ciceroniano es un ataque directo a nuestra protagonista mediante, por decirlo de manera llama, un rosario de golpes bajos. Cicerón es consciente de que su discurso escandalizaría no solo al jurado del juicio, sino también a una buena parte de la sociedad romana, y por ello la acusa de mantener una relación incestuosa con su hermano, a sabiendas de que es otra hermana de igual nombre y no ella quien yace con Clodio Pulcher; de envenenar a su esposo Quinto Cecilio Metelo Celer para ser libre; y de prostituirse tras la muerte de su marido en su casa de Baiae (in qua mater familias meretricio more vivat). Hay autores, como H. D. Rankin que apuntan –basándose en Plutarco– que la gravedad y virulencia innecesarias de las acusaciones del cónsul se deben a dos desencuentros con la familia de Clodia: el primero, al no consumarse la propuesta de matrimonio de Clodia con el propio Cicerón en la línea de las alianzas matrimoniales de la gens Claudia, impedida finalmente por Terencia, la ya por entonces esposa de Cicerón; y segundo, cuando éste aprovecha un suceso escandaloso (el asunto de la Bona Dea[2]) por parte de Clodio Pulcher, hermano de Clodia, para atacarle, con el fin de ascender en su carrera de cónsul, y que supone la ruptura total de relaciones e inicio de la enemistad con los Clodios.

Los estudiosos de la obra de Cicerón que se han interesado por el personaje de Clodia, y que han intentado desentrañar a la verdadera Claudia Metela a través de las acusaciones sesgadas del cónsul, desprenden de ellas una serie de conclusiones: primero, que Clodia quiso vivir al margen de convencionalismos, sin miedo al qué dirán; segundo, que fue utilizada como instrumento político precisamente por su poder en la sociedad, y tercero, que los ataques de Cicerón son una típica treta de abogado en defensa de su cliente, que no se corresponden con la posterior “permisividad” de Cicerón al pretender llegar a un trato “con semejante mujer”, en palabras de N. Álvarez (2010), para comprarle unas parcelas de su propiedad cercanas al río Tíber. 

Clodia ¿musa del poeta Catulo? y su inolvidable historia de amor…

Lesbia, supuesta Clodia, es una mujer culta, hermosa, inteligente, que lleva una vida libertina en busca del placer personal por encima de los convencionalismos sociales y el qué dirán, y a la que el poeta ve como un sujeto cuyo atractivo radica precisamente en su naturaleza inasible. Distintos autores han apuntado la interesante idea de que la Clodia de Cicerón es también un personaje tan ficticio como la Lesbia de Catulo, por mor de una encarnizada defensa a un cliente en un juicio difícil y controvertido (R. M. Cid López). En ambos casos se trata de la construcción literaria subjetiva del personaje de la mujer libertina.

Nuestra idea de Lesbia se va formando a través de los sentimientos por ella que Catulo va vertiendo en su corpus poético. Desde el momento de su enamoramiento mismo, recogido en el Carmen LXVIII, Catulo reconoce que no le importará no ser el único (Quae tamenetsi uno non est contenta Catullo: aunque a ella no le baste Catulo solo). Pretendido o no, este discurso amoroso autobiográfico de Catulo por la mujer no convencional que “encarna” Lesbia, inaugura una nueva corriente de la poesía, porque introduce en ella el destino fatal, al igual que lo hacen sus coetáneos Propercio y Ovidio.  

El poema II está compuesto a la muerte del famoso gorrión de Lesbia. El poeta se entristece con la amarga despedida, y recuerda los dulces momentos vividos con él por la joven. Este tema será recurrente en el arte como veremos a continuación.

¿Clodia ergo Lesbia?

Han sido muchos los artistas que se han hecho eco de la singular atracción de Clodia, identificada ya indisolublemente con Lesbia: desde el Renacimiento, en que figura como una de las biografías destacadas de la historia antigua en el Promptuarii iconum insigniorum, que recoge las semblanzas de esos personajes acompañados por una xilografía de los mismos en forma de medalla conmemorativa; en el campo de la pintura, el barroco Antonio Zucchi, que pinta a Catulo consolando a Lesbia tras la muerte de su gorrión, y fundamentalmente los pintores románticos, como Edward Pointer, que realiza Lesbia y su gorrión; Laurence Alma Tadema, que pinta Catulo leyendo sus poemas en casa de Lesbia, y también Lesbia llorando a su gorrión (1866); Charles Guillaume Brun, El gorrión de Lesbia (1861), o Stefan Bakalowicz, al que obsesiona el tema romano, y más concretamente la historia de amor de Lesbia y Catulo.

El género novelesco también ha recogido la historia de Clodia. Por citar solo dos ejemplos: Lesbia mía (1992), de Antonio Priante, y La muchacha de Catulo (2013), de Isabel Barceló, algunos de cuyos fragmentos podemos ver en el blog de la autora “Mujeres de Roma”. Las referencias cinematográficas a la historia de amor de Catulo y Lesbia son escasas, reduciéndose a sencillos recitados de poemas del autor en alguna película de época, como la Cleopatra (1963) de Mankiewicz, en que la inolvidable Liz Taylor recita unos versos que recuerdan a los de Catulo –sin serlo– en los que cita a Lesbia, y que son interrumpidos al entrar en escena Rex Harrison en el papel de Julio César.


[1] Este juego poético de esconder el nombre real de la amada tras otro ficticio de igual métrica fue frecuente en Roma para no comprometer la identidad de algún amor ilícito.

[2] Clodio Pulcher había profanado una ceremonia en honor a la Bona Dea, vistiéndose de mujer para acceder a ella, cuando a los varones les estaba vetada la asistencia.

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FRANCISCA GALLARDA, LA ILUSTRADORA QUE SE DESPIDIÓ SIN FLORES

Por: Lourdes Páez Morales


Francisca Gallarda Garós no tiene una página en Wikipedia. Tampoco arroja apenas resultados en las consultas que se hacen en las principales hemerotecas del país: Biblioteca Nacional, Prensa Histórica del Ministerio de Cultura de España, La Vanguardia, o ABC. Parece como si se la hubiera tragado la tierra. Internet no parece conocerla. Solo un par de mujeres –siempre somos las mujeres las que recuperamos la memoria de otras mujeres–, Nuria Simón y Marga Lozano, le hacen su particular homenaje a la figura de esta ilustradora. La primera en la revista Toyland Magazine (accesible en ISSUU), y la segunda en YouTube y su blog personal. Por el contrario, el gran dibujante de su tiempo, Ferrándiz, catalán como Gallarda, y que innegablemente debe ser reconocido como el gran iniciador del boom ilustrador con sus personajes amables de postales navideñas, recibe homenajes como el que recientemente tuvo lugar en la Biblioteca Pública Municipal de Rincón de la Victoria, en Málaga, en diciembre del pasado 2019; o bien es objeto de estudio de historiadores como María Fidalgo Casares, que ha escrito sobradamente acerca de él en revistas de tema antropológico e histórico.

Francisca Gallarda, aunque es incuestionablemente continuadora de Ferrándiz, logra crear un sello propio, diferenciable claramente del estilo del ilustrador (algo que no ocurre con otros dibujantes del momento, como es el caso de Constanza Armengol, cuyo apego estilístico a sus formas hace difícil distinguir sus propios personajes de los de aquel). Hasta donde nuestra memoria alcanza, los niños españoles nacidos en las décadas de los 60 y 70 –e incluso me atrevería a decir que también los de los 80–, hemos crecido viendo las ilustraciones de Gallarda; y no solo me refiero a las niñas, sino también a los niños, puesto que muchas de sus estampas de comunión fueron ilustradas por ella; como también lo eran muchas de las postales navideñas que se recibían y enviaban en esas décadas, del mismo modo que las postales-souvenir –aún a la venta– que representaban los trajes regionales de cada una de nuestras ciudades y regiones (hoy comunidades autónomas), y cuya gran particularidad es que estaban revestidas de telas, cosidas a la propia postal, dando relieve a la folklorista estampa, y que, aunque destinadas principalmente a los extranjeros de viaje por España, eran igualmente de consumo nacional. Su proliferación fue tal que toda tienda de recuerdos de los centros históricos del país por aquellos años las mostraba en los expositores giratorios de tarjetas que aún se siguen ubicando como reclamo para turistas. Hace unos meses, una chica de nacionalidad china coleccionista de muñecas a quien sigo en Instagram, para mi sorpresa, había viajado a Sevilla y había comprado unas postales de la ilustradora catalana. Yo, pretendiendo honrar su memoria, aproveché para comentarle que eran de una famosa dibujante de los 60, cuyo nombre, en esos instantes, para mi propia frustración, fui incapaz de recordar. ¡Cuán frágil es la memoria del ser humano! ¡Y cuán traidora…!

Pues bien, decidida a enmendar mi error, hoy traigo aquí al recuerdo a esta ilustradora que forma parte de nuestra cultura visual y que, como tantas otras mujeres, ha sufrido el olvido más absurdo por el simple hecho de ser eso… una mujer.

En una primera aproximación a su figura en internet, utilizando las herramientas de búsqueda de imágenes similares, no es difícil dar con la portada de un libro editado en Nueva York, que representa una versión “bastante fiel” –por decirlo eufemísticamente– de una de sus mejores ilustraciones: un busto de niña con un cuaderno y un lápiz. Obviamente, en el libro no hay mención a nuestra ilustradora como inspiradora de la citada portada, desgraciado hecho este, propiciado por el escaso conocimiento y reivindicación de la artista. Nadie les va a reclamar los derechos, dado que, al parecer, como deducimos de la esquela de Francisca Gallarda aparecida el 11 de septiembre de 1971 en el entonces diario La Vanguardia española –hoy La Vanguardia a secas–, murió sin descendencia al parecer a una edad temprana, llorada principalmente por sus padres, hermana –Montserrat Gallarda, ilustradora como ella– y sobrinos. Como curiosidad, en esa misma esquela, la familia hacía una petición expresa: “No se admiten flores”. Es la única mención de la ilustradora que encontramos en el periódico catalán, al que desde aquí animamos a solucionar problemas en sus búsquedas, que no logran siquiera distinguir las aes de las oes; y en este caso, lo masculino de lo femenino, arrojando cientos de resultados, en una búsqueda entrecomillada de “Francisca Gallarda”, de un tal Francisco Gallardo, que no tengo el placer de conocer, pero que, relacionado con el deporte, se ve que durante años mereció mayor relevancia que la señora que nos educó el gusto estético a los antes mencionados niños del tardofranquismo y la recién instaurada democracia.

El resto de la biografía de Francisca Gallarda parece no haber interesado a nadie. Ni entrevistas, ni semblanzas encontramos en los periódicos nacionales; solamente los citados homenajes de Simón y Lozano, y alguna mención en un blog de marcado sello antiespañol, que la monopoliza como si la obra de esta catalana no tuviera vocación –como lo creo y argumentaré– universal. Así que nos tenemos que restringir a su faceta laboral como ilustradora en las más potentes editoriales españolas del momento, como Bruguera, Roma (activa hasta 1985), Eurocromo, Edicromo o Werticrom. En la década de los sesenta se publican prácticamente todas sus obras. Sus personajes de apariencia amable, con una fisionomía inconfundible: cabeza prominente, grandes ojos por lo general de color claro, y nariz chata, pueblan obras del consumo de niños y mayores, como son multitud de cuentos, recortables (que durante un tiempo fueron obsequiados por los chicles Fiesta), postales navideñas, postales de recuerdo y estampas de comunión, como ya hemos mencionado. Podemos citar los cuentos de la colección Heidi, de 1962, o los innumerables recortables de la Editorial Roma, coleccionables y distribuidos en series, como “Recortes Ensueño”, las series “Azul” o “Rosa”, los “Recortes Astro” y “Cometa”, “Peque”, “Chic”, y un larguísimo etcétera. Es interesante reseñar que una serie de postales de indumentarias regionales realizadas por Gallarda se encuentra en las colecciones del Centro de Investigación del Patrimonio Etnológico del Museo del Traje, accesibles a través del portal de catalogación de los museos estatales “Ceres”.

Desgraciadamente poco más podemos añadir de ella, porque su interés y proyección quedaron silenciados a raíz de su temprana muerte y su condición femenina. Gallarda fue una ilustradora que, como hemos apuntado antes, obtuvo el favor mayoritario del público consumidor de productos de enorme tirada como los recortables, de público mayoritariamente femenino, o las postales navideñas. La estética de sus personajes parece guardar relación con los gustos americanos de su tiempo: por aquellos años 60 del siglo XX estaban aún en vigor los postulados de la pintora Magaret Keane, viva aún, que hizo protagonistas de su obra a niños de ojos grandes (la película de 2014, de Tim Burton, Big Eyes, recoge su biografía). Aunque hoy denostada –no entiendo por qué hay pintores naïf cuyo predicamento sigue vigente y los de esta artista no, cuando abre un camino que actualmente pisa el manga japonés de incuestionable universalidad–, su obra originó toda una revolución estética que se extrapoló a los fabricantes de muñecas: la casa Hasbro saca a la venta en 1965 a Little Miss No Name, en Hong Kong se fabrica la Susie Sad Eyes, y en 1972, un año después de morir Gallarda, sale a la venta, solo aquel año, pues fue un rotundo fracaso comercial, la muñeca Blythe. Pues bien, hoy estas últimas se han convertido en objeto de coleccionismo, y, retomando al motivo de mi artículo de hoy, una de esas coleccionistas de Blythes, de origen chino, con miles de seguidores, y a la que me he referido al principio, se lleva como recuerdo de Sevilla dos postales de Gallarda, tan vigentes como si no hubieran pasado los sesenta años que de ellas nos separan.

¿Por qué alguien que se ha acercado a un prototipo estético universal, de enorme éxito en la España del momento y que hoy día es recogido en una portada de un libro neoyorkino de 2005, duerme el sueño de los justos? ¿Por qué a sus ilustraciones, que todos los de una edad reconocemos, no sabemos asignarle autor? ¿Por qué no recibe homenajes esta ilustradora? No creo necesario formular más preguntas para entender por qué. Sobran las explicaciones y faltan estudios sobre ella… Si algún día encontrase su tumba en el cementerio del Sudoeste, no le llevaría flores, pero me sentiría feliz de hablarle de todo lo que nos dio. Menos mal que la historia también podemos escribirla –y cada vez con voz más alta y clara– las mujeres.

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LA LUZ DE LEE KRASNER

Por: Lourdes Páez Morales


Hubo un revuelo tremendo en la clase de un reconocido profesor de Historia del Arte cuando alguien le preguntó si no daríamos a Frida Kahlo por algún motivo concreto y este respondió sin tapujos: “No la explicaré porque es mujer”. Muchos se levantaron y se fueron, y otros, temerosos de que lo siguiente que explicara cayese en el examen, nos quedamos sentados allí mirando con estupor al que era uno de los grandes popes de la universidad, admirado hasta el punto de haber alumnos que hacían mil carambolas por asistir a sus “magistrales” clases.

“¿Esto es la Historia del Arte?” −Pensé entonces. Pues sí… La Historia del Arte en la segunda mitad de los noventa parecía un listín telefónico compuesto por nombres masculinos en el que, por alguna coyuntura medianamente favorable, se había colado alguna mujer. Entre ellas andaba ya por entonces siendo reconocida por los profesores (en aplastante mayoría hombres) Sofonisba de Anguissola, que conocí por uno de los menos −por decirlo de manera educada− “renovadores” de todo el claustro, lo que nos puede dar una idea de que reivindicar hoy en día su figura como “gran desconocida” no es riguroso, a pesar de que algún museo se empeñe en venderlo como tal. Con el tiempo, me di cuenta de que aquella carrera no era más que el fiel reflejo de la sociedad. Que mil veces más habría de sentirme orgullosa −siendo mujer− por conseguir con más esfuerzo las más nimias cosas en la vida, y que otras mil más, estaría expuesta a sentir la discriminación por el simple hecho de no ser un hombre. Hoy, en mi trabajo en un museo de arte −cuyas riendas lleva acertadamente una mujer−, ante la escasez de creadoras femeninas en las colecciones, intento desde hace unos seis años rescatar la memoria de las mujeres que quedaron olvidadas por el simple hecho de ser y saberse “esposas de”, “hijas de” o simples modelos, musas sin nombre y apellido, algo que −para mi orgullo− destacaron por novedoso en el último congreso al que asistí, sobre investigación y género. 

Hoy, al hilo del recuerdo de aquel desafortunado comentario −ahora juzgo más fuegos de artificio o fanfarronada que otra cosa− del que fuera mi profesor en la carrera, me parece necesario recordar a una de aquellas mujeres artistas, concretamente pintora, a las que esta persona omitió deliberadamente en su asignatura de “arte contemporáneo”: Lee Krasner, en cuya figura me introdujo, por la admiración que hacia ella siente, mi querido compañero Tomás Sánchez Rubio.

Corría el año 1951 cuando las corbatas van Heusen se anunciaban en Estados Unidos, el país natal de la artista, bajo el eslogan “demuéstrale que es un mundo de hombres”.  La ilustración no dejaba lugar a dudas. Una señora, postrada de hinojos −por decirlo de manera eufemística− le ofrecía el desayuno en la cama a su esposo, vestido de calle, con aire de superioridad. La actitud de un siervo sometido ante el amo es el mensaje subliminal que se podía desprender de aquel anuncio, y en general de la publicidad norteamericana de mediados de los 50 que utilizaba de manera jocosa la tácita superioridad masculina sobre la mujer, y que, desgraciadamente fue modelo para otras sociedades occidentales del llamado “primer mundo” en pleno desarrollismo consumista.

Lee Krasner nace en Brooklin, Nueva York, en 1908, en el seno de una familia judía de procedencia ucraniana. Desde muy jovencita decide ser artista, y se matricula con trece años en la Washington Irving High School neoyorkina, por ser la única escuela pública que ofrece clases artísticas a mujeres. Atraída más tarde, de la mano de su profesor Hans Hoffman, por el cubismo sintético de Picasso y el color de Matisse, comienza a fundir estas influencias que la acaban conduciendo al camino de la abstracción que −salvo algún rasgo figurativo en su obra de la década de los 50− ya no abandonará jamás. Es por estos años de sus inicios en lo abstracto, concretamente en 1942, en la Galería MacMillan, cuando conoce al también artista Jackson Pollock. A partir de ese momento, ella −nacida Lenore, pero que cambia su nombre artístico al más ambiguo “Lee”− perderá cualquier posibilidad de brillar con luz propia, no por su menor valía, sino por ser simple y llanamente mujer. En resumen, el resto de ambas biografías se compone de su matrimonio a los tres años de conocerse, su traslado a una casita de campo en Long Island, donde evolucionan sus carreras, ella hacia sus “Little Images” y él hacia su famosa técnica, el dripping, que lo consagra como uno de los pintores más carismáticos de su tiempo, y, personalmente, hacia su total autodestrucción por la bebida y un accidente que le cuesta prematuramente  la vida en 1956 a los cuarenta y cuatro años de edad.

Al buscar información sobre Lee Krasner, como puede pasar con tantas otras mujeres artistas, te das cuenta de que la injusticia cometida con ellas ha sido brutal e irreparable. En las biografías sobre Krasner hay comentarios magnánimos que hablan de ella como pilar fundamental en el expresionismo abstracto. Sin duda, hay buena intención en ellos, pero no es menos cierto que la merma de su visibilidad −cultivada por ella misma, que hizo esfuerzos denodados por resaltar la pintura de su esposo por encima de la suya, como tan certeramente se refleja en la película dirigida y protagonizada por Ed Harris “Pollock”− propició que durante décadas otros pintores bebieran de las fuentes de los baluartes masculinos de la misma escuela (American Abstract Artists) y menos de la pintura de Krasner. En el campo artístico, cuando se hace una investigación de género o recuperas la memoria de estas mujeres a las que la sociedad y los círculos dominantes olvidaron, ya sean creadoras o musas, no debemos obviar que ellas mismas adoptaron en ocasiones −por convicción propia o por obligación− ese rol de ciudadanas de segunda, lo que socava aún más su invisibilización. Percibes −volviendo un momento a mis estudios− cómo, y no en pocas ocasiones, la mujer se empeña en firmar en algunos documentos con el apellido de su esposo, que era el que le daba posición y relevancia social, sin posibilitar que trascendieran de esas valiosas pruebas informativas, ni su nombre de pila, ni su verdadero apellido. El investigador de género debe saber que su labor es la de devolver a estas mujeres algo que la sociedad les arrebató, fueran o no conscientes de ello, consentidoras o no: su propia identidad y su valía. Pero… ¿Cuál es el rol adoptado por Lee Krasner? ¿Fue ella una mujer supeditada al genio de su marido Jackson Pollock? ¿Qué pensaba realmente Lee de sí misma?

Responder a estas cuestiones de un modo certero es complicado. Sin embargo, la proximidad histórica a ella hace que conservemos notables testimonios de la propia artista, como las entrevistas que concedió a la televisión norteamericana:  en 1978 para la serie “Inside New York´s Art World”, con Barbaralee Diamonstein; en 1979, entrevistada por Barbara Novak; o en 1981, por Lyn Blumenthal y Kate Horsfield. En ellas habla en primera persona de su pintura, pero inevitablemente el nombre de Jackson Pollock sale siempre a relucir, dado que ella seguía siendo la testigo más directa de la genialidad del pintor. Lee se muestra segura de su carrera, y en alguna ocasión deja entrever −con un excelente sentido del humor− su cansancio ante el rol secundario que le da la entrevistadora: A la pregunta de Diamonstein de en qué estaba trabajando Pollock en un determinado momento de sus vidas, Krasner responde “I don´t know, I had my own problems” (No lo sé. Yo tenía mis propios problemas). Tras una sonora risa de la audiencia, Lee se justifica −ante la seriedad de la interlocutora− diciendo que a ella le gustaba lo que Pollock estaba haciendo entonces, y que sentía una enorme admiración por él, pero que ella sentía una gran preocupación por aquellas masas grises en su pintura.

No debió ser sencillo para esta mujer, cuya valía artística es reconocida ahora en la medida en que debió serlo en su propio momento, como una de las figuras más brillantes de los American Abstract Artists, vivir empequeñecida por la importancia concedida a su pareja en su mismo campo. En una ocasión afirmaría que hubiera dado cualquier cosa por haber tenido a alguien que le aportara lo que ella aportó a Pollock. Todo dicho. La figura de Lee Krasner nunca podrá desligarse de la de Pollock, al fin y al cabo, ella también es una pieza clave ineludible en la biografía de él.  Ambos están enterrados en Springs, en el Cementerio de Green Rivers. Sus tumbas tienen sendas piedras superpuestas: la de él, de un tamaño considerablemente mayor. Sin embargo, hay algo que está cambiando: hoy en día Lee Krasner está presente en los libros de Historia del Arte Contemporáneo con personalidad y derecho propios. No podemos volver atrás, pero sí podemos cambiar nuestra mirada. 

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AMÁLIA RODRIGUES | EL ALMA DE PORTUGAL HECHA VOZ DE MUJER

Por: Lourdes Páez Morales


A poco más de veinte años de su desaparición, Amália Rodrigues sigue siendo la gran embajadora de Portugal y de sus esencias, y generando estudios y monografías, como los de Mattijs van de Port, Teresa Sancha Pereira, Manuel Fernando de Sousa, o Rui Manuel Martins Ferreira, que hacen que siga muy presente en el hoy del fado. Este año, la fundación que lleva su nombre le rendirá tributo con una serie de actos y espectáculos bajo el nombre de “Amar Amália. Vinte anos de saudade”.

Amalia del pueblo

Amália da Piedade Rebordão Rodrigues nace,según el registro civil, el 23 de julio de 1920, cuando sus padres se encuentran de visita en el humilde hogar −una chabola− de los abuelos maternos en la freguesía de Pena, en la calle Martim Vaz. Sin embargo, la fecha de su nacimiento no está clara, y es por ello por lo que Amália celebró su aniversario siempre el 1 de julio. Pertenece a una familia de escasos recursos, y mientras sus padres se marchan para buscar trabajo, dejan a la pequeña con sus abuelos que se mudan al barrio de Alcântara, donde, junto con su hermana Celeste vivirá una niñez efímera leyendo libros de cowboys, y comenzará pronto a trabajar vendiendo fruta por las calles. Trabajadora incansable, Amália ayuda al sustento familiar con labores de baja remuneración como costurera, bordadora y empleada de una fábrica de chocolates y caramelos. Nunca le pesó el esfuerzo: “Toda mi vida ha sido muy fácil”, declaraba la cantante en una entrevista al diario español El País en 1990. En otra entrevista concedida a la televisión portuguesa declara que su infancia, donde tuvo falta de vestidos, falta de zapatos, falta de pan, no tuvo, en cambio, tristeza. Cantaba. Solo cantaba.

Será en ese barrio donde cante con quince años un fado en la festividad de los santos populares, y será durante las audiciones como aspirante al premio “Reina del Fado” de 1938 cuando conozca al guitarrista Francisco da Cruz, que se convertiría dos años después en su primer esposo. En estos años actúa como “Amália Rebordão”.

En 1939, con casi 20 años hace su estreno profesional en Retiro da Severa en el barrio de Mouraria, un local de tradición fadista, que tuvo un curioso origen: era regentado por Ana Gertrudes, conocida como “a barbuda”, madre de la que es considerada primera cantante de fados de la historia, una prostituta de singular gracia llamada Maria Severa. Volviendo a Amália, un año después de su debut, en 1940, por mediación de José Melo empieza a cantar en el Café Luso, pagándosele un caché nunca antes alcanzado por ningún fadista. Sus interpretaciones calan tanto en el público, que Lisboa llena el local, y se congrega a sus puertas para oírla. Ella canta en esa época un fado popular que decía: “Deixe-me cantar para a rua, / que eu sinto-me bem assim. / Gente do povo sou tua, / porque também da rua vim”.

Amália, musa de la saudade.

Durante estos años de la dictadura de António de Oliveira Salazar, Amália ayuda a numerosos exiliados políticos. Paradójicamente, con la llegada de la libertad en los 70 y la famosa Revolución de los Claveles, el 25 de abril de 1974, el pueblo portugués olvidaría su tácito apoyo a la oposición del régimen, y la tacharía de salazarista, denostando el fado como un mal recuerdo de lo anterior y acallando en tierra lusa la voz de Amália, lo que la obliga a instalarse en París. En 1999, el premio nobel José Saramago, militante del partido comunista, reveló que Amália había ayudado económicamente a su causa durante la dictadura, y que debía desterrarse del nombre de la cantante la etiqueta de salazarista. Pero volvamos a su despegue como artista…

En 1943 canta por primera vez fuera de las fronteras lusas, concretamente en España, en la embajada de Portugal en Madrid, en honor al embajador, Pedro Teotónio Pereira. Desde entonces, se ve obligada a viajar en avión −a pesar de que no le gustaba demasiado volar− a lugares lejanos, como Brasil, Estados Unidos, la entonces Unión Soviética o Japón. Su renombre en este momento es ya internacional, y en Portugal se la denomina la “reina del fado”. Publica durante su vida una treintena de discos. Los primeros, grabados en
1945 en Brasil.

Amalia se  definió a sí misma siempre como una mujer dada al fatalismo, algo propio del género que dominaba como nadie y ligado, cómo no, al alma portuguesa, a la saudade, es decir, el anhelar aquello que no tienes, y, de conseguirlo, obstinarse en la tristeza porque al poseerlo ya no lo anhelas. Como diría el poeta Manuel de Melo: “bem que se padece e mal de que se gosta”.

La popularidad de Amália en estos años la hará aterrizar en el cine. Como  actriz hace papeles muy autobiográficos. Las fadistas a las que da vida en la gran pantalla se persignan como ella antes de cantar, y viven amores desdichados e imposibles como los llorados en sus fados. Se estrena en 1947 con la película Capas negras, que estuvo veintidós semanas consecutivas en cartel. Su mejor interpretación es la del personaje Amália, en Os amantes do Tejo, de 1955, donde entra en contacto con David Mourão Ferreira, compositor de uno de los poemas que irán ligados ya para siempre a su voz: Barco negro.

Sus participaciones en programas televisivos en los años centrales del siglo XX se cuentan por cientos. Siempre vestida de negro, recupera versos de los grandes poetas portugueses del XVI: Luis de Camões, su poeta preferido, o João Roiz de Castel-Branco, que en su voz viven un luminoso renacer.

Amalia, corazón independiente

Solo dos veces se casó Amália. Su primer matrimonio duró lo que dura la historia de un fado. El otro, desde 1961 hasta su muerte. Esta mujer de rasgos un tanto varoniles, de feminidad infinita, belleza racial y mirada cargada de anhelos, vivió su vida de manera intensa, protagonizando grandes romances, como si fueran un fiel reflejo de lo que cantaba en sus fados. Porfirio Rubirosa, considerado el primer playboy de la historia, el multimillonario Onassis o los actores Richard Widmark y Anthony Quinn fueron algunos de sus amantes.

También se difundieron rumores de su supuesta relación con el dictador Salazar, que nunca pudieron llegar a probarse. Eso sí, ella lo definió una vez como “un príncipe azul”. Otro de los nombres que se asocian a Amália es el de Umberto II, depuesto rey de Italia.

En su madurez le llegan los grandes reconocimientos a nivel nacional e internacional: la gran medalla de plata de la ciudad de París, las medallas de oro de las ciudades de Lisboa y Oporto, la Orden de Isabel la Católica y los grados de Comendador y Caballero de las Artes y las Letras de Francia, entre otros.

En 1979, la fadista sufre un revés de salud. El corazón le falla y se ve obligada a retirarse de los escenarios por un tiempo. El aluvión de cartas recibidas por sus fans hace que deje de fumar por ellos, como confiesa en una entrevista.

Amalia muere el 6 de octubre de 1999, a los 79 años de edad, y se decretan tres días de luto oficial en el país vecino. Sus ojos, esos que había cerrado siempre durante sus interpretaciones, para que el sentimiento solo saliese a través de su voz, se habían cerrado para siempre. Había muerto un símbolo nacional, pero su voz nunca se apagará para todos los que amamos el fado. Amália lo dotó de un sentido universal y es lo que hoy es gracias a ella.

 

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LENI RIEFENSTAHL, EL PELIGROSO DESCENSO DE LAS CUMBRES

Por: Lourdes Páez Morales


La de Leni Riefenstahl es la historia de una mujer que conquistó al ascendente Nazismo con el objetivo de su cámara y cuya carrera acabó pagando con creces aquella vieja gloria pasada.

Fue tras su nuevo éxito como protagonista y directora −junto a Béla Balázs, director de cine húngaro y judío− del film La luz azul (1932), cuando las vidas de Hitler y Leni confluyen. Él se había sentido ya fascinado por la belleza atlética −que encarna el ideal de la raza aria− de Riefenstahl, y ella empezaba a asistir a actos públicos del Führer donde este mostraba su enorme capacidad para seducir a las masas. Un acto en el Palacio de Deportes de Berlín es el lugar en que Leni lo ve por primera vez. Le escribe ilusionada una carta que sorprendentemente recibe respuesta y que será el principio de una gran amistad, como dijera Bogart en aquella inmensa película que en algo o en mucho tiene que ver con el asunto del que hoy tratamos.

Volvamos atrás para conocer un poco más a Leni. Helen Bertha Amelie Riefenstahl nace el 22 de agosto de 1902 en Berlín. En este momento la ciudad empieza a despuntar en Europa como un bullente centro del arte moderno y cuna, junto con Dresde, del Expresionismo, denostado a raíz de la irrupción del Nazismo, que lo llamará “arte degenerado”. Aquel mismo año de 1902 se inaugura en la cosmopolita capital berlinesa la primera línea de metro de Alemania, entre Warschauer Straße y Zoologischer Garten.

La madre de Leni, una sencilla costurera, influye notablemente en los gustos de su hija durante la niñez, y la matricula en clases de danza y ballet en la Escuela Grimm-Reiter sin el conocimiento de su padre, que tenía pensado para ella un papel muy diferente y menos arriesgado que el artístico: el de ser su sucesora al frente de la empresa de calefacción y ventilación de la que era dueño. Sin embargo, Leni se siente atraída por la danza, que va modelando su cuerpo con el paso de los años, como también lo hacen la gimnasia, la natación y una afición que le abriría las puertas de la interpretación: la escalada. Una lesión frustra su carrera como bailarina, y es curiosamente acudiendo a una de sus visitas al médico, cuando Leni, al ver el cartel de la película La montaña del destino (1924) en la estación de metro de Nollendorfplatz, empieza a soñar con el camino de la interpretación.

Hay que decir aquí que fue en Alemania donde surge, en esa década de 1920, el género de cine de alpinismo o bergfilms, y que Arnold Fanck, director de La montaña del destino, es su máximo exponente. Hitler admiraba este género fílmico ya que casaba bien con su ensalzamiento de la raza aria, al poner de relieve el afán de superación del hombre frente a cualquier adversidad que podía encontrar en su camino hacia la cumbre de una montaña. Las películas de este género decayeron en paralelo al declive nazi, puesto que fueron asociadas con su ideario y denostadas tras la II GM.

Habíamos dejado a Leni en la estación de Nollendorfplatz. La fascinación que siente ante aquel cartel la lleva a la sala de cine, olvidándose de la consulta pendiente. Siente tal emoción por aquel tipo de cine, por aquellas tomas de las nubes en movimiento, por el esfuerzo de aquel escalador de la pantalla, que hace lo posible por postularse como la coprotagonista del siguiente film de Fanck. Y lo consigue. Le envía fotos y cartas al director de cine para que cuente con ella, y este acaba visitándola a fin de conocerla en persona con un guion entre las manos escrito para ella, el de La montaña mágica (1926).

El mismo año en que Leni protagoniza este film, el partido nazi celebra la Conferencia de Bamberg con la intención de fortalecer el control de Hitler sobre el partido. Ese mismo año se crea la Liga de Estudiantes Alemanes Nacionalsocialistas, como una división del partido nazi para integrar los niveles universitarios al marco del Nacionalsocialismo. El ascenso del fascismo es imparable, y también en Italia, donde un chico de solo quince años, Anteo Zamboni, es linchado por atentar fallidamente contra Mussolini en la ciudad de Bolonia.

Es en esta década de 1920 cuando los estudios cinematográficos más importantes de Alemania, UFA (Universum Film AG), donde se montan también los bergfilms, están produciendo sus más gloriosas películas de cine experimental relacionadas con el movimiento artístico expresionista, de la mano de Fritz Lang o F. W. Murnau: Metrópolis (1927) del primero, o Nosferatu (1922), del segundo. Ambos directores acabarían exiliándose a Estados Unidos ante el ascenso nazi. Y es a finales de la década cuando empieza a despuntar una estrella nacida de la UFA: Marlene Dietrich, con la que nuestra protagonista tendrá una relación de manifiesta enemistad.

Aunque ambas comienzan su vida artística en paralelo en el Berlín de 1920, Marlene lo hace en ambientes muy alternativos: cabarets y cafés-cantantes en los que incluso “se atreve” a travestirse, algo que la hará ser objeto de rechazo −y de deseo, a partes iguales, en nuestra opinión− del nazismo. Ambas son bellas y deseadas, pero solo Leni, bella, atlética, pero sumisa, encaja bien en el ideal del sueño ario. Curiosamente Leni estuvo a las órdenes del director teatral Max Reinhardt, quien, sin embargo, rechazó el fichaje de Marlene. No obstante, mirando los hechos con perspectiva, en sus respectivas biografías, Riefenstahl deja en mal lugar a Marlene despreciándola, a su entender, como una mujer burda y como la chica sin éxito que gracias a ella −a su intercesión ante Sternberg− había conseguido el papel de Lola Lola en El ángel azul; mientras que Marlene no hace mención de Leni Riefenstahl ni una sola vez. Solo se han conservado varias fotografías donde aparecen ambas, en el llamado Pierre Ball, en 1928, junto a algunos asistentes, como la actriz china Anna Mae Wong. Sus actitudes en ellas son diferentes: Leni, comedida y discreta; Marlene, desinhibida y licenciosa. Estas fotos son la prueba de que ambas mujeres habían coincidido, al menos una vez más que la que Leni declara en sus memorias ante Steinberg para cederle el papel de Lola Lola en 1930. Nunca más volvieron a posar juntas. El resto de la historia de Marlene la conocemos.

En 1932 se conocen Hitler y Riefenstahl, y él le propone protagonizar el capítulo más importante y sonado de la vida de la cineasta, que tiene su inicio en la grabación del congreso del partido nazi de Núremberg, en 1933, que dio como fruto el documental titulado La victoria de la fe (Der Sieg des Glaubens), que Leni va a intentar desvincular de su carrera a lo largo de toda su vida. Un año más tarde llegará la gran obra cinematográfica de Leni: El triunfo de la voluntad (Triumph des Willens), estrenada en 1935, que sigue manteniendo el reconocimiento de los historiadores del cine por sus impresionantes tomas aéreas de multitudes asombrosamente bien formadas, de gran belleza −a pesar del inquietante trasfondo−, y por sus importantes avances técnicos de cámaras en movimiento.

En 1936 volverá a trabajar Leni al servicio de la causa nazi para realizar un largometraje más, sobre las olimpiadas de Berlín de ese año: Olympia (1938), que pretendía lanzar al mundo el mensaje edulcorado del paralelismo entre los antiguos griegos y la raza aria. La cineasta hace un canto al cuerpo humano con tomas a contrapicado y contraluces magistrales que exaltan a los aspirantes al Olimpo deportivo. La historia de aquellos juegos, conseguidos para Alemania a golpe de talonario, a pesar de la oposición de ciertos países como Estados Unidos, Inglaterra o Francia, fue muy diferente a la que había soñado Hitler. El rendimiento de muchos participantes alemanes en aquellas olimpiadas fue inferior al esperado, y, para colmo, la figura de Jessi Owens, un corredor negro de Alabama, con sus cuatro medallas de oro en 100 m, 200m, salto de longitud y relevo, darán al traste con la artificial superioridad de la raza aria ante el mundo. La película viene a ser, de nuevo, una obra excelente, pero incide aún más en la vinculación de Leni en el ensalzamiento del nazismo ante los ojos del mundo.

Al finalizar la guerra, Leni es señalada como sospechosa, pero nadie puede demostrar su vinculación al partido nazi, al que nunca llega a afiliarse, y sale absuelta de todas las causas. El resto de su producción cinematográfica es más que discreta y no la traeremos, por tanto, a colación.

La segunda mitad de la década de 1940, con su fortuna mermada a causa de haberles sido confiscadas la mayor parte de sus propiedades durante los procesos en que la enjuiciaron, Leni pasa a desarrollar una nueva faceta: la de fotógrafa. Su obra más famosa en este campo, motivo, como toda su obra, de controversia, fue The last of the Nuba, donde recoge la belleza de este grupo étnico de Sudán: los nuba. El libro de fotografías levanta cierta suspicacia entre las voces más críticas con Riefenstahl. Uno de los juicios que más ferozmente arremete contra esta edición de Leni y, de paso, contra su trayectoria cinematográfica, lo hace la mordaz escritora norteamericana Susan Sontag. Sin pelos en la lengua, Sontag consigue desmontar la elaborada ingenuidad de Rienfenstahl, y la intención de este libro de evocaciones africanas de edulcorar la figura de la que fuera artífice de la imagen del nazismo ante el mundo. La creadora de la iconografía del III Reich expone su fascinación por la perfección corporal de la raza nuba, dejando entrever de nuevo su otrora devoción por la exaltación de la raza aria. Los argumentos parece que la delatan… ¿La esencia de las fotografías traiciona, o realmente no?

Si retornamos a 1936, Hitler y su Ministerio de Propaganda, dirigido por Goebbles, tienen el claro propósito de mostrar ante el mundo la superioridad racial aria… Pero aparece Jesse Owens, y sus victorias olímpicas y superioridad probada ocupa las primeras páginas de todos los periódicos a nivel internacional. Leni Riefenstahl no duda en ensalzarlo en Olympia, con planos heroicos y hasta simpáticos que no dejan lugar a dudas del carácter afable y encantador del atleta negro. ¿Fue Leni la que planta cara al régimen y da cabida a Owens en su film, como refleja Stephen Hopkins en su película biográfica sobre el corredor afroamericano El héroe de Berlín (2016)? ¿O fue el propio partido el que prefiere contar la verdad para mostrar una engañosa benevolencia y aperturismo a los ojos del mundo? Nunca lo sabremos. Leni se pasó la vida desmarcándose del Nazismo, desentrañando sus auténticas relaciones con el Führer o con otros miembros del partido nazi, en entrevistas, documentales, o en su propia autobiografía. Sin embargo, su figura continuará siempre creando controversia entre los que se acerquen a su figura y a su incontestablemente estética obra.

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LOS TEBEOS FEMENINOS COMO CONSTRUCTORES DE IDENTIDAD

Por: Lourdes Páez Morales


Hoy no hablaremos como en las anteriores entregas de una mujer concreta con nombre y apellidos, sino de una generación de mujeres españolas que hoy rondan los setenta años y que fueron el objetivo de un producto editorial de consumo masivo: los llamados tebeos de chicas. Este curioso fenómeno contribuyó a moldear en ellas la idea clara del rol que estaban destinadas a desempeñar. 

La Teoría de la Identidad Social, dentro del campo de la Psicología Social, debe su formulación a los trabajos de Henry Tajfel en la década de los 50. Dentro de sus conceptos más importantes se encuentra el estereotipaje de género, esto es, las creencias de género que asocian a cada uno de ellos unas cualidades inherentes y, derivadas de ellas, unas actividades adecuadas a los mismos. Así, la mujer sería dócil, dependiente, afectiva y empática con los demás, correspondiéndole el cuidado de la casa y de los hijos; mientras al hombre correspondería el rol de fuerte, autosuficiente, agresivo o competitivo, ocupándose de ganar el sustento de la familia. No hay que decir que, con estos mimbres, la sociedad haya valorado de un modo desigual al hombre y a la mujer, correspondiendo a esta un papel menos preponderante y de peor consideración.

Volviendo al tema central del artículo, hay que reseñar que ciertos fenómenos de masas han contribuido desde el siglo XX a ahondar en esos estereotipos, como es el caso del tebeo de entretenimiento para chicas que surgió en la España de la posguerra. Por traer un ejemplo actual paralelo, el reggaetón, por desgracia, pese a sus desacertadas letras, tiene mucho predicamento entre los adolescentes.

Hace unos años, curioseando entre los puestos especializados en tebeos de la Feria del Libro Antiguo y de Ocasión de Sevilla, me topé con unas revistas de las que había oído hablar a mi madre: los tebeos femeninos que recreaban canciones pop de la época en viñetas, la mayoría de ellas “románticas”. Para que rememorara viejos tiempos adquirí para ella varios ejemplares. Pues bien, tras mi participación en el último congreso de Investigación y Género organizado por la Universidad de Sevilla, empecé a darle vueltas a este artículo, que no pretende ser académico, sino más bien ilustrativo de una realidad que vivieron nuestras madres y abuelas: la de “su construcción”, desde las páginas de estos tebeos aparentemente intrascendentes, como amas de casa sumisas y obedientes.

Para ver las enseñanzas que daban a las niñas de 17 años (como figura en la portada de los ejemplares), y de otras chicas curiosas de menor edad, vamos a rescatar una serie de ideas extraídas de la lectura de quince revistas de la serie “Rosas Blancas”, publicadas por la desaparecida editorial Toray entre los años 1958 y 1965, en pleno boom de este tipo de tebeos. Hay que decir que esta editorial ya había lanzado algún “tebeo de hadas” como se les denomina, la colección “Azucena”, pero fue su serie “Rosas Blancas”, de enorme éxito −llegó a 378 números de tirada semanal− la que da el pistoletazo de salida a nuevos cuadernillos de temática exclusivamente sentimental para chicas adolescentes. “Susana”, “Guendalina” (sic), o “Serenata” −los que compraba mi madre− le siguieron con rotundo éxito. Estas ediciones lanzaron al estrellato a la ilustradora María Pascual, también muy conocida por sus recortables con la misma editorial.

Contextualizando un poco, “Rosas blancas” iba dirigido a chicas menores de edad −en este momento la mayoría de edad en la mujer está en 23 años, pasando a ser los 18 años en 1978, justo antes de las votaciones del referéndum constitucional−, y de clases medias acomodadas −cada ejemplar costaba 1,50 de las antiguas pesetas, el mismo precio que tu padre pagaba por llevarse a casa el ABC o La Vanguardia en 1958, costando un kilo de patatas más o menos 2,20 pesetas−.

España vivía en 1958 −año del lanzamiento de la serie “Rosas Blancas”− los últimos coletazos de la conocida como primera etapa franquista, asistiendo a conflictos sociales como las huelgas de la minería asturiana, e iniciando un cierto aperturismo. Es el año de Las chicas de la Cruz Roja, del nacimiento de Chupa Chups y de la primera edición de Mortadelo y Filemón. Internacionalmente, toma el papado Juan XXIII, il Papa buono, gana el óscar a la mejor película El puente sobre el Río Kwai, y muere exiliado en Puerto Rico el poeta Juan Ramón Jiménez.

Pasemos a ver qué puntos en común tienen los quince títulos elegidos al azar:

  • La protagonista es siempre una chica joven pero adulta con la que poder identificarse. 
  • Los personajes se mueven casi siempre en ambientes de clase social elevada, superior al de la consumidora del tebeo, menos uno de los ejemplares estudiados (Aquel piso con goteras). 
  • La historia subyacente es siempre una historia de amor; y no importa que ella no sea feliz, lo realmente importante es que el protagonista masculino lo sea. 
  • El protagonista suele poseer un parecido físico con algún famoso actor de Hollywood del momento (En La ingenua, Miguel se parece a Rock Hudson; en Dos en el desierto, Clark se parece a Cary Grant, incluidas las gafas que el actor usó en Me siento rejuvenecer). 
  • Al hilo de lo anterior, las tramas guardan similitudes con películas americanas. Se está importando el “American way of life”. En muchas historias, los nombres son anglosajones. 
  • En muchos casos subyace la idea del desafortunado dicho “amores reñidos son los más queridos”, con lo que de sumisión de la mujer lleva aparejado. 

Todas las historias son cuentos de hadas llevados a lo cotidiano: un amor que surge en una pista de patinaje, en un encuentro fortuito en la calle, o de una cita concertada por intereses económicos del padre de la chica.

La protagonista suele adaptarse a su rol de género: Mari, en Amor en remojo, es poco inteligente, metepatas y complaciente; Berta, en>Berta se equivoca, ve como única salida a una situación de estrechez económica casarse. También se refleja a veces el lado oscuro de la estirpe de Eva: la mujer insatisfecha y ambiciosa, como vemos en Lolita, en Aquel piso con goterasan>, diciéndole a su prometido: “Si hemos de esperar a que asciendas, nos saldrán canas”; o puede dejar a su hombre por ser pacifista y no demostrar su hombría (En un país de fábula). El ideal de mujer nos lo resume Fermín en Nubes viajeras: “Usted es una de esas muchachas que lo reúnen todo: bonita, dulce, piadosa”.

Los hombres, protagonistas o no, suelen dejarnos frases sin desperdicio como el ripio que suelta un secundario ante una protagonista nada convencional, que es conductora de coches de carreras: “Bueno, una corredora que sabe cocinar así, se puede tolerar”; o Herbert, que deja claro lo importante para un hombre: “A nuestra edad, un hombre debe preocuparse, ante todo, de la anchura de sus hombros y de su resistencia”. Por último, el personaje masculino suele intentar zanjar los pleitos con “hombría”: “…si descubro quién es, le voy a romper las narices”.

El narrador a veces nos regala algunas perlas, como en el lapidario final de La ingenua: “Se casaron y fueron felices. Mucho, porque Bea fue una mujercita de su casa, como suele suceder siempre que una mujer se lo propone. FIN”.

En todas las historias la mujer siempre da su brazo a torcer: la protagonista puede trasladarse a Suecia con el hombre de tus sueños y siete personas a su cargo, si él se lo propone (en el Código Civil de 1958 se mantiene la facultad exclusiva del marido para fijar la residencia del matrimonio) y, por supuesto, en la mayoría, el amor −ese amor romántico mal entendido− implica sufrimiento: “No puedo vivir sin ti, Fernando” (Hoy como ayer).

Detrás de algunas de las historias podemos hacer una lectura de la posición social de la mujer española del momento: el trabajo de Lolita debe ser tan precario que no cuentan con él para comprarse el piso (Aquel piso con goteras), y hay que tener en cuenta que la mujer perdía su trabajo si se casaba (hasta 1961 no se elimina la obligatoriedad de la excedencia forzosa); una hija podía ser parte del negocio de su padre, que la casaba con el inversor, incluso sin su conocimiento (Amanecer en París); la mujer era quien hacía las tareas del hogar en exclusiva frente a los hermanos varones (Luis se ríe de su hermana Fina a quien Berta le baja los humos mandándola a fregar los platos, en Berta se equivoca).

Estas quince historietas para chicas de finales de los 50 e inicios de los 60 darían para escribir un libro. Como conclusión, podemos decir que estos atractivos ejemplares de “Rosas Blancas” ahondaban en los roles promovidos por el nacional-catolicismo: lo importante era casarse y formar una familia, aunque el hombre se permitía ciertas licencias.

Volviendo, para finalizar, a la historia de mi madre, hay que decir que es curioso que mi abuelo tirase al pozo los tebeos que mi madre escondía entre los libros leyendo a hurtadillas, por considerarlos subversivos. Ignoraba él que, desde aquellas páginas que nunca leyó, estaban dándole las mismas pautas que el padre de familia fomentaba: ser obediente con sus mayores y formar una familia como Dios mandaba.

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DORSAL 261

Por: Lourdes Páez Morales


261. Ese fue el número de dorsal que le fue asignado a Katherine Virginia Switzer en aquella maratón de Boston de 1967 en la que, a pesar de la prohibición expresa de la participación femenina, decidió inscribirse. En la lista de corredores de aquel año aparecía su nombre como “K. V. Switzer”, en representación del club atlético Syracuse Harriers, lo que permitió que nadie sospechase nada.

La Maratón de Boston, considerada la carrera con la distancia propia de una maratón más antigua del mundo, es la más importante de Estados Unidos y figura entre las seis Worl Marathon Majors (Tokyo, el propio Boston, Londres, Berlín, Chicago y Nueva York). En su dilatada historia, que arranca en 1897, ha habido capítulos muy diversos, como la falsa victoria de la corredora Rosie Ruiz, que se incorporó a poca distancia de la meta; la prohibición de participar, en 1951, a los corredores coreanos, coincidiendo con la Guerra de Corea; o los desgraciados atentados de 2013, en que resultaron muertos tres espectadores.

La carrera ha ido ganando notoriedad, abriendo cada edición las noticias deportivas, pero sin duda uno de los episodios más famosos ocurridos en ella fue el que sucedió aquel 19 de abril de 1967, cuando una mujer decidió contravenir las normas, visibilizando, sin pretenderlo a priori, la discriminación que sufrían las mujeres en el deporte por no ser consideradas capaces de correr una maratón.

Katherine V. Switzer

Por aquella época Katherine V. Switzer cursaba estudios de Periodismo en la Universidad de Siracusa. Arnie Briggs, cartero y director del equipo de cross de la universidad, decidió aceptarla en el grupo por el entusiasmo que Switzer mostraba por esta modalidad deportiva, y a pesar de que en ese momento se pensaba que una mujer solo podía alcanzar 2,4 km de distancia, Kathy superó esa distancia y mucho más, llegando a hacer en los primeros entrenamientos 15 kilómetros al día.

Briggs fue también el culpable de que se inscribiera en la maratón de Boston. Había participado en quince ediciones, y juntos soñaron que era posible cambiar la historia. Katherine había leído que otra mujer, Roberta Gibb, había logrado completar la prueba el año anterior, saliendo de entre los arbustos y confundida entre la multitud de la línea de inicio de la carrera.

Y es que la primera mujer de la historia en correr la maratón de Boston completa no fue Switzer, sino Gibb, que en 1966, sin dorsal, había recorrido las calles de la ciudad con un bañador y unas bermudas de su hermano, ante la mirada atónita del público, que la veía más como una anécdota que como una realidad. Los jueces, conscientes de su presencia, hacían la vista gorda a los espontáneos —también a ella— dado que no participaban oficialmente, ni influían en la clasificación final. Así que la dejaron correr. Las noticias del Sports Illustrated se hicieron eco de su hazaña, que no se vio entonces como una amenaza.

19 Apr 1966 — Roberta Bingay — Image by © Bettmann/CORBIS

Roberta Gibb, a la que llamaban Bobbi, había asistido años antes con sus padres a la maratón y se había impuesto a sí misma desde aquel día el reto de conseguir correrla. No tenía entrenador, pero sí muchas ganas y una gran resistencia física, y, aunque se preparó para la de 1965, dos esguinces en los tobillos le impidieron participar en ella. Fue en 1966 cuando escribió a la Boston Athletic Association para inscribirse oficialmente en la carrera, pero la respuesta fue demoledora: las mujeres no estaban preparadas para correr 42 kilómetros, y además apelaban al cumplimiento de las normas impuestas por la Amateurs Athletic Union, que prohibía a las mujeres correr carreras superiores a la milla y media (2,4 km).

La negativa no le importó. Pasó cuatro días en autobús hasta llegar a la ciudad, y se calzó por primera vez las Adidas de niño de la talla 38 que se había comprado días antes. Se escondió tras la capucha de una sudadera, y se confundió entre los otros corredores. El calor asfixiante de aquella jornada le hizo desprenderse de la sudadera, y su melena rubia quedó al descubierto. Las radios que retransmitían la carrera comenzaron a hablar de aquella joven corredora, y la expectación por verla fue máxima. Cruzó la meta en el puesto 124 de los 450 que culminaron los 42,195 km, y el gobernador de la ciudad le estrechó la mano. Ella declaró a los medios que no veía razón para que hombres y mujeres no corrieran juntos.

La hazaña de Gibb quedó ensombrecida al año siguiente, 1967, por unas imágenes que dieron la vuelta al mundo. En ellas, uno de los responsables de la carrera, Jock Semple, se abalanza sobre Katherine Switzer, que lleva en el pecho su dorsal 261. En la secuencia de fotografías se ve cómo la corredora es defendida por su novio, Tom Miller, que logra retirar a Semple de la trayectoria de Katherine, y su entrenador, Arnie Briggs, que le animó a seguir corriendo. Switzer pudo completar la prueba, pero fue descalificada por cuatro motivos: competir en una prueba masculina, completar una distancia prohibida a una mujer, haber hecho una inscripción ilegal y no ir acompañada. A pesar de ello, Switzer se convertía en la primera mujer en terminar oficialmente una maratón. Aquel año Bobbi Gibb entró sin incidentes en la meta una hora antes que Switzer, pero sin dorsal.

Curiosamente Jock Semple y Switzer volvieron a encontrarse en algunas ocasiones más, incluso Katherine fue al entierro de aquel hombre que había pretendido impedir su sueño en 1967 gritándole: «Fuera de mi carrera, y devuélveme esos dorsales».

El caso es que más allá del icónico dorsal 261 de Switzer, los de Gibb, primera mujer en completar la prueba, y algunos otros nombres que se barajan como antecesoras de ambas, como el de Violet Percy, que terminó la maratón de Londres en 1926, o la francesa Marie-Louise Ledru, que corrió el Tour du Paris Marathon en 1918, deben escribirse en la memoria de todos por su lucha por la igualdad.

Las mujeres fueron admitidas en la Maratón de Boston en 1972. Hasta 1996 la organización no reconoció oficialmente como ganadoras a aquellas corredoras no oficiales que habían participado desde 1966 a 1971.

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ROSE VALLAND, HEROÍNA DEL PATRIMONIO ARTÍSTICO FRENTE A LOS NAZIS

Por: Lourdes Páez Morales


Desde julio de 2013, en los jardines del Musée Dauphinois de Grenoble hay una rosaleda de la variedad Rose Valland, llamada así en homenaje de la que fuera heroína de la resistencia francesa frente a la invasión nazi que pretendió el expolio de buena parte del Patrimonio Artístico galo.

Rose, hija de Francis Paul Valland y de Rose Marie Viardin, nace en Saint-Etienne-de-Saint-Geoirs el 2 de noviembre de 1898. Con una infancia que no quiere recordar y de la que solo destaca en sus escritos “la voluntad de papá”, es, no obstante, buena estudiante, y aprende en este momento la posibilidad de ascenso social que da la formación académica.

Como hace constar ella misma en un currículum de 1935 conservado entre los fondos de la Asociación “La memoria de Rose Valland”, se forma hasta 1918 en la Escuela Normal de Institutrices de Grenoble, y en 1919 marcha a Lyon para emprender estudios artísticos en la Escuela Nacional de Bellas Artes de la ciudad, y es aquí donde nace su amor por el Arte. En 1922 llega a París, donde el destino le deparará un difícil cometido: convertirse en pieza clave del salvamento del Patrimonio expoliado por los Nazis durante la ocupación de la capital francesa.

En 1932 Valland comienza a trabajar en el Museo Jeu de Paume, que años más tarde va a convertirse en escenario de nuestra historia. Esta institución, a la vanguardia del Arte contemporáneo, con una ferviente actividad expositiva, está comandada por la acción del llamado Frente Popular. En una de las salas del museo, la esbelta figura de Rose, vestida de negro, posa en una fotografía de 1934 junto a una escultura de tamaño colosal del argentino José Fioravanti, ajena aún a su inminente hazaña.

La década de los treinta del siglo XX rebasa su ecuador dejando una Europa en pie de guerra que se prepara para contrarrestar los desastres de la predecible contienda. En estos momentos se proyecta en Francia un plan de protección de las obras de arte de sus colecciones y museos, orquestado por Jacques Jaujard, experto en salvamento artístico gracias a su participación en el traslado de obras del Museo del Prado durante el conflicto civil español. El ascenso del Nazismo y la agresividad en política exterior de su militarismo con aspiraciones expansionistas, hace que el país galo se prepare para una eventual defensa de su territorio y de sus bienes. En septiembre de 1938 cuarenta camiones salen de París cargados de tesoros artísticos con destino a los lugares de refugio. Desde su puesto de trabajo en el Jeu de Paume, Rose Valland forma ya parte del engranaje logístico de salvamento.

Ese mismo año de 1938, a más de tres mil kilómetros de la capital parisina, al otro lado del Atlántico, en Nueva York, James J. Rorimer se convierte en conservador de la sección The cloisters, del Metropolitan Museum neoyorkino, ignorando que unos años después, junto a Rose, escribirán una de las más brillantes páginas de la historia de la conservación patrimonial.

14 de junio de 1940: Las tropas Nazis entran en París. Y el Jeu de Paume se convierte por azar en centro de las operaciones del Einsatzstab Reichsleiter Rosenberg (ERR), organismo encargado del almacenaje y organización de las obras de arte y efectos personales expoliados a las familias judías y francmasonas. Estaba previsto que todas estas riquezas salieran de la ciudad en trenes con destino al castillo de Neuschwanstein, en los Alpes Bávaros, para desde allí, ser llevadas a la colección particular de Hitler, a la de Goering, y a varios museos alemanes.

Rose, por ser mujer y enormemente discreta, no levantaba sospechas, y fue el único miembro del antiguo personal que permaneció en su puesto durante los años de ocupación alemana. Los Nazis no sabían, sin embargo, que Valland dominaba el alemán, y que esto le permitía conocer todos y cada uno de los movimientos que realizaban. Su valentía y tenacidad le llevaron a recopilar en anotaciones el contenido de las cajas embaladas, su procedencia, y el vagón del tren en que iban a ser transportadas. Aun conocedora del riesgo que corría su vida si era descubierta, Rose no dudó en pasar todas sus notas a la Resistencia francesa, a través de Jacques Jaujard, y desde 1944 a Rorimer, que formaba parte de los conocidos como Monuments Men, un grupo de expertos en arte alistados en el ejército americano, dedicados a recuperar el Patrimonio europeo expoliado durante la IIGM. Sabía que, diversificando el número de confidentes, la información podría ser más fácilmente recuperada cuando acabase la guerra, y llegado el caso de su eliminación.

Las palabras de Rorimer en su libro Survival, de 1950, sobre Rose Valland, no dejan lugar a dudas del riesgo que corrió y de la valiosa contribución de esta mujer a la recuperación patrimonial:

“Una noche ella me pidió que fuera a su apartamento, y me pregunté […] cómo iba a terminar este juego del gato y el ratón. Presioné el botón de mi linterna y subí las escaleras. Rose me había advertido que subiera varios pisos. Era un lugar aislado… Habría sido fácil para la Gestapo detenerla allí si hubiera sabido que era miembro de la Resistencia.”

No solo Rorimer destacó en sus memorias el importante papel de Rose Valland. John Davis Skilton o James Sachs Plaut, también “monuments men”, hablan igualmente de la valentía y tesón de esta mujer.

Rose anota también sus impresiones acerca de los Nazis y su desprecio por el arte contemporáneo: “Las obras de arte moderno independiente que aún se encuentran en el Jeu de Paume parecen constituir una categoría aparte, porque no son acordes a la estética del III Reich” −asegura, refiriéndose a los Renoir, Chagall, Matisse, Klee o Picasso, aún colgados de las paredes. Describe igualmente la visita de Goering, y su competencia con el propio Hitler por la posesión de las obras de Arte. También describe un terrible episodio acontecido en julio de 1943, en el que los Nazis queman varios centenares de obras de los maestros considerados “degenerados”.

Valland llena durante cuatro años miles de notas, conservadas hoy en los Archivos de los Museos Nacionales franceses, en que describe todo lo que se embala, y una vez empaquetado, toma datos acerca de las cajas en que se habían almacenado, su numeración y datos identificativos.

El ritmo de expolio se vuelve frenético a medida que los Nazis ven cercana su derrota en la contienda. En este momento, la Resistencia francesa urde una estrategia para sabotear la salida de los últimos trenes desde París.

En agosto de 1944 la capital francesa es liberada con la entrada de los Aliados. Es justo entonces cuando se pone en marcha un plan de recuperación de las obras expoliadas, confiado a la Commission de récupération artistique (CRA), cuya secretaría es otorgada a Rose Valland. Sus listados de obras, de propietarios y los lugares de depósito en Alemania hicieron posible que, en 1950, se hubieran restituido 45.000 obras a sus legítimos propietarios.

Publica sus memorias en 1961 en Le front de l´art, que dan lugar a la película El tren, de John Frankenheimer, de 1964, protagonizada por Burt Lancaster, y con la actriz francesa Suzanne Flon en el reparto, en el papel de Claire Simon, inspirado en Rose Valland.

Rose recibe la Legión de Honor francesa, la medalla de la Resistencia, así como la Medalla de la Libertad de los Estados Unidos y la Cruz del Mérito Oficial de la República Federal de Alemania. La asociación en memoria de Rose Valland, que intenta recuperar su nombre del olvido, ha sido la promotora de la colocación de una serie de placas conmemorativas en lugares vinculados a su historia, como el Jeu de Paume, su tumba, o el colegio que lleva su nombre; así como de varias exposiciones, como la celebrada en 2010 en el Centro de Historia de la Resistencia y Deportación de Lyon. La página web que gestionan, rosevalland.com, pretende difundir y perpetuar su valiosa herencia.

Su discreción en la esfera privada fue −igualmente que en la pública− casi total. Su relación con Joyce Heer se desprende de solo tres detalles: su convivencia común; de unas escuetas palabras de Fernand Robert, director de la tesis de Heer, y del hecho de que ambas descansan en la tumba familiar de los Valland en Saint-Etienne-de-Saint-Geoirs. Y ha sido esa misma discreción la que ha hecho que aún hoy Rose Valland no tenga el reconocimiento absoluto que merece su memoria. Ella y la magnífica contribución que hizo, arriesgando su propia vida para restituir buena parte del Patrimonio expoliado por el Nazismo en la Segunda Guerra Mundial, merecen hoy este pequeño homenaje.


Más información: 

https://www.rosevalland.com

http://musea.univ-angers.fr/exhibits/show/rose-valland-sur-le-front/presentation