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AMANTINA Y OLIMPIA COBOS | LA FUERZA DE LA PLUMA

Por: Lourdes Páez Morales


A Pilar Alcalá, Presidenta de Noches del Baratillo

“Mis ideas son mías” −declaraba Amantina Cobos Losúa, llevándose el dedo índice a la frente, a un periodista de la revista Estampa el 25 de febrero de 1930. La entrevista se hacía eco de la inminente materialización del Ateneo Femenino de Sevilla, una institución de efímera existencia que sería capitaneada por esta poeta sevillana.

Patrocinio Amancia Cobos −nombre real de Amantina, que figura en el primer escalafón del Magisterio nacional primario, publicado en 1933 por el Ministerio de Instrucción Pública y Bellas Artes− había nacido en León, pero residió la mayor parte de su vida en la ciudad de Sevilla: en 1909 en el número 3 de la Plaza de Alfonso XIII y a partir de 1910 en el número 9 de la Calle Santa Clara, como afirma Carmen Ramírez Gómez en su obra Mujeres escritoras en la prensa andaluza del siglo XX (1900-1950). Era, como muchas mujeres intelectuales de su tiempo, maestra de primera enseñanza, porque durante más de un siglo las mujeres que querían continuar formándose más allá del bachiller, vieron en la Escuela Normal de Magisterio la casi única vía de escape a sus aspiraciones educativas.

Era maestra también, como ella, su hermana, Olimpia Cobos, que además era licenciada en Filosofía y Letras, y una eminente ensayista en defensa del feminismo. Suyas son estas palabras, recogidas dos años después de su prematuro fallecimiento en 1919, y que no dejan lugar a dudas de su altura de miras y la fuerza de su pluma:

¿Retrato de Olimpia Cobos? Por Manuel Villalobos Díaz. Hacia 1921. Foto: Museo de Bellas Artes de Sevilla. Pepe Morón.

Es el feminismo la aspiración que debe tener toda mujer a conseguir una personalidad definida, y sin dejar de ser mujer, o sea dentro de la feminidad propia de su sexo, demostrar que al constituir la mitad de la humana sociedad tiene derecho a tomar una parte activa en todo aquello que al mejoramiento social se refiere, dejando de representar ese ridículo papel de figura decorativa que le está asignado y que los atavismos, las costumbres, la indolencia y la abulia le impiden cambiar por otro más digno, más útil y más humano, que redunde en beneficio para sí, para la familia y para la patria. Mas para esto necesita estar capacitada física, moral e intelectualmente, puesto que de no ser así su intervención conduciría al fracaso.

Fue en 1920 cuando Amantina recopila todas las obras literarias de su hermana Olimpia, fallecida en el Colegio de Santa Victoria de Córdoba, ciudad donde ejercía su labor como maestra en la Escuela Superior de Magisterio. Bajo el título Reino de ensueño, sale a la luz el volumen de su obra, como recoge el Diario de Córdoba, periódico del que había sido colaboradora hasta su repentino fallecimiento, con una portada alegórica y modernista, diseñada por su cuñado, esposo de Amantina, el pintor sevillano Manuel Villalobos Díaz. Es un conjunto de fragmentarias piezas literarias que van desde artículos a conferencias sobre sociología o arte, pasando por cuentos y otras narraciones sobre sus excursiones que dan a conocer el universo erudito de Olimpia Cobos. La participación en esta obra de las firmas de Alejandro Guichot, Fernando de los Ríos o la poeta sevillana María Tixe de Isern, nos dan una idea de la relevancia de su figura en la sociedad del momento. No en vano pertenecía a diversas corporaciones científicas cordobesas, como la Sociedad de Arqueología y Excursiones, o la Asociación a Monumentos y Lugares Históricos.

Sabemos de sus firmes convicciones religiosas por algunas noticias, como la recaudación de donativos para las obras de la Basílica de Alba de Tormes (Salamanca) donde reposan los restos de Santa Teresa de Jesús, o por las reflexiones vertidas en sus artículos del Diario de Córdoba, una de las cuales, sobre las bibliotecas populares y las bibliotecas al aire libre, publicada el lunes 20 de mayo de 1918, donde manifiesta además su profundo amor por la cultura, y de la que pasamos a transcribir el fragmento final:

Anaquel de la Glorieta de Cervantes. Parque de María Luisa, Sevilla

Existe en Sevilla un lugar de ensueño que se llama la Plaza de América; en este sitio han surgido, en medio de jardines encantados, palacios maravillosos, semejantes a los descritos en los cuentos orientales, debidos al genio de un hombre tan sabio como modesto, el famoso arquitecto Aníbal González, cuyo talento y mérito extraordinario le dan puesto preeminente entre los hijos más ilustres de Sevilla.

En este encantador recinto hay un jardincito, en cuyos bancos, formados de azulejos, se ven los principales pasajes de las aventuras del famoso hidalgo Don Quijote de la Mancha. Ese jardín es el de Cervantes, cuyo busto en cerámica y una estatua ecuestre de don Quijote, caballero en Rocinante, decoran el lugar; pero no es esto lo que llama la atención del paseante, sino una especie de hornacinas con estantes, hechas de cerámica sevillana, y que contienen las obras del Manco de Lepanto. Y, la tarde de un domingo primaveral cuando los jardines estaban cuajados de flores y el ambiente saturado de azahar, quedé agradablemente sorprendida al ver el Jardín de Cervantes lleno de gentes; obreros de manos limpias y honradamente curtidas por el trabajo, estudiantes, caballeros, casi todos tenían en la mano un libro, ya era el Quijote, ya las novelas ejemplares, quien Persiles y Sigismunda, quien La Galatea. 

Todos leían con interés; los estantes estaban vacíos, y era de suponer que los que no tenían libro esperaban poder conseguirlo.

Y al contemplar el cuadro simpático y atrayente que formaban los lectores cervantinos, su corrección y comedimiento, pensé que después que la religión no hay lazo que más una y hermane a los hombres que la cultura.

El surgimiento de mujeres articulistas en la prensa, como Olimpia o Amantina, intenta superar ese veto que habían sufrido las generaciones anteriores a ellas, viéndose restringidas a publicar en los periódicos solo poemas, que a veces eran mordazmente criticados y ridiculizados por sus compañeros de profesión. Ambas hermanas, fundamentalmente Olimpia, escribieron en prensa sobre los más diversos temas, haciéndose eco de la actualidad social arrojando sus opiniones personales en torno, por ejemplo, a una crisis en el sector de la minería ocasionada por una huelga obrera en las Minas de Riotinto.

Noticia de la Revista Estampa. 25/02/1930

Amantina, aunque enormemente polifacética, focalizó su actividad en la investigación histórica, publicando, por ejemplo, el ensayo titulado Apuntes históricos de San Juan de Aznalfarache, de 1927. Su afán recopilatorio de espíritu historiador le lleva, como hemos visto, a reunir, como homenaje por su fallecimiento, todas las publicaciones realizadas por su hermana, y también a recuperar la memoria de mujeres pioneras de la cultura, en el aplaudido libro Mujeres célebres sevillanas, de 1917, prologado por Luis Montoto, en que aportaba nuevos datos, entre otras, a la biografía de Mercedes de Velilla. Incansable defensora de la educación femenina, la vemos participando en 1919 en un mitin procultura, o, como también hemos visto, fundando el infortunado Ateneo Femenino de Sevilla. No le faltaron reconocimientos del mundo académico, siendo nombrada miembro de la Real Academia Hispanoamericana de Ciencias y Artes de Cádiz, así como del literario, recibiendo el homenaje en 1955 de la Institución literaria decana de Sevilla Noches del Baratillo.

Para terminar, es necesario apuntar que ambas mujeres, Amantina y Olimpia, fueron pintadas por Manuel Villalobos, y sus retratos quedaron un día guardados en los peines de los almacenes del Museo de Bellas Artes de Sevilla. La falta de documentación aportada por quien los donó a la institución en 1961 hace que hoy no podamos discernir cuál es Amantina y cuál el retrato de Olimpia que Villalobos presentó a la Exposición de Bellas Artes de Sevilla en 1921. De nuestra labor investigadora depende volver a ponerle rostro cierto −fundamentalmente a Olimpia, de la que no conocemos la existencia de fotografías en prensa, como sí las hay de una madura Amantina− a estas dos mujeres letraheridas de cuyo nombre, parafraseando a Cervantes, pocos se acuerdan ya.


FUENTES:

http://www.bibliotecavirtualdeandalucia.es

http://prensahistorica.mcu.es

Lourdes Páez Morales. De mujeres, museos y redes sociales. Porque museo viene de musa. Actas del VII Congreso Internacional Investigación y Género. Universidad de Sevilla. 2018.

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DORSAL 261

Por: Lourdes Páez Morales


261. Ese fue el número de dorsal que le fue asignado a Katherine Virginia Switzer en aquella maratón de Boston de 1967 en la que, a pesar de la prohibición expresa de la participación femenina, decidió inscribirse. En la lista de corredores de aquel año aparecía su nombre como “K. V. Switzer”, en representación del club atlético Syracuse Harriers, lo que permitió que nadie sospechase nada.

La Maratón de Boston, considerada la carrera con la distancia propia de una maratón más antigua del mundo, es la más importante de Estados Unidos y figura entre las seis Worl Marathon Majors (Tokyo, el propio Boston, Londres, Berlín, Chicago y Nueva York). En su dilatada historia, que arranca en 1897, ha habido capítulos muy diversos, como la falsa victoria de la corredora Rosie Ruiz, que se incorporó a poca distancia de la meta; la prohibición de participar, en 1951, a los corredores coreanos, coincidiendo con la Guerra de Corea; o los desgraciados atentados de 2013, en que resultaron muertos tres espectadores.

La carrera ha ido ganando notoriedad, abriendo cada edición las noticias deportivas, pero sin duda uno de los episodios más famosos ocurridos en ella fue el que sucedió aquel 19 de abril de 1967, cuando una mujer decidió contravenir las normas, visibilizando, sin pretenderlo a priori, la discriminación que sufrían las mujeres en el deporte por no ser consideradas capaces de correr una maratón.

Katherine V. Switzer

Por aquella época Katherine V. Switzer cursaba estudios de Periodismo en la Universidad de Siracusa. Arnie Briggs, cartero y director del equipo de cross de la universidad, decidió aceptarla en el grupo por el entusiasmo que Switzer mostraba por esta modalidad deportiva, y a pesar de que en ese momento se pensaba que una mujer solo podía alcanzar 2,4 km de distancia, Kathy superó esa distancia y mucho más, llegando a hacer en los primeros entrenamientos 15 kilómetros al día.

Briggs fue también el culpable de que se inscribiera en la maratón de Boston. Había participado en quince ediciones, y juntos soñaron que era posible cambiar la historia. Katherine había leído que otra mujer, Roberta Gibb, había logrado completar la prueba el año anterior, saliendo de entre los arbustos y confundida entre la multitud de la línea de inicio de la carrera.

Y es que la primera mujer de la historia en correr la maratón de Boston completa no fue Switzer, sino Gibb, que en 1966, sin dorsal, había recorrido las calles de la ciudad con un bañador y unas bermudas de su hermano, ante la mirada atónita del público, que la veía más como una anécdota que como una realidad. Los jueces, conscientes de su presencia, hacían la vista gorda a los espontáneos —también a ella— dado que no participaban oficialmente, ni influían en la clasificación final. Así que la dejaron correr. Las noticias del Sports Illustrated se hicieron eco de su hazaña, que no se vio entonces como una amenaza.

19 Apr 1966 — Roberta Bingay — Image by © Bettmann/CORBIS

Roberta Gibb, a la que llamaban Bobbi, había asistido años antes con sus padres a la maratón y se había impuesto a sí misma desde aquel día el reto de conseguir correrla. No tenía entrenador, pero sí muchas ganas y una gran resistencia física, y, aunque se preparó para la de 1965, dos esguinces en los tobillos le impidieron participar en ella. Fue en 1966 cuando escribió a la Boston Athletic Association para inscribirse oficialmente en la carrera, pero la respuesta fue demoledora: las mujeres no estaban preparadas para correr 42 kilómetros, y además apelaban al cumplimiento de las normas impuestas por la Amateurs Athletic Union, que prohibía a las mujeres correr carreras superiores a la milla y media (2,4 km).

La negativa no le importó. Pasó cuatro días en autobús hasta llegar a la ciudad, y se calzó por primera vez las Adidas de niño de la talla 38 que se había comprado días antes. Se escondió tras la capucha de una sudadera, y se confundió entre los otros corredores. El calor asfixiante de aquella jornada le hizo desprenderse de la sudadera, y su melena rubia quedó al descubierto. Las radios que retransmitían la carrera comenzaron a hablar de aquella joven corredora, y la expectación por verla fue máxima. Cruzó la meta en el puesto 124 de los 450 que culminaron los 42,195 km, y el gobernador de la ciudad le estrechó la mano. Ella declaró a los medios que no veía razón para que hombres y mujeres no corrieran juntos.

La hazaña de Gibb quedó ensombrecida al año siguiente, 1967, por unas imágenes que dieron la vuelta al mundo. En ellas, uno de los responsables de la carrera, Jock Semple, se abalanza sobre Katherine Switzer, que lleva en el pecho su dorsal 261. En la secuencia de fotografías se ve cómo la corredora es defendida por su novio, Tom Miller, que logra retirar a Semple de la trayectoria de Katherine, y su entrenador, Arnie Briggs, que le animó a seguir corriendo. Switzer pudo completar la prueba, pero fue descalificada por cuatro motivos: competir en una prueba masculina, completar una distancia prohibida a una mujer, haber hecho una inscripción ilegal y no ir acompañada. A pesar de ello, Switzer se convertía en la primera mujer en terminar oficialmente una maratón. Aquel año Bobbi Gibb entró sin incidentes en la meta una hora antes que Switzer, pero sin dorsal.

Curiosamente Jock Semple y Switzer volvieron a encontrarse en algunas ocasiones más, incluso Katherine fue al entierro de aquel hombre que había pretendido impedir su sueño en 1967 gritándole: «Fuera de mi carrera, y devuélveme esos dorsales».

El caso es que más allá del icónico dorsal 261 de Switzer, los de Gibb, primera mujer en completar la prueba, y algunos otros nombres que se barajan como antecesoras de ambas, como el de Violet Percy, que terminó la maratón de Londres en 1926, o la francesa Marie-Louise Ledru, que corrió el Tour du Paris Marathon en 1918, deben escribirse en la memoria de todos por su lucha por la igualdad.

Las mujeres fueron admitidas en la Maratón de Boston en 1972. Hasta 1996 la organización no reconoció oficialmente como ganadoras a aquellas corredoras no oficiales que habían participado desde 1966 a 1971.