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APROPIACIÓN CULTURAL INDEBIDA

Por: Antonio Tello


La apropiación de bienes culturales –tangibles e intangibles- está ligada desde antiguo al colonialismo y al capitalismo, y considerada negativamente desde mediados de la década de los 70 del siglo XX. Una definición precisa de la noción favorecería dilucidar lo positivo y lo indebido de la apropiación evitando el celo radical de los vigilantes de la corrección política que daña, confunde y desvirtúa un sano y enriquecedor factor de progreso.

El saqueo colonialista ha sido la principal fuente de fondos que ha nutrido los grandes museos europeos, especialmente los de Alemania, Gran Bretaña y Francia, donde se pueden ver piezas procedentes de Medio Oriente, Asiria, Babilonia, Antigua Grecia, Egipto y de otras partes del mundo, como la isla de Pascua. Un saqueo que nadie cuestionó hasta que algunas personas de los países damnificados empezaron a reclamar lo que les pertenecía, como es el caso de Melina Mercouri, la inolvidable actriz de “Nunca en domingo”, cuando fue designada ministra de cultura de Grecia (1981-1989). En 1983, la actriz griega se dirigió de este modo al Parlamento británico:

“Ustedes deben entender lo que los mármoles del Partenón significan para nosotros. Son nuestro orgullo. Son nuestros sacrificios. Ellos son el más noble símbolo de nuestra excelencia.
Son el tributo a la filosofía de la democracia. Son nuestras aspiraciones y nuestro nombre. Ellos son la esencia de lo griego […] Le decimos al Gobierno británico que ellos han guardado esas esculturas por dos siglos y las han cuidado tan bien como han podido, por lo cual les damos las gracias, pero, en nombre de la equidad y la moralidad, por favor, devuélvanlas”.

Pero el encendido discurso de Mercouri apenas si surtió efecto en los británicos y no fue hasta 2008 que el Reino Unido devolvió sólo un fragmento de un friso del Partenón.

Recientemente, en 2017, la Corte Constitucional de Colombia instó a su Gobierno a iniciar ante España las gestiones para la devolución del llamado Tesoro de los Quimbaya, 122 piezas de oro precolombinas, que en 1893, el entonces presidente colombiano, Carlos Holguín, donó imprudentemente al Gobierno español sin tener en cuenta ni su valor cultural y artístico ni sus límites para disponer de un bien emblemático de la cultura colombiana. Este ejemplo pone de manifiesto que no siempre las apropiaciones son fruto del robo explícito sino también de la falta de sensibilidad o de respeto de las autoridades locales con su propio patrimonio cultural.

La noción de apropiación cultural en un sentido amplio alude a la adopción de elementos propios de una cultura por parte de otros ajenos a ella o bien a la violación de los derechos de propiedad intelectual. Tanto los elementos como los límites de la propiedad se presentan difusos, sobre todo cuando no están focalizados en obras o creaciones artísticas, sino en producciones simbólicas, ya sean folclóricas, religiosas, etc., y esto da pábulo a los excesos con que ciertos defensores desvirtúan la justicia de una causa. De hecho, la apropiación cultural puede ser considerada como un movimiento genuino del proceso civilizatorio. No hay ninguna cultura en la historia de la humanidad que no haya progresado sin establecer vías de donaciones y apropiaciones con otras. En todo caso, los robos y usurpaciones se verifican en el orden patrimonial o cuando los elementos propios son enajenados por una cultura impidiendo que la afectada pueda seguir usándolos o beneficiándose de ellos.

Picasso tomó de la pintura egipcia antigua y de las máscaras africanas los principios plásticos básicos que dieron lugar al cubismo; George Lucas se inspiró en “La fortaleza escondida”, de Akira Kurosawa y este tomó elementos occidentales de Shakespeare, Dostoievsky y Hammet, entre otros, y, entre infinidad de otros ejemplos, ahí tenemos nuestro alfabeto, fruto de un largo proceso de adopción y modificación de grafías y fonéticas que tienen su cuna en las lenguas y escrituras semíticas, egipcias y griegas, o la “apropiación” occidental de los números arábigos y del número cero y del sistema decimal indio para las matemáticas. Esto significa que así considerada la apropiación cultural es un modo de adoptar, transformar y crear un nuevo elemento resignificado a partir de una comunicación entre lo propio y lo ajeno cuyos límites se difuminan en beneficio del progreso humano.

Desde este punto de vista no debe confundirse este tipo de apropiación con aquella cuyo propósito es el uso y disfrute egoísta de un bien cultural generado por un individuo o una comunidad. Se trata en este caso de una apropiación cultural indebida que daña los intereses de un grupo o comunidad u ofende las creencias de sus creadores. Es en este apartado en el que se encuadran las usurpaciones de autoría, sobre todo en música y literatura, o los plagios literarios.

El rey león y otras historias de despojos

Así como los países colonialistas se apropiaron indebidamente de miles de piezas arqueológicas de antiguas culturas, la historia de la música y la literatura está plagada de casos de flagrantes que han causado graves daños económicos y morales a los autores originales de las obras. Un caso interesante que si bien ya había salido a la luz algunas décadas atrás, volvió a la actualidad tras el éxito mundial de la película animada “El rey león”, estrenada en 1994 y reestrenada en 3D en 2014, cuando en 2004 los herederos del autor de la canción “Mbube” o “The Lion Sleep Tonight” (“El león duerme esta noche”) antepusieron una demanda a la compañía Walt Disney reclamando las correspondientes regalías.

Pero esta historia venía de lejos, allá por 1939, en Johannesburgo (Sudáfrica), cuando un obrero zulú de nombre Salomon Linda y los amigos con los que formaba el grupo vocal Evening Bird, entraron en el estudio de grabación de un blanco llamado Eric Gallo y grabaron con un rudimentario acompañamiento instrumental la rítmica “Mbube” (El león). A pesar de que la canción se convirtió en un éxito y por años la música de los coros zulúes fue llamada mbube, Linda y sus amigos recibieron a modo de compensación media libra esterlina y continuó barriendo y acomodando bultos en los galpones de “Gallo Records”.

Pero, doce años más tarde “Mbube” había traspasado las fronteras del país y del continente y llegó a oídos de Pete Seeger, quien no dudó en incorporarla a su repertorio llamándola “Wimoveh”. Pero no sólo cambió el título de la canción sino también el nombre de su autor, quien pasó a ser Paul Campbell, seudónimo utilizado para cobrar las regalías cuando se grababan piezas folklóricas. Pero Seeger no disfrutó mucho del éxito, ya que fue perseguido y censurado por el macarthismo, de modo que “Wimoveh” quedó en el aire hasta que en 1961, la RCA encargó a George Weiss que la adaptara para el grupo The Token. Weiss hizo los pertinentes arreglos para una canción de cuna pop llamada “The Lion Sleep Tonight”, cuyos autores pasaron a ser el arreglista y los productores Luigi Creatore y Hugo Peretti. El 8 de octubre del año siguiente, en un suburbio de Johannesburgo moría Salomon Linda en la más extrema pobreza, tanta que su familia no tenía ni para pagarle una lápida. El poco dinero que Seeger había dispuesto pasarle al autor de “Mbube” recién llegó a su familia en los años ochenta.

En 1990, cuatro años antes de que Disney estrenara “El rey león”, la editorial Wimoveh llevó a los tribunales a los autores de “The Lion Sleeps Tonight” y en el curso del juicio salió a la luz el nombre de su autor original y el juez dispuso que parte de los derechos de autor fuesen a parar a la familia de Salomon Linda. En 2000, el periodista sudafricano Rian Malan, como cuenta el español Diego a Manrique en una nota publicada por el diario El País, relató el largo y tortuoso camino del mayor éxito musical salido de África. Disney, demandada en 2004, acabó pactando el pago de regalías por el uso de la canción en su exitosa película. Si bien las cantidades no han sido reveladas parecen asegurar una vida digna a los herederos de Salomon Linda.

El saqueo muchas veces sigue caminos distintos y se encarnan en saqueadores seriales, como ha sucedido con Jimmy Page, el carismático guitarrista de Led Zeppelin, una de las bandas de rock más famosas de la historia de la música pop. Page no tuvo ningún tipo de escrúpulo a la hora de atribuirse la autoría de decenas de canciones procedentes del folk y del blues a cuyos creadores originales despojó de miles de dólares. Algunos de los éxitos más grandes de Led Zeppelin como “Whole Lotta Love” o “Dazed and Confused”, resultaron ser de Willie Dixon (“You Need Love”) y de Jak Holmes.

Tampoco está clara la situación de la icónica “Starwaiy to Heaven”, que al parecer tiene partes de “Taurus”, una pieza del grupo californiano Spirit.

En el campo de la literatura también son frecuentes los robos, tanto por parte de los autores como de las editoriales. Estas últimas no sólo meten la mano en las regalías de los autores sisándoles cantidades, sino que hasta se apropian de sus creaciones. La piratería de los grandes grupos editoriales suele aprovechar resquicios que dejan las leyes de propiedad intelectual. Hay que partir de la idea de que la industria editorial funciona sobre la base de este saqueo y de la apropiación indebida de los derechos de
autor, especialmente de las llamadas “obras de encargo”, las cuales dan lugar a la expoliación de cantidades millonarias que anonimizan a los autores mediante seudónimos, diluyendo su autoría con el añadido de seudoautores (diseñadores, ilustradores, productores, editores, etc.) o lisa y llanamente quitando sus nombres de las tapas u ocultándolos en el interior.

El plagio es un recurso que no sólo afecta a autores mediocres sino también a algunos consagrados por la industria y en algunos casos dotados de cierto talento intelectual. En 1994, el español Camilo José Cela, quien había obtenido en 1989 el premio Nobel de Literatura, obtuvo el premio Planeta con la novela “La cruz de San Andrés”, que resultó ser “Carmen, Carmela, Carmiña (Fluorescencia)”, una obra creada por María del Carmen Formoso según la Justicia le dio la razón diez años más tarde.

En 2006, el premio La Nación-Sudamericana a la novela “Bolivia Construcciones”, de Sergio Di Nucci, fue revocado una vez que se constató que era un plagio de “Nada”, novela de la española Carmen Laforet con la que en 1945 había obtenido el premio Nadal y en 1948 el Fantesrath de la Real Academia Española. Ese mismo año, el premio Planeta a la novela “El conqusitador”, del argentino Andrés Andahazi, también fue cuestionado al revelarse un plagio de “Los indios estaban cabreros”, de Agustín Cuzzani. Asimismo, en 2015, el periodista Leonardo Haberkon descubrió que “Plata quemada” de Ricardo Piglia contenía párrafos enteros copiados de una crónica publicada por el diario uruguayo “Acción” en 1965, cuando se produjeron los hechos relatados en la novela. Cabe recordar que el premio Planeta concedido a “Plata quemada” también se vio envuelto en una polémica a raíz de una denuncia presentada por el escritor Gustavo Nielsen, quien consideró que había sido perjudicado, hecho que fue estimado por la Justicia que estimó que el premio había sido “redireccionado”.

La estupidez desvirtúa la causa

Del mismo modo que la ignorancia o la superficialidad que sostiene la jerga inclusiva desvirtúa la causa por la igualdad social de la mujer, los excesos y delirios de quienes dicen luchar contra la apropiación cultural amenazan con desvirtuar su sentido positivo.
Ya en 1986, el cantante Paul Simon había sido acusado de apropiación cultural por usar música africana en su disco “Graceland”, lo cual, con este criterio, cabía suponer que ningún negro podía cantar ópera o jugar al fútbol. Pero los vigilantes de la corrección política no reparan en la estupidez de sus posiciones y también cuestionaron a The Beatles por el uso del sitar, instrumento propio de la India, en la canción “Whitin Whitout You”. Más recientemente las cantantes Iggy Azalea, Rihanna y Rosalía han sido víctimas de airadas reacciones, por ser una australiana blanca que canta hip-hop, una negra de Barbados por vestir un traje tradicional chino en la portada de una revista o una española que “usurpa” la designación latina, término, según los puristas radicales privativos de la población americana de raíz hispana.
Pero quienes piensen que este es el límite de la necedad social se equivocan. Allí están para demostrarlo el escritor jamaicano Marlon James y la actriz estadounidense Scarlett Johansson también acusados de apropiación cultural. Al primero se lo condena por escribir la novela “Leopardo negro, lobo rojo”, ambientada en África, lo cual llevaría a condenar por lo mismo a Isak Dinessen, y a Sidney Pollack por dirigir la versión cinematográfica de esta novela, o a Shakespeare por escribir “Romeo y Julieta”, una historia de tradición véneta, o a Emilio Salgari por escribir la saga de “Sandokan”, cuyas aventuras transcurren en Malasia, en fin.
El caso de Scarlett Johansson raya con la idiotez, considerando que esta (idiocia) es el grado más profundo del retraso mental. La actriz, que ya había sido acusada de apropiación cultural por encarnar a una asiática en la película “Ghost in the Shell”, volvió a ser atacada y obligada a renunciar a interpretar el papel de un hombre transexual en “Rub & Tub”. En una entrevista a la revista “As If”, Johansson declaró:
“como actriz debería ser capaz de representar a cualquier persona o a cualquier animal, o cualquier árbol, porque ese es mi trabajo y esos son los requisitos de mi trabajo”.
Ante tanta ignorancia y estupidez generalizadas, que llevan hasta a una drag-queen a denunciar a la cantante Ariana Grande por plagio de su estilismo, cabe preguntarse si la actriz Tilda Swinton encarnará a David Bowie en la película biográfica del músico o si Halle Baley renunciará a su papel protagónico en “La Sirenita”, siendo ella negra y la historia escrita por el blanco danés Hans Christian Andersen o si la lengua original de difusión de “El rey león” será la kikuyu o la kiswahili en lugar del inglés. Cabe preguntarse asimismo si estos grupos tan políticamente correctos realmente están preocupados por la apropiación cultural realmente indebida que afecta a los derechos de los pueblos y de los individuos o son ignorantes funcionales a las tendencias disgregadoras y deslegitimadoras que impulsa el sistema.

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EL IMPERIO DE LOS SENTIDOS

Por: Antonio Tello


La [sub] cultura de autopercepción que se promueve extramuros de la razón como forjadora de una realidad, que resulta tan falaz como visceral y funcional a las estrategias del poder hegemónico que neutralizan el deseo de aspirar a un mundo más racional e igualitario.

El profundo malestar existencial que la pandemia ha hecho más visible y palpable revela los efectos negativos de una concepción del progreso basado en la explotación y la alienación masiva de los individuos y en la corrupción y destrucción de la naturaleza por parte de las elites de poder configurando una realidad alienada que las realidades autoperceptivas que se le oponen no contribuyen a cambiar y acaban siendo funcionales a ella.

La dificultad de pensar en las sociedades industrializadas es, probablemente, una las causas principales del profundo malestar existencial –soledad, frustración, insatisfacción, ignorancia sobre el origen y el final de la vida, etc.- que se manifiesta con un sentimiento de extrañeza, según lo enunciaron algunos filósofos y escritores existencialistas, como Jean-Paul Sartre y Albert Camus, entre otros. Pero, aunque no fuese posible encontrarle un sentido explícito a su misteriosa aparición en el cosmos ni tampoco aliviar su angustia existencial, el pensar otorga al ser humano conciencia de sí, la cual le permite, en tanto ser viviente racional, desplegar su racionalidad en el orden del mundo. Sin embargo, para pensar, como dice Martín Heidegger, el ser humano ha de aprender a hacerlo. Dicho de otro modo, el pensar no es fuente de conocimiento, sino recurso y disposición a adquirirlo a través de la reflexión y la experiencia.

En las cada vez más deshumanizadas y cosificadas sociedades capitalistas, al individuo se le ha anulado su capacidad de pensar, imaginar y tomar conciencia de la realidad que vive y de la que es parte. Este individuo alienado, integrado a la masa explotada, apenas se reconoce como pieza del engranaje represivo del sistema y se muestra impotente para escapar de esa realidad unidimensional en la que está atrapado, como explica Herbert Marcuse. De modo que neutralizadas sus capacidades para pensar e imaginar como ser racional, el individuo alienado cae en la tentación de los sentidos para percibir la realidad y es esta realidad emocional e irracional que percibe su yo la que proyecta como opuesta a la realidad unidimensional del sistema. Pero ambas realidades son campos propicios para la falsedad, la exasperación, la violencia y la ignorancia, que es “raíz del mal”, como afirma Emilio Lledó; ambas realidades están atravesadas por la irracionalidad en tanto niega una y carece la otra la conciencia de humanidad que nace del pensamiento.

En la ausencia de pensamiento, sobre todo de pensamiento crítico, se gestan los males de nuestra civilización y el desconocimiento del ser humano como especie; en esta ausencia se fraguan la vulgarización del arte, la cultura y la ciencia; el menoscabo de la política, de las instituciones y de cualquier organización humana que tienda al bien común, y los delirios y paranoias acientíficas, que facultan el imperio de la razón instrumental y de los sentidos. Factores que son la fuente del pensamiento único en favor del cual se revuelven los agentes de la intolerancia. La intolerancia impide pensar y sin pensamiento no hay diálogo. Sin pensamiento sólo hay destrucción, aniquilación.

La realidad unidimensional y la [contra] realidad emocional son caras del mismo sinsentido en el que agonizan las voluntades de aprender y de reconocerse en el otro. En el anverso, la perversa realidad naturalizada por el sistema, y en el reverso, la distorsionada realidad autopercibida que proyecta el yo singular y singularinzante del individuo alienado, dado que el sistema, del mismo modo que ha perfeccionado sus recursos para ocultar sus mecanismos represivos, también ha aumentado su capacidad para absorber y utilizar a su favor cualquier forma de oposición. Así resulta que ambas realidades son funcionales al poder en tanto responden a la misma dinámica disgregadora que impide el desarrollo de sociedades más justas e igualitarias, donde los individuos se vean colectivamente en su humanidad como seres soberanos y solidarios, despojados de banderas nacionales o tribales, políticas, religiosas, raciales, étnicas o sexuales.

Una de las enseñanzas que nos deja la historia es que el germen de la civilización occidental y de sus sistemas de gobierno fue, antes que el soberbio cimiento cultural y político grecorromano, la aportación de los recursos simbólicos del sistema religioso hebreo, cuya divinidad, en un momento de su historia, fue abstraída de la representación física y prohibida la pronunciación de su nombre haciendo que todo su poder fuese incomparable e indestructible para los dioses enemigos y sus adoradores al colocarse fuera de la razón humana, en la fortaleza de la fe. El capitalismo occidental ha seguido un proceso semejante y en la era en que los dioses parecen haber muerto, ha naturalizado una perversa idea del paraíso terrenal presidida por la deidad laica del mercado, cuyas leyes bajan cada día del monte los mentores de su poder legitimándolas a través de la educación normativa y de los medios de comunicación de masas y las redes sociales, entre otros canales.

Así, los individuos, confinados en vastos campos de representación simbólica, alienados e impotentes para pensar y razonar, sienten que la Tierra Prometida es el mundo que aceptan o el que perciben a través de sus sentidos. La autopercepción se convierte así en una suerte de pulsión constructora de una realidad que se extiende como una pandemia a medida que muchos se reconocen o dicen reconocerse en ella a causa de sus intereses o sentimientos particulares. Pero esta igualmente es una realidad alienada y, por lo tanto, distorsionada que acaba siendo complementaria y funcional a la otra.

La literatura y la historia también aquí dan cuenta de la falacia de estas realidades irracionales. En el siglo XIV, el infante don Juan Manuel en “El conde Lucanor”, y en el siglo XIX, Hans Christian Andersen relatan las aventuras de un humilde sastre que se atreve a decir lo que ve y lo que realmente ve es el rey desnudo y no vestido como asegura la falsa realidad cortesana. Esta fantasía literaria tiene su dramático correlato histórico en el siglo XVIII, cuando llega al trono español el primer rey de la familia Borbón. Durante treinta años Felipe V aseguraba a sus cortesanos que estaba a punto de morir, pero como veía los gestos de incredulidad repetía, “es triste no ser creído, pero no tardaré en morir y se verá que tenía razón”. Pero esta no era la única locura del soberano español. En ocasiones pretendía montar un caballo pintado en un tapiz del palacio al cual percibía como real, y en otras decía ser ser una rana y croaba y saltaba como tal mientras los nobles y la servidumbre aceptaban esta realidad sin atreverse a contradecirlo. El rey y todos ellos eran ranas.

El rey desnudo del cuento y la vivencia patológica de Felipe V como rana ejemplifican realidades autoperceptivas que distorsionan la realidad evidente al mismo tiempo que requieren de la mentira y la estupidez así como de la neutralización del pensamiento crítico y la corrupción de la racionalidad. Esta patología individual puede resultar peligrosa para la salud social cuando se proyecta sobre el cuerpo social, económico y político para cambiar a través de ella las estructuras de la realidad y acomodarla al mundo autopercibido. Algo de esto sucede con algunos colectivos que emplean el señalamiento de las diferencias y la afirmación de las singularidades individuales en situación de marginalidad y subalternidad como estrategia para debilitar los lugares normativos hegemónicos aun a costa de malversar la realidad evidente. Algo así como quien sintiéndose pingüino en lugar de ser humano desea que todos los demás vistan una especie de frac y utilicen como código de comunicación el lenguaje de los pingüinos.

Lo errado de esta estrategia radica en que la subjetividad no es el espacio donde se hacen visibles las relaciones de poder, antes bien, el uso de conceptos demasiado rígidos e imprecisos, como patriarcado, por ejemplo, impiden ver la heterogeneidad de las fuerzas que componen el poder al mismo tiempo que la consideración de la sexualidad como arma del mismo problematiza y desnaturaliza el régimen heterosexual, e impide precisar los verdaderos mecanismos de sujeción de los individuos humanos. Como sugiere Félix Guattari, tampoco se puede tomar “la subjetividad como algo dado, como algo configurado por las estructuras universales de la psique”, porque el inconsciente no es estructural, sino “procesual”, es decir que el inconsciente no es una construcción sino la disposición mental que proporciona los elementos básicos para el conocimiento y activa los mecanismos y prácticas reflexivas que contribuyen a su asimilación. En este sentido, la subjetivación tampoco puede vincularse ni subordinarse a la identidad ni a los modelos de representación sin generar lo que Suely Rolnik, psicoanalista colaboradora de Guattari, llama “malestar en la diferencia”. Un malestar cuyo síntoma principal es la dificultad para hallar una representación identificatoria en los diferentes registros de la realidad, ya sea en las relaciones sociales o en la lengua común o cualquier otro código de comunicación. Esta dificultad es uno de los principales factores que determinan que los particularismos autoperceptivos –sociales, sexuales, raciales, etc.- se vean en la necesidad de gremializarse como atajo a la universalidad y a la construcción de un código artificial.

Según Félix Guattari, la psique es el resultado de múltiples y variados componentes a partir de los cuales se desarrollan los códigos de comunicación verbales y no verbales y las relaciones con las conductas individuales y sociales, los espacios habitacionales, etc. Acaso por esto, los códigos de comunicación fueron especial objeto de atención desde el final de la Segunda Guerra Mundial y en plena Guerra Fría, cuando Occidente inició una vasta operación propagandística que incluyó a los medios de comunicación de masas para imponer su hegemonía cultural frente al bloque oriental. En este contexto de confrontación ideológica y bajo la etiqueta de la “corrección política” la lengua fue objeto de serios ataques que afectaron la semántica del campo léxico desplazando o debilitando la carga significativa, especialmente la ética de algunos vocablos, a fin de ocultar la depredación de los recursos naturales y la explotación humana, los abusos y el horror que cometían los gobiernos de las grandes potencias y de sus dictaduras satélites.

Según Stanislaw Lem, uno de los padres de la ciencia ficción moderna, “cuanto más alta es la civilización, más esencial resulta mantener la circulación de las informaciones; tanto más sensible es [la civilización] a cada perturbación de dicha circulación”. En nuestros días, las redes sociales no sólo reflejan ese aumento de la información y de los flujos de subjetividad que representa la opinión pública, sino también las perturbaciones y las distorsiones significativas de la lengua. Un ejemplo sencillo y directo está en el vaciamiento conceptual que en las redes se ha hecho de la palabra “amigo” que, desde lo racional y emocional, es aquel que se reconoce en el otro y de quien es cómplice afectivo independientemente de que piense o no igual, comparta o no creencias religiosas o políticas o sea o no de la misma raza, etnia o clase social. Tal sentimiento es fruto de la conciencia de humanidad que alimenta el acto de pensar, pero a menor capacidad de pensar más visceral y subjetiva se vuelve la conducta, menor es el espacio para el conocimiento y más reducido el alcance de la política como vehículo de bien común. Igualmente, más vulnerable es el individuo a las manipulaciones del poder o de quienes lideran las minorías marginales donde se refugia. En ese campo de dominio de lo subjetivo, cualquier recurso destructivo se vuelve válido y justifica las conductas intolerantes tanto de quienes se enrolan con el poder como de aquellos que dicen reivindicar una sociedad más justa e igualitaria.

Así, el supremacismo blanco anglosajón y protestante de EE.UU. no sólo ha mantenido los mitos segregacionistas contra la población afroamericana y la indígena superviviente de su genocidio, sino que hace algunas décadas reactivó su propaganda contra la “amenaza” mexicana generando movimientos anti hispánicos. Como en los siglos en que Inglaterra y el Imperio español se disputaban la conquista y colonización del continente, han resurgido los términos de la leyenda negra, conforme a la cual los españoles fueron los causantes del genocidio. Dichos términos que fundamentan falsedades históricas se utilizan como fundamentos de una vasta campaña de desprestigio de la cultura hispana, que algunos académicos latinoamericanos, generalmente descendientes de españoles, han acabado asumiendo, del mismo modo que algunos sectores feministas han aceptado sin mayores reparos críticos la ideología de género, lanzándose unos y otros a cuestionar sin rigor metodológico el pasado latinoamericano y a desplazar o derribar estatuas de personajes hispanos o a vulnerar la morfología de la lengua con la pretensión de crear una especie de lengua transgénica que se corresponda con sus realidades autopercibidas, donde, junto a la realidad alienada, se fraguan violencia e intolerancia.

Estas y otras distorsiones se deben a que la realidad autoperceptiva desencadena un proceso que forja su propio modelo, el cual se plantea como un paradigma estético antes que científico, para construir identidades particulares que, desde la marginalidad, son proyectadas sobre la sociedad con el objetivo de romper lo que llaman “construcciones culturales hegemónicas”. Pero, las rupturas conceptuales que propone este proceso, al desvirtuar lo universal, desconocer el bien común y carecer de base racional y de normas trascendentes, resultan meramente enunciativas y flotan, en el confuso y confundido imaginario de los grupos que las promueven, como flotan los camalotes en las aguas de los ríos y lagunas, sin conseguir un verdadero enraizamiento.

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HALLAZGOS DE LOBOS Y DE MAR

La última sección

Por: Hilario Martínez Nebreda


Voz tardía, pero fecunda y lírica, ya nos sorprendió Paquita Dipego con palabra tersa, meta-poética, intuitiva y dolorida en su obra «Noches nómadas» publicada en Ed. Vitruvio. Hoy nos trae la meditación y la hondura en una correspondencia con sus «encuentros con el mar».

Maestro y gran compositor de música, nos da a entender Aaron Copland que «la forma no puede ser
mas que el crecimiento gradual de un organismo vivo… El contenido musical es lo que determina la forma». En esa clarividencia sostiene P. Dipego esta obra «Hallazgos de lobos y de mar» que merecidamente ha sido premiada en el IV Premio internacional de poesía «Treciembre» (Ed Azul) del año 2017. Como el músico, la poeta trabaja sus claves de variación y repetición sobre cuatro elementos principales: ritmo, melodía, armonía y timbre o acento, sonoridad, medida y rima.

Cuando en «La edad del Espíritu» reflexiona su propia cosmovisión filosófica, previamente a las categorías transcendentales del ser y su antropología del ser fronterizo y el símbolo, Eugenio Trías despliega la valoración acústica del universo en cuanto que nuestros oídos están abiertos a la sonoridad de «la música callada» de los poetas y místicos. Desde este mismo sentimiento poético, de comprender el hecho sonoro de las cosas nos instala P. Dipego en una contemplación sinfónica, donde deseamos y amamos la rosa, domamos los fantasmas de infancia y vida adolescente, nuestra inocencia amenazada, la profundidad hacia adentro, hacia el envés de nuestros ojos como el mar que renuncia a su oleaje y espuma para amanecer «jergón dormido» con la mirada en sus honduras y lejanía. Y habitar la casa porque presencia de ausente es la madre que todo lo abarca como Brahman o las olas que siendo movimiento son el mar siempre idéntico a si mismo, porque la madre es alma (atman) en el recuerdo, pero igualmente participación activa esotérica en el Espíritu, tal cual reza la tradición cristiana al hablarnos de la «comunión de los santos».

Si en «Noches nómadas» P. Dipego nos entregaba a un sentimiento de que todo está inacabado (Pg.68) desde el día en que perdimos la sonrisa de la inocencia de infancia y es, por tanto, afanosa búsqueda en devenir de un buscador de amor, de justicia, verdad, belleza, silencio (como ámbito de oír y pronunciar la palabra), » a grupa de una palabra hapax,»hallazgo», (pg. 84)… en esta obra de los «Hallazgos…» nos viene a reafirmar que todo abrazo no es más que»un hallazgo y choque con la vida», y un existir en el «topos», la «casa habitada», ámbito de la rosa.

«Todo esto es para habitación del Señor, cualquiera sea el universo individual del movimiento en el desplazamiento universal…» reza uno de los más antiguos Upanishad. El maestro Sri Aurobindo en su análisis del Isha Upanisahad nos pone sobre aviso de que estamos ante unos versos que no son vehículos de instrucción, sino de iluminación. No hay previo juicio de razonamiento, sino ideas implícitas que se apoyan unas a otras. Se supone que el lector «avanza de luz en luz». Por eso, el pensamiento védico distingue con claridad el conocimiento de iluminación directa, del «kavi» o vidente, del otro, del pensador o «manisi» que exige a la mente tarea laboriosa. En una semejante armonía de opuestos, pétalo y espina, abre su sinfonía con el tema de la rosa, «rose», anagrama de Eros, del sánscrito «aris» (entusiasmo, lleno de deseo), flor sagrada para Afrodita. De esta manera, en el Preludio de la obra, sobre el paralelismo de «pétalo-terciopelo y ala de pájaro-vuelo» nos elevamos en vuelo (cfr.11,17,23) al climax (gr.»klimax»= escalera al cielo) a la vez que integrados en un sincretismo sensual de lo oriental y occidental.

En efecto, en el rito tántrico se pide abrir los «dalas» o pétalos de los centros psíquicos por ese don de magnificar o la capacidad de producir ilusión, como decía Descartes… para introducirnos al oxímoron y anáforas del «devenir». Y en ese ir de «luz en luz», de «hallazgo» en «hallazgo», quedarnos mudos en la fugaz utopía, donde, quizás, pueda obrarse el sortilegio de habitar la casa y la rosa que pueda contener la hostilidad de las fuerzas del mal, como un día lo fueron las mágicas muñecas… porque allí está la madre ausente, la ausencia, la poeta, la imaginación creadora y su poema frente a los lobos, pues estos lobos no son lobos matricios como aquella hembra doblegada a ternura que alimentó a Romulo y Remo, ni siquiera lobos guardianes o benefactores tal nos hace ver la mitología egipcia. No. Los lobos de P. Dipego son lobos ferales, temibles, mas parecidos a Fenris, el lobo monstruoso de la mitología nórdica, «de afilados colmillos» con «garras», de parecidas características a los animalia de «Maldoror».

Enhorabuena, Paquita, no tanto por el premio cuanto por esta obra de tanta fuerza y belleza por su palabra y su música. Y gracias por este don que nos concedes en tu inspiración.

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NÁUSEA

Por: Miguel Ángel Yusta


Sin duda habrá habido épocas pretéritas llenas de horror y atrocidades del hombre contra sus congéneres sumergidas en el olvido al no existir los medios de masas que hoy hacen llegar a cada hogar cuando acontece en el mundo. Pero, precisamente hoy, estas atrocidades son conocidas al instante y a veces con una información tan exhaustiva que puede llegar a tener un efecto anestésico sobre nuestra sensibilidad. Vemos tantas barbaridades, y tan a menudo, que los límites del rechazo, de la indignación, parecen retroceder lamentablemente, cuando menos, a un inevitable conformismo generado muchas veces por la impotencia para solucionarlas.

Torturas, violaciones sistemáticas de los más elementales derechos de las personas, abusos a menores, además de crímenes horrendos masivos sobre colectivos indefensos, «manadas» depredadoras y tantas otras formas de vejación y abuso sobre nuestros semejantes, incluso actitudes y palabras cotidianas, sonrojan a quienes creemos en la convivencia respetuosa y en paz entre los humanos.

Individual y colectiva, la violencia va ganando cada día terreno y especialmente estremece pensar que hay adolescentes que filman palizas; pequeños sádicos que son , nos tememos, producto de una sociedad que ha pasado a considerar al agresivo como triunfador y a fomentar esa “agresividad” como una condición, y no la menor, para poder llegar en los primeros puestos de esta carrera de obstáculos en que, cada día más, convertimos la supervivencia.

La náusea absoluta que nos produce ver la cotidiana violencia no debería impedirnos reforzar los valores éticos para combatirla. O dejaremos una triste herencia a quienes hoy sonríen inocentes desde su pequeño mundo infantil.

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POESÍA EN SIGÜENZA | 21 DE MARZO

La última sección

Por: Hilario Martínez Nebreda


¡Sigüenza!… pueblo-ciudad con su castillo y catedral, con su doncel guerrero, en juventud atrevido con la muerte. Encantamiento de hora y media larga entregado a la meditación poética. Tiempo suficiente a la zozobra de la duda, zarandeado de tantos acontecimientos de «aceleración». Lo suficiente a inquietante pregunta: ¿ no es, acaso, el mismo oficio y vocación del juez que aquel que nos presta el saltimbanqui o un volatinero en equilibrio sobre el abismo? o ¿no se vio el poeta castellano en un abismo de paredes, cuando dejó escrito: «aquí la envidia y mentira/ me tuvieron encerrado…?» En la respuesta está la duda, pues qué difícil poder juzgar con la palabra, de la cual no creemos se disponga de lo que Swedenborg llamaba «correspondencias»… ¿Significan algo nuestros actos, si no los podemos definir?. Entonces, ¿cómo juzgarlos?. Y aunque fueran, aún así, ¿qué somos, quién somos para juzgarlos?…

Hace unos años, recuerdo, en la Fundación March, se expuso la obra magnífica del gran pintor fauves, Rouault. Me impresionó, sobremanera, ver en sus cuadros a jueces de oficio, altivos en sus togas, pero acoquinados debajo el Crucifijo. Como si nos quisiera decir: «¿qué otro Juez, que no sea el amor de este hombre, anonadamiento de Dios, puede juzgarnos?» Pero «¿cuando venga el Hijo del hombre habrá fé en la tierra?»…

Estos días los cristianos celebramos la Pascua del Kyrios: la fiesta del Señor Resucitado, el Paso de la vida de Jesús exaltado en la gloria del Padre. Lo de menos son las fechas. Lo trascendente es el acontecimiento y este sucede más allá de espacio y tiempo. Y ¿qué significa «acontecimiento», «trascendente», «Jesús» el hombre y su «nombre», de quién Fray Luis de León pudo escribir tantos como su mente, poderosamente poética, pudo concebir?.

Como con acierto afirmaba un científico: «hemos visto pasar la sombra, pero nos falta cazar el elefante».

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GRITOS

Por: Miguel Ángel Yusta


El barullo es tan intenso que uno ya no sabe si salir a gritar o quedarse en casa escuchando, por ejemplo, a su adorado Juan Diego Flórez que, al menos, usa la voz –maravillosa- para interpretar como nadie a Rossini.

Porque está claro que, de mucho tiempo a esta parte, las voces más dispares se han salido de madre, y con grescas de padre y muy señor mío invaden ondas, teles, calles, redes sociales y, tal vez pensando que aquí el que no grita no mama, pugnan por hacerse escuchar por encima de las otras, como ocurre exactamente en esos programas del corazón en los que el que más grita y más insulta pues más famosín se hace y hasta cobra más.

No sé yo, oigan, si ese es el camino (alternativo al de un razonamiento lógico, civilizado y cabal) para conseguir arreglar la multitud de inmensos males que aquejan a este país, aunque los sufridos ciudadanos se dediquen en su mayoría a atender su casa e intentar llegar a fin de mes con la hipoteca pagada. Y todo ello sin sentir la angustiosa penuria con la que muchos convivíamos hace, por ejemplo, cincuenta años. Que las cosas, por fortuna, han mejorado desde aquella grisura franquista, y si no que se lo pregunten a los abuelicos que toman el sol.

En cualquier caso puede que los hombres y mujeres medios, los eternos silenciosos, quienes solamente se dedican a intentar que todo lo pequeño e imprescindible funcione, los “vasallos” de lo cotidiano, estén llegando a la conclusión de que merecen mejores “señores” o, al menos, más acordes con las normas de la buena educación y la competente administración.

Y ellos -demasiados políticos y alguna que otra “personalidad”- no deberían olvidar sus formas, ni ser tantas veces del bando de los que más gritan y menos trabajan porque en democracia (que es como parece que vivimos desde hace cuarenta y tantos años), son servidores del común y de todos los electores que les pagan su espléndido salario y extras…

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UN SUEÑO ACADÉMICO, HOY, IMPOSIBLE ¿UNA TERTULIA POSIBLE? | EL SALÓN DE MALLARMÉ

Por: Javier del Prado Biezma. (Poeta entre profesor y crítico).


1. Abandoné la Universidad cuando la Facultad en la que llevé a cabo mis estudios enarbolaba el título mágico de FILOSOFÍA Y LETRAS. Opté por ella, aún teniendo los bachilleratos de Ciencias y de Letras, tras estar durante tres mañanas en la cola de la antigua Escuela de Periodismo, sin conseguir llegar a la ventanilla de matrícula. Era evidente, que el destino (en el que no creo) me tenía reservada una matrícula en la que sería, de por vida, mi facultad, porque allí me iba a encontrar con la que fue mi novia, meses después, y sigue siendo mi mujer. Ella, también, en posesión de los dos bachilleratos, había recibido la misma llamada, mientras hacía cola en la entonces facultad de Ciencias Naturales.

Tras ocho años de Catedrático de Instituto, volví como Catedrático de Universidad a mi Facultad; pero ya no se llamaba de Filosofía y Letras. Tenía un nombre raro, muy técnico, que había que explicar a los padres – y pocos padres lo entendían, tras explicárselo. Era la FACULTAD DE FILOLOGÏA.

¡Error conceptual e histórico. No sólo por el nombre en sí, que también. Error por haber separado, alejado y, en cierto modo enfrentado varias ciencias o saberes que no pueden vivir separados sin perder gran parte de su esencia y de su estar en la historia: los estudios de Literatura, de las diferentes Artes (artes plásticas y música) y los estudios que las sustenta por abajo: la Historia política y social, y los que las alimentan por arriba (la Antropología, la Filosofía y la Estética).

Descuartizamiento conceptual que tuvo como consecuencia el na-cimiento de, al menos cinco facultades dedicadas cada una a sus menesteres y con escaso contacto con los menesteres de las demás. Sin añoranzas sentimentales (no soy nada sentimental a este respecto) no puedo olvidar los cinco años durante los cuales convivíamos en Filosofía, en Arte y en Literatura, aquellos que íbamos a consagrar nuestra especialización a uno de esos espacios – e incluso aquellos que sólo se iban a especializarse en Historia; (y esta apreciación última no es marca de un sentimiento despectivo respecto de esta ciencia, sino indicador de que, respecto de nosotros, los historiadores eran diferentes, excepción hecha de aquello que, por imperativo legal se dedica a la Historia del arte – como si no hubiera otro modo de enfocar el arte que la perspectiva histórica). Y tampoco puedo olvidar el rinconcito consagrado a la Música, algo postergado, montado como un boudoir decimonónico, cara a la sierra, en el que el Maestro Joaquín Rodrigo nos impartía clases prácticas de buena audición musical, y que, pronto, también desaparecería.

Todo eso se vino a bajo. Y los literatos que nos sentimos llamados por la Pintura y la Música, como artes hermanas, como los musicólogos e historiadores del Arte que se sienten llamados por la Literatura, obedecen a una necesidad íntima, pero en nada propiciada por las estructuras oficiales, nos tuvimos que separar y, en ocasiones económico-administrativas, enfrentarnos.

2. Creo que las consecuencias han sido un desastre para los estudios profundos e interrelacionado de las distintas manifestaciones de los lenguajes artísticos y de la filosofía (existencial y estética) que los sustenta.. Sí; los distintos lenguajes artísticos… porque lo que existe de cara a la experiencia artística y literaria es un conjunto de lenguajes que, partiendo de una misma necesidad creadora (la necesidad de pintar, la necesidad de cantar, la necesidad de contar, etc., el mundo y la vida) llega, de cara al receptor (lector, espectador o auditor), a un mismo punto de coincidencia: una experiencia de la realidad que no se asienta sobre el dato (histórico o material), ni sobre el experimento sabiamente calculado (y sólo, accidentalmente, sobre la especulación conceptual); una experiencia de la realidad y de la vida que se asienta sobre una visión simbólica de éstas, y que tiene como puntos de apoyo las experiencias sensoriales y existenciales de creadores y de receptores, elaboradas a partir de los elementos arquetípicos y simbólicos que han sido y son el motor profundo del hombre que sueña e imagina, tanto como calcula y deduce para asentar las explicaciones racionales y pragmáticas de su existencia.

Luego vendrán los problemas técnicos que genera la materialidad específica de cada lenguaje (trabajar con la materia lingüística para el literato, trabajar con el color, sus formas y los espacio físicos, para el pintor, es escultor y el arquitecto, trabajar con el sonido y el tiempo para el músico); pero estos problemas son segundos y secundarios (si así podemos calificarlos), aunque sean los que exigen y propician la dimensión científica y técnica, especializada, de los estudios comparados.

3. Todo esto viene a cuento de un libro que tengo que un día tuve que presentar en la Residencia de Estudiantes. ¿Qué nos ofrecía este libro, titulado de manera tan convencional, El salón de Mallarmé. No era (y sigue siendo) sino una iniciación ensayística al estudio histórico y estético de un espacio sorprendente? Las tertulias que Mallarmé, el Poeta, organizaba en el salón de su pisito de la calle de Roma.

Un pequeño salón burgués, no muy lujoso pero adornado ya con cuadros de unos amigos pintores que, luego, serán tan importantes importantes como para poder encarnar la cumbre final del arte occidental nacido del Renacimiento.

Un ‘profesor’ de inglés, no muy ejemplar, poeta silencioso (como hay tantos en la historia moderna de Occidente), que escucha más que habla: que practica una sutil mayéutica, mediante la cual los jóvenes asistentes (entonces desconocidos) y más tarde ilustres poetas, pintores y músicos, hablan, exponen intuiciones, hilvanas diálogos que el maestro (así empiezan a llamarlo, sin que él le de mucha importancia al asunto – si creemos sus palabras que recoge la Encuesta de Jules Huret -1891) escucha y, luego, precisa, organiza y hace suyas. Clases espontáneas, ocasionales, interactivas (como quieren serlo las de ahora) sin más ayuda técnica que la jarra de agua clara encima de la mesa, rellenada de manera regular por la hija, Géneviève, cada vez que clausurado manantial se agota, y la presencia mágica del gato que, como todos sabemos es maestro de maestros en materia de poesía (como el perro lo es en materia de novela).

Un nutrido grupo de asistentes, muy nutrido; algunos con un futuro decisivo para la evolución de la poesía en el mundo occidental, y no sólo en Francia. Muchos hombres: Paul Valéry, Paul Claudel, André Gide (ocasionalmente), Pierre Louÿs, Vielé-Griffin, H. de Régnier, A. Rodin… ¿No serían ya suficientes? Pocas mujeres, a las que el maestro se empeña en tratar como a sus ya imposibles estudiantes inglesas de antaño, cuando vivía y profesaba en Avignon: Augusta Holmès, Camilla Claudel, Berthe Morissot (extraordinaria trinidad femenina)

Así recrea en una nota manuscrita Paul Valéry la atmósfera de un “Sábado X de octubre 91.”, con un lenguaje elíptico, pero profundamente acertado:

“A las nueve, en casa de Mallarmé. Es él el que nos abre. Pequeño. Da la impresión de un burgués tranquilo y cansado; de 49 años. A la luz de la lámpara, muy débil, la madre y la hija bordan. Rosas sobre el tono marrón de un minúsculo cuarto de estar. Blancos Monets en la pared. En el rincón una estufa alta en porcelana. La pipa. Él. Un sillón balancín. Primero, todo tranquilo (la hija es como antigua, encantadora, algo rara, cabeza griega, imperio); luego uno ve como la cosa se va animando. Para empezar – provinciano, felibre – ojos entornados, palabra como muerta, muy baja y, de pronto, ojos muy abiertos – frase en tono elevado… con jadeos. Este hombre se vuelve sabio sin dudarlo un momento (me complazco viendo que ya he sopesado, ayer, todo cuanto dice), tan pronto épico – tan pronto trágico. Habla mucho de Villiers, que se muere…”(2).

4. Se hablaba de poesía (incluso de novela – Zola), de pintura (la sombra y la presencia de Manet, de Monet y de Whistler están siempre en el ambiente – ¿qué poeta puede alardear, más que Mallarmé, de tantos retratos suyos pintados por ilustres colegas?) y de música (de Debussy, de la escritura como música, del ser como realidad musical); pero de lo que se habla sobre todo es de creación artística y literaria. De los problemas y los poderes de la creación: por qué, cómo y para qué se crean, en el dolor, en el gozo, obras literarias y artísticas.

“Mallarmé, ante sus auditores, el Martes por la tarde, 18 de enero pasa de Wagner y de la Poesía al atroz egoísmo de algunas inscripciones en las tumbas. No puede aceptar que Wagner ponga en un mismo nivel, la poesía, la música y la danza, dándole un predominio evidente a la música. Para él, el papel del verso, contrariamente, es de lo más amplio y nos salva del ‘ocultismo fácil de los éxtasis inescrutables’ y de ‘la oscura sublimidad’…” (3).

Estamos de lleno en la disputa estética de finales de siglo, relativa a la superioridad (o no) de la música sobre la poesía; al poder liberarse aquella de la servidumbre del concepto, con vistas a la expresión de lo inefable. Es Wagner, pero también Schopenhauer y Nietzsche los que están aquí presentes.

Obsesionado como estoy, al final de mi vida académica, por el fracaso estético (y doy a este término toda su amplitud histórica, conceptual y existencial, individual y colectiva), sí por el fracaso estético de nuestra enseñanza, me causa una alegría indescriptible ver unidos, ya desde el título del libro, a tres de los máximos representantes de las tres grandes manifestaciones artísticas del momento: Mallarmé y la escritura, Debussy y la música, Odilon Redon y la pintura, abriendo, cada uno, una de las compuertas que nos van a llevar hacia la sensibilidad estética moderna, más allá de la sintaxis de la frase, de la melodía de la música y de la forma que imponía el dibujo el color, pero sin abandonar, ninguno de los tres, su conciencia simbolista.

Todos conocemos la relación que mantuvieron Debussy y Mallarmé en torno al poema dramático del primero, el llamado, en español, Siesta de un fauno. No es la colaboración (a cierta distancia) la que aquí nos interesa resaltar – múltiples artistas de la época colaboran con Mallarmé o se acercan a su poesía para ponerle forma plástica (Rodin, Fauno y ninfa, Manet, ilustrando su traducción de los poemas de Poe) o darle un vuelo sonoro al poema (el propio Debussy…). Lo que nos interesa es poner de manifiesto la coincidencia en la necesidad de poner en arte (sea cual sea el lenguaje empleado) un mundo de sensaciones y de sentimientos que les es propio; poner de manifiesto la pertenencia a un mismo espacio que comparten como artistas y que poco o nada tiene que ver con presupuestos ajenos al arte, imperantes, entonces, en la doxa oficial del momento (historia sociológica de la literatura y del arte, filología historicista, política mercantilista y laica, etc.).

En el caso de Debussy, mirando a Mallarmé (como luego mirará a D’Anunzzio, en el Misterio del Martirio de San Sebastián), es la necesaria vuelta a cierto espíritu pagano, sensual que, por un lado, responde al naturalismo y que, por otro, es capaz de compensar la muerte de Dios proclamada desde 1844, en voz alta, por el poema de G. Nerval, El Monte de los olivos; pero una vuelta al paganismo desde una perspectiva mítica, capaz de atenuar la brutal materialidad, “la mineralización” del ser (J.P. Sastre, en La lucidez y su cara oscura) que impone el naturalismo ateo. Y, la captación de esa magia, sensorial y transcendente a un mismo tiempo, es lo que Mallarmé alaba en la partitura de Debussy, pues él, en música, ha sido capaz de captar, dice el poeta, el decorado del fauno, con más frescor y sensualidad que sus propios versos.

En el caso de Redon lo que les une es, en sentido inverso, pero compensatorio, la necesidad de situarse, a pesar de la lucidez de la razón que los aboca a la conciencia de la Nada, de situarse frente a la ya imposible transcendencia, en los momentos cruciales de la vida, por ejemplo, en relación con la muerte del hijo Anatole; (y Redon le ofrecerá a Mallarmé el pastel que pinta en 1894, El niño ante la aurora boreal). Retrato cuyo modelo es el hijo menor de Odilon, pero que puede ser leído como una recuperación del hijo muerto de Mallarmé – el objeto sujeto de ese gran poema imposible – Para un tombeau de Anatole -; pero también, posiblemente, en el momento crucial de la vida intelectual de Mallarmé, cuando lanza los dados de la inteligencia y de la vida al viento del azar, dando forma sintáctica y temática al nihilismo de la escritura por venir, en Una echada de dados. En este caso, es Odilon el que colaborará con él para ilustrar las páginas que ya, de por sí, son un arabesco de alcance plástico, dando cuerpo a la sirena que obsesiona el naufragio del barco – y del texto.

5. ¿Cómo se pueden separar los estudios de Literatura de los estudios de las Artes plásticas y de la Música? ¡Si hasta para ver la evolución de la joyería occidental, en esta caso de de la Joyería Art-Nouveau, es preciso zambullirse por las páginas de A contrapelo, de Huysmans, en el episodio que transcurre en la tienda del lapidario, cuando ese magnífico personaje mallarmeano que es des Esseintes, se va a la joyería con el fin de confeccionarle un caparazón-joya a su tortuga, con la intención de quitarle el alcance ‘natural’ que aún tiene este animal estrafalario!

Le ponía a esta pequeña introducción un título un tanto enigmático a priori. Es, sin embargo, el título que le corresponde: Una facultad en los que los estudios Literarios no estén en situación de igualdad con los de Artes plásticas y de Musicología, puede ser una imposición laboral o mercantil, pero es una aberración estética y científica; es caer en manos del más puro pragmatismo de las Escuela de Idiomas o, en el mejor de los casos, en manos de la Filología historicista más caduca. Una Facultad en la que los estudios de Arte y de Música tengan que ver más con la Historia y la Geografía que con la Literatura, con la Filosofía y con la Estética, es condenar estos estudios a ser un mero adorno de la Historia a la que acompañarán, como hermanas menores, como epígonos ornamentales en las enseñanzas Primaria y Secundaria.

Se aprende a leer un cuadro y una partitura con los mismos presupuestos de base con los que se aprende a leer un texto: desde la noción estructural de composición y desde su alcance imaginario, sociológico, psicoanalítico, ontológico, puramente ornamental o lúdico, etc. Es un problema de análisis descriptivo y de hermenéutica.

La Historia es el contexto, inevitable, en el que toda actividad humana nace (o es esa propia actividad sagazmente organizada por los estudiosos), pero su valor, de cara a las manifestaciones artísticas se agota ahí: como contexto y material inevitable; lo mismo para la Literatura, para el Arte que para la Sociología y la Política. La lengua es un material con el que trabaja el escritor artista: pone condiciones, las condiciones de su propia materialidad física y conceptual, pero no impide que los textos y sus esencias transmigren de una lengua a otra – de un arte a otro. La Biblia y Homero siguen siendo los libros más leídos e influyentes; y ¿quién se los ha leído en arameo o en griego? La excelsa minoría minoritaria

Si quiero estudiar la expresión de la Libertad en el Romanticismo francés, tengo que estudiar conjuntamente a Delacroix, a Hugo y a Berlioz (con el horizonte problemático que crea, al pasar, el astro fulgurante de Napoleón). Si quiero estudiar la crisis de la transcendencia en el periodo Simbolista, tengo que estudiar conjuntamente, a Mallarmé, a Redon, a Wagner y a Debussy (sobre el horizonte filosófico que se traza en Europa desde Hegel y Jean-Paul a Nietzsche). No son ni Luis Felipe, ni Guizot, ni Tiers los que detentan o detectan la clave del conflicto. Pero tampoco, el hecho de la lengua francesa se haya democratizado durante ese periodo: ambos temas son sólo un contexto.

El libro que vamos a leer, aunque de manera sencilla, pone de manifiesto esta realidad como pocos pueden hacerlo. El salón de Mallarmé era una auténtica Academia de estudios (de reflexión y de diálogo) de Estudios literarios y artísticos. Un embrión pequeño, pero potente de lo que podría ser una Facultad de Estudios Artísticos y Literarios (nada que ver con la costrosa Licenciatura en Humanidades que hace unos años se inventaron), tales como las hay, con ese nombre o con otro por el mundo. ¿por qué no puede haberla en España, cuando un día ya existió el marco para que pudiera haber cristalizado, y la universidad española está llena de estudiosos que desearían que así fuera?


[1] . Empleado en tono despectivo, félibre designa aquí el espíritu de los poetas provenzales de finales del siglo XIX. Mallarmé fue amigo de algunos de ellos (F. Mistral, Th. Aubanel), debido a su residencia en Avignon, como profesor de Instituto
[2] . París, Doucet. VRY Ms. 1818, cat 257. Traducción (con sus riesgos, debido a la escritura manuscrita) de J. del Prado.
[3] . H. Mondor, Vie de Mallarmé; París, Gallimard, 1941 ; p. 705.
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A PROPÓSITO DE UNA LECTURA Y REFLEXIÓN ECOLÓGICA

La última sección

Por: Hilario Martínez Nebreda


En una propuesta de reconstrucción de las relaciones de las categorías o de las significaciones del ser con el lenguaje, verdad, existencia, mundo… Wolfgang Janke esboza una postontología como remedio a una época que asumiendo la crítica de Nietzsche parece cerrar la posibilidad de toda metafísica decapitando «el ser de lo que es, en la totalidad de un mundo histórico» en aras del positivismo y nihilismo, que paradojicamente en una afirmación vitalista aboca a la negación de la vida. Es por eso, que a una formulación meramente cognoscitiva y noética que nos viene desde Tales de Mileto a Descartes, Comte y la modernidad, lo que define como praecisio mundi, cortar (praecidere) lo medido exactamente, ( «ideas claras y distintas», afirma Descartes) es decir, corte de amarras por una creencia dogmática en la ciencia que nos «aliena» del mundo en cuanto suceso vivo e histórico. Frente a este tiempo terminal (eschaton) de la ciencia positiva, donde Nietzsche hace elección por la voluntad de poder en una transmutación de los valores que se consuma en el nihil, la nada radical, que desde la llamada posmodernidad motiva de forma sorprendente la actividad del escritor en solidaridad, tal vez, con las modas de vida actuales. Wolfgang Janke nos alienta con Hölderlin a una fundación poética: «poéticamente habita el hombre la tierra», a un praecultio mundi, a preparar con anticipación, cultivar y ocuparnos del por-venir así como del presente y pasado. De alguna forma estar en la vigilia, en centinela y «cuidar» la tierra. Desde esta perspectiva, la fábula- mito del Cuidado que recoge y analiza M. Heidegger en «El ser y el tiempo» de un texto latino supuestamente de Hyginio nos puede servir a una conciencia ética de urgencia ecológica orientada a una praxis de la propuesta de Janke.

De modo resumido: cuenta el mito que Cuidado al atravesar un río tomó un trozo de barro y tuvo la idea de darle forma. Viendo a Jupiter que contemplaba lo que hacía, le pidió que le soplara su espíritu. Entonces exigió que le pusiera nombre y mientras discutían surgió la Tierra que también quiso ponerle nombre, pues había salido de ella. Tras larga discusión solicitaron a Saturno que arbitrara dicho pleito y decidió que Júpiter, una vez devuelto el espíritu, se hiciera cargo de él, pues el se lo que había concedido. La tierra, consecuentemente, sería responsable del cuerpo y a Cuidado le encargó que lo cuidara mientras viviera, pues él había sido quien primero modelara a la criatura, a la cual Saturno llamó hombre por haber sido hecho de humus (tierra fértil). El mito es una forma de conocimiento, una toma de conciencia del ser histórico, del hombre en cuanto sujeto de decisión y de transformación de su medio. En este sentido el homo sapiens ha ido estableciendo y configurando su medio, su espacio a habitar y sus formas de convivir han ido evolucionando por una ley de equilibrio, de homeostasis primitivas y primarias, guarneciéndose en cavernas y programando su sustento en la inestabilidad del nómada a una compleja relación de sociedad que confluye en las grandes metrópolis de la vida moderna. Así, la ciudad, desde un punto de vista sociológico se dispone como un orden compacto de casas en vecindad que facilita conocimiento y cuidado recíproco, para servir bajo la ley de economía a satisfacer las necesidades primarias y facilitar las secundarias por medio de un lugar de mercado. La ciudad ya no solo es espacio a habitar, sino un asentamiento comercial y de habituallamiento. De consumidores en unas ciudades menos populosas y con más campo para el cultivo de una tierras que satisfacen las necesidades por una explotación comunal, el ciudadano de la Antiguedad y Edad Madie, ciudadano del campo, pasa del simple abastecimiento a una economía urbana donde aglomeración e inmigración deviene a mercado, a un espacio de transacciones de trabajo en una dialéctica del señor y el esclavo. Como ha dado a entender L. Martin Santos » La ciudad fue primero un espacio mágico (mundo antiguo), después pasó a ser un universo de fraternidad (E. Media). Cuando perdió sus murallas y su identidad (S. XIX) pasó a ser una manufactura de delirios, de mediocridad, donde toda esperanza es dificil».

Desde uno de sus presupuestos la obra del poeta H.M.Nebreda que acaba de dar a luz la ed. Vitruvio con el título de «Oráculo de Kios», sobre todo, en su primera parte: «Aquiles y la tahur» pretende ser un alegato poético frente a los procesos de aceleración de la vida urbana y moderna, en la cual, en aras de la inmediatez exigida por la comodidad y la satisfacción epicúrea, se inmola homeostasis y sinergias de Gaia analizadas por J. Lovelock. En el estado de emergencia que hoy viven las sociedades humanas alarmadas por sus grandes desequilibrios, ojalá sirva a tomar conciencia de la necesidad de cuidar la tierra, como decir: habitarla poéticamente.

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LA BASURA

Por: Miguel Ángel Yusta


El concepto de basura ha llegado a ser tan extenso y profundo que no hacemos más que tropezarnos con él. Hay basura en los basureros, lógicamente, y en algunos de ellos son mayoría los niños que rebuscan desperdicios. Estremecedor. Basura por aquí, basura por allá. La basura, en sus diversas variantes, nos invade en las casas, en las calles, en los colegios, en los medios. Ingentes cantidades que en algunos casos buscamos desesperados para saciar nuestro apetito de basura. Una muerte anunciada, retransmitida, televisada, un rostro patético, cualquier cosa vale. La sobre información morbosa sobre hechos tan tristes como el asesinato de un pequeño. Un lío de faldas (o pantalones). Un levantamiento de alfombra que pone al descubierto corrupción y apesta, pero que se eterniza sin resolución. Y así vamos tirando, con la basura al cuello y tan felices de poder tener tantísima para que vean en el tercer mundo, el de la basura infecta en la que rebuscan sus gentes , que por aquí no nos privamos de nada.

Aunque esta basura digamos “virtual”, y estos hacedores de ella sean mucho más tóxicos que los basureros tradicionales, llenos de mugre física y pestilente. Los generadores de basura que visten impolutos, esos que alternan en barras de lujo y conducen deportivos “de pura sangre” al precio de llenar de basura a quien sea son, en verdad, los verdaderos detritus de esta sociedad “libre y civilizada”.

Porque aun llevando trajes o vestidos de gran marca de lujo, caros perfumes y caminando ufanos por las calles, las teles o los diversos foros económicos y políticos por donde suelen pulular, de verdad que apestan a basura y se les nota. Sería bueno aislar a esa basura y procurar conservar la modesta limpieza que tal vez es el más importante patrimonio que muchas buenas personas han heredado.

Pero, como tantas cosas, esto es un deseo utópico. Las basura nos llega ya hasta el alma. Veremos quién, cómo y cuándo es capaz de limpiarla…

 

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GRANDEZA Y MISERIA DEL INTELECTUAL

Por: Javier del Prado Biezma. (Poeta entre profesor y crítico).


1. “¡Es que andamos bastantes perdidas; nos faltan intelectuales que nos sirvan de guía; ya no hay intelectuales como los de antes… o se esconden!”.

Este grito me llega desde Cataluña, en mensaje de unas amigas catalanas; y no se refiere, como algunos podían pensar, al “problema Catalán”. Hablan del conjunto de su vida espiritual – intelectual, social y política. Es posible que tengan razón, pero yo les contesté con dos pregunta: “¿Vosotras pensáis que la soberbia del yo moderno está dispuesta a admitir guías intelectuales, como hace años parece que sí era posible? No pasará con los intelectuales como con los ‘maestros’ (de pensamiento, de arte, de escritura, de vida…) que ya no son posibles porque nadie, en uso de su ego autosuficiente, quiere ser, ya discípulo?

Y, ahora, en soledad, me hago yo la pregunta, por ésta y por muchas más razones, ¿es posible la existencia del intelectual hoy día?

2. No voy a definir la noción de intelectual, por estar tan manida que, en unos ambientes, es sinónimo de demoniaco, de pervertidor/propagandista de las verdades tradicionales y, en otros, se confunde con la de un político con cierto conocimiento (más o menos serio, más o menos veleidoso) de las cosas de la cultura) o de un estudioso más comprometido con el quehacer político que con la búsqueda de la verdad. Abundando en esta perversión de la palabra, algunos piensan que si ese compromiso no responde a sus ideas, ese ‘intelectual’ no es un verdadero intelectual. Tomo en consideración, sin intentar llegar al fondo de este último problema, el caso, en su día, de Alfonso Guerra, el intelectual de la pareja compuesta por él y por Felipe González y, en cierto modo, para muchos, el intelectual visible del PSOE.

3. Ahora bien, para no caer en equívocos respecto de lo que voy a argumentar, creo necesarias algunas consideraciones sobre esta palabra, con el fin de integrarla en el espacio conceptual del que nace.

Para mí, en un primer momento, el intelectual es aquel trabajador que lleva a cabo su trabajo social (todos llevamos a cabo un trabajo social), esencialmente, con la mente, es decir, con su intelecto. Como con el intelecto sólo se puede ‘pensar’ para comprender y explicar, el trabajo del intelectual consistiría en pensar las realidades del mundo (no olvidemos que pensar significa en latín pesar – ambas palabras tienen la misma etimología), es decir en pesar, en sopesar, en evaluar el peso de las realidades del mundo y de la vida (materiales y espirituales) y darles un acomodo (a veces una valoración – para eso se pesa) en el interior de una determinada visión del Mundo y de la Historia.

Un intelectual, pues, no es una persona que sabe cosas. El que sabe cosas puede ser, un sabio o un sabiondo, alias, un erudito, si hablamos fino. El erudito, acumula datos, pero no, necesariamente reflexiones. Hay que decir que, el saber datos no daña el ejercicio de sopesarlos (todo lo contrario), es decir no daña la labor primera del intelectual; en ocasiones puede ser una herramienta de gran ayuda. Y así podemos decir, que un erudito puede llegar a ser un intelectual (y pienso en Dante, en relación con su época) o no (y pienso en Petrarca: Petrarca, gran erudito, magnífico poeta, ¿llegó a ser un intelectual? Desde mi perspectiva, no. Si miro más hacia la modernidad, un gran novelista como J. P. Sartre, a la par que erudito, ocupó en Occidente el espacio del intelectual durante mucho tiempo (el pleno centro del siglo XX). Sin embargo, otro grandísimo novelista, Emile Zola, el primero en la lista de los intelectuales modernos (según la acepción que ha ido cogiendo esta palabra en la Modernidad), Zola estuvo muy lejos de ser un erudito. Es posible que, en nuestro siglo XX, la persona que mejor conjuga las dos cualidades sea Ortega y Gasset – erudito e intelectual (y dejo de lado su categoría filosófica).

Desde esta perspectiva, el instrumento básico del intelectual es la capacidad que tiene para establecer un juicio comparativo de aquellas realidades históricosociales ante las cuales se encuentra, con una voluntad de comprensión, clasificación y de valoración de las mismas. Voluntad de establecer un diálogo entre la teoría y la praxis sería, pues, lo que diferencia al intelectual moderno respecto del filósofo, instalado tradicionalmente en la teoría, como sistema, de los hechos y de las cosas.

4. El acto de pesar es siempre dual: no se puede pesar una cosa si no se compara con otra: el patrón kilo, el patrón metro, la métrica tradicional la doxa o pensamiento ortodoxo – dominante en el interior de una colectividad. El gran problema del intelectual es que en su ejercicio de pesa y de pensamiento, ninguno de los elementos sopesados ni puede ni debe referirse a un patrón establecido. Si no fuera así; si hubiera un patrón, eso quería decir que ya hay una valor establecido, que se pesa en el interior de una escala de valores que se ha fijado como valor seguro y que la valoración del elemento nuevo se hace desde una perspectiva. Esta, comparación, esta valoración ya fijada, implica, en su seguridad, la existencia de un poder que marcará la pesa, es decir, la valoración del objeto nuevo que se tiene que pesar, que se tiene que pensar.

Esta realidad ya fija impide la posible búsqueda de una realidad mutante, plural, no establecida que, se supone, es la realidad ‘real’, distante de la realidad fijada en un determinado sistema. Es esta calidad de pensamiento lo que diferencia el modo de pensar del intelectual respecto, por un lado, del filósofo y, por otro, del ideólogo. Y esta diferencia asienta ya un de los principios básicos de la miseria del intelectual (como pesador y evaluador, en la historia, de las realidades del mundo). Volveré sobre el tema.

5. Es posible que su grandeza se base en una utopía física: en el sentido más estricto del término: el intelectual pretende pesar en libertad, es decir, sin un patrón de referencia. ¿Es eso un imposible?

Desde cierta perspectiva sí. Sí, si al intelectual se le pide (tercer elemento de la posible definición del término en la Modernidad) que en este acto de pesar y de pensar la realidad tome partido por posturas sociales de grupos (naciones, partidos, etc. que defienden certezas o realidades políticas o sociales desde una determinada postura. Esta postura exigiría una fidelidad a un determinado sistema ideológico. Todo compromiso exige la aceptación de una cierta verdad respecto de un acto o de un tema; sólo en casos muy transparente el compromiso puede nacer de la consideración de datos considerados indiscutibles. ¿Es compatible esta aceptación, esta fidelidad con la libertad, con la movilidad de pensamiento que debe tener el intelectual puro, en situación de poder negarse incluso a si mismo la razón de lo que ha afirmado el día anterior si la disponibilidad de su pensamiento le obliga a ello?

Esta disponibilidad sitúa al intelectual, en su gesto de compromiso con la realidad, ante dos opciones de difícil solución: o asume un campo de ideas ya fijadas, las hace suyas y las defiende o, mirando de cara a la realidad, su pensamiento o su defensa de situaciones le obliga a cambiar de una visión a otra, pues no debe ser esclavo de ningún patrón. En la primera de las respuestas mucho me temo que el intelectual pierda su pureza y, en esta pérdida, su condición de intelectual para convertirse en, lo que ya se ha llamado, un ideólogo. En el segundo de los casos, la Modernidad se preguntará, ¿podemos llamar intelectual a un pensador que no se compromete con un sistema de valores al que ya debe dar una validez que, necesariamente, limita o anula su disponibilidad de pensamiento? Convertido en un pensador in capaz, entonces, de trazar un camino continuo, una dirección, un sentido… que cierta colectividad pueda seguir, nuevo Pulgarcito inoperante que se contenta con esparcir por el bosque miguitas de pan que los pájaros de su propio pensamiento se irán comiendo, a medida que avanza.

Esa miseria (su compromiso con una ideología) contrasta con la grandeza sin eco del intelectual que es capaz de situarse fuera de todo sistema ideológico. Desgraciadamente, en el uso diario de la palabra, la lengua se ha ido escorando hacia el intelectual impuro, aunque de este compromiso tenga que salir, según la expresión de JP Sartre, con “las manos sucias” – título de una de sus obras de teatro más comprometidas de este intelectual hoy en día postergado. Me gusta la expresión que usan los franceses para referirse a esos intelectuales que pretenden (que lo consigan es otra cosa) mantenerse por encima del partidismo, aunque sin abandonar un cierto compromiso con la realidad mutante: “les maîtres à penser”, (los ‘maestros’ que nos enseñan a pensar); expresión de difícil traducción al español.

6. Estas reflexiones explican y apoyan dos experiencias personales que narraba y analizaba el otro día a una persona que, a pesar de mi edad, me sigue escuchando y llamando ‘maestro’. Ponen de manera descarnada en evidencia la posibilidad/necesidad de desdecirse que debe tener el verdadero intelectual, si, en un momento dado, ve que se ha equivocado, o de guardar silencio táctico, si no tiene argumentos para explicar, de momento, esa equivocación; no para excusarse (que no debe excusarse, pues toda equivocación forma parte intrínseca del ‘ensayo’ sobre la verdad), sino para mostrar un camino nuevo, capaz de hacer ver a los que lo leen o escuchan que lo dicho anteriormente era erróneo o incompleto; que uno no puede instalarse en el interior de un sistema (aunque este sea literario/poético) a costa de ‘falsificar’ la realidad que nos fluye entre los dedos del pensamiento. Este desdecirse (poco tolerado en un intelectual comprometido con un sistema, que sería acusado de traidor) puede estar sustituido, en ocasiones, por un prudente silencio, aunque este silencio pueda ser interpretado como una prueba de ignorancia o de cobardía.

Voy a presentar y analizar estas dos situaciones/experiencias personales.
Alguno de vosotros sabéis que los estudios serios sobre la escritura autobiográfica ‘empiezan’ con el impresionante libro de Philippe Lejeune, Le pacte autobiographique, (1975) libro en el que el entonces joven hijo de ilustre catedrático de Letras Clásicas de la Sorbonne, nos explicaba, de manera clara y novedosa cuales era las circunstancias en las que un texto de apariencia autobiográfica podía ser considerado autobiográfico de verdad. En los textos autobiográficos o pertenecientes a lo que hemos llamado con posterioridad “el espacio autobiográfico”, en nuestro libro Autobiografía y modernidad literaria, aparece cierto número de circunstancias que concuerdan con los datos sacados de la biografía (real). Philippe Lejeune ‘exige’ un mínimo de concordancias entre ambos espacios para que se pueda decir que hay pacto autobiográfico, es decir, que podemos considerar ese texto como texto autobiográfico. Si no se da un número suficiente de coincidencias, podríamos hablar de “autoficción”, pero no de autobiografía.

Su teoría, exacta o no exacta, tiene un valor: su funcionalidad en los análisis literarios, pues no todas las concordancias son exactas (en tiempo, espacio y consecuencias), en muchas ocasiones, y las derivas que el lector encuentra deben ser ‘explicadas’, de cara a la construcción del texto y de su sentido. Si el número de concordancias fijadas por Lejeune, si la calidad de esas circunstancias es suficientemente reveladora como para que el pacto autobiográfico sea un termómetro que pueda fijar la naturaleza autobiográfica de un texto es algo discutible, como cualquier valoración en el campo de las Ciencias Humanas. Pero nadie puede dudar de que las teorías de Lejeune fueron asumidas en la comunidad universitaria como algo oficialmente serio y de obligado seguimiento – ¿incluso por su propio autor?

Pero lo que me interesa no está en el planteamiento, en sí, de Philippe Lejeune. Está en un gesto que se dio años después de la publicación del libro.

Allá, por 1983 organicé un congreso internacional, en Madrid, con el título de “Más allá del estructuralismo”. ‘Éramos ponentes en el mismo, Gilbert Durand, que abría el estructuralismo hacia la Sociocrítica apoyándose en la Mitocrítioca, Philippe Lejeune, que volvió sobre su tema, y yo que formulé por primera vez las bases de mi propuesta crítica el “Tematismo estructural”. Philippe Lejeune volvió… bueno, no volvió. Lo que hizo fue, al explicar la sustancia de su segundo libro, Moi est un autre (Yo es otro, 1980), desdecirse de muchos de los elementos que fundamentaban su primero libro. Como intelectual en evolución permanente, se había dado cuenta de fallos esenciales en su primera propuesta teórica y ahora los corregía, los perfilaba, mostraba la poca importancia que tenían algunos aspectos sobre los que había insistido en el primer intento de aprehensión de una realidad huidiza del yo; en cierto modo, invitaba a no hacer mucho caso a su primer libro.

Un catedrático ilustre que estaba sentado a mi izquierda durante la conferencia, al acabar ésta, montó en cólera acusándole (en privado) de habernos tenido engañados con las propuestas del primer libro y de ser un traidor a su propio pensamiento; “porque eso no se hace”, era su gran argumento.

Pocos años antes, en mi tercer curso como catedrático de universidad, decidí explicar al Zola profundo, el filosóficamente naturalista (y no el Zola socialmente asumido o denostado, el Zola descriptor de los bajos fondos de la sociedad y del alma). Elegí para hacerlo la maravillosa novela El pecado del padre Mouret.

Después de muy leída la obra y, al parecer, no suficientemente pensada, me planté en clase con mis fichas y mis esquemas y di una lección que algunos consideraría magistral. Ya, según iba desarrollando mi pensamiento en algún momento que otro, me di cuenta de que mi discurso fallaba levemente en alguna de sus articulaciones, aunque su todo fuera, visto desde el exterior (según los que me oyeron), de una coherencia, llamémosla, perfecta. Según volvía a casa empecé a darle vuelta a esos puntos para ver por qué fallaban. Por la tarde, Zola en mano, con mis esquemas encima de la mesa, repensé mi explicación ligada a la organización simbólica del relato (no a su organización narrativa de la anécdota contada). Lo que fallaba no era mi discurso en sí, sino la perspectiva desde la que había mirado el texto. A altas horas de la madrugada había rehecho mi lectura.

7. Este es el dilema del intelectual. Su grandeza y su miseria: ensuciarse en la política o estar siempre dispuesto a inmolar su discurso en aras de esa ida inexorable hacia una verdad escondida en la Historia – o en los textos..