PALABRAS CON HISTORIA | DERECHOS HUMANOS
Posted on: 23 junio, 2020 /
Palabras con Historia
Por: Marcos López Herrador
En el año 1550, ocurrió algo que jamás
había sucedido en la Historia y que nunca en el futuro volvería a repetirse y
es que el emperador Carlos V, el hombre más poderoso del mundo, estando en la
cumbre de su poder, tomó la decisión de suspender las conquistas en América
hasta tener la certidumbre de que obraba en justicia.
Nunca una potencia imperial se había planteado la
colonización y la conquista como un imperativo de orden moral.
Para analizar el asunto se reunió una junta en Valladolid, y
las discusiones adquirieron la mayor importancia, porque de la polémica
teológica y jurídica surgirá una idea nueva por completo e inédita, hasta ese
momento, que fue la concepción moderna de los derechos humanos. Aquellos
debates intelectuales fueron conocidos como la Controversia de Valladolid.
Lo que se planteaba era si España tenía derecho a conquistar
las Indias. No era un debate nuevo, pues desde el Descubrimiento hubo un
cuestionamiento permanente sobre la justicia de la Conquista de América.
Carece por completo de sentido que analicemos el asunto con
criterios del siglo XXI. Resulta imprescindible que tratemos de
situarnos en la mentalidad de los hombres del siglo XVI y estudiemos la cuestión en
base a los criterios comúnmente aceptados en la época, si pretendemos tener un
enfoque mínimamente riguroso.
Conviene tener presente que, a nadie hasta entonces, se le
había pasado por la cabeza que un pueblo conquistado pudiera tener derecho
alguno, y mucho menos que los individuos pertenecientes a pueblos no
cristianos, considerados salvajes y, por tanto, inferiores, pudiesen ser
considerados como seres humanos o que fuesen acreedores a ningún respeto.
A comienzos del siglo XVI, el derecho de conquista se basaba
en tres fuentes generalmente aceptadas y que nadie discutía: El Derecho Romano, para el que el descubrimiento y
ocupación de un territorio, usucapión, era título suficiente para
ejercer un pleno dominio con legitimidad; el Derecho Medieval, para el que los no cristianos
carecían de personalidad jurídica y, por tanto, no podían ser sujetos de
derecho; y el Derecho Pontificio, basado en considerar al Papa
como la principal autoridad para los cristianos y suprema jurisdicción en el
ámbito internacional, toda vez que la Santa Sede podía otorgar derecho de
conquista a un rey. Cuando España llega a América, lo hace con todos esos
títulos, por lo que no cabe sino concluir que la Conquista era estrictamente
legal.
El Papa había prescrito que los españoles debían evangelizar
y convertir a los infieles, conversión que los transformaba en sujetos de
derecho. Además, la reina Isabel, en vida, obligó, y en su testamento dejó escrito que
los indios deberían ser bien tratados, mandato que se fue incorporando a toda
normativa posterior como fue el caso de las Leyes de Indias. Se produjo
entonces una contradicción entre el imperativo de evangelización y la práctica
que se llevaba a cabo según los viejos principios de ocupación y dominio.
En 1511, en La Española, el fraile dominico, Antón de
Montesinos dirigió un sermón sin concesiones, ante las máximas autoridades y
personas más influyentes de la isla, en el que denunció las crueldades de la
conquista. La repercusión fue de tal grado que dio lugar a la redacción de las
Leyes de Burgos de 1512 que elevaron la protección de los indios. La polémica
no cesó durante años y se incrementó cuando el dominico Bartolomé de las Casas
alzó la voz en su defensa, que fue apoyada por el obispo de México, Juan de
Zumárraga, que puso en cuestión tanto la conversión de los indígenas como la
propia presencia española en América. Pero también se alzaron voces en sentido
contrario. El gran humanista Juan Ginés de Sepúlveda, dominico también y
consejero de Carlos I, basándose en la opinión de Aristóteles, defendió que los
pueblos de civilización superior tienen derecho a dominar y tutelar a los de
civilización inferior, siendo justo que los españoles dominen a los indios para
sacarlos de la idolatría y la antropofagia, mediante su evangelización, como
medio de liberarlos y elevar su forma de vida. Al emperador preocupó mucho esta
cuestión y se tomó tan en serio el problema que, de no resolverse, estaba por
abandonar las Indias. Es entonces cuando somete la cuestión a uno de los sabios
más reputados de Europa: Francisco de Vitoria.
Vitoria es una de las grandes figuras, uno de los más
grandes pensadores de nuestra historia, y el intelectual más influyente de su
tiempo. Tras cursar estudios de artes y teología en la Universidad de París,
obtuvo la cátedra de teología en la Universidad de Salamanca, que por entonces
era la cumbre de la cultura europea en el Renacimiento. Introdujo en Salamanca
la Suma teológica de Santo Tomás de Aquino, que desde allí se proyectó a
toda Europa. En torno a él se creó la llamada Escuela de Salamanca, que generó
una reflexión moral completamente nueva sobre la economía. Se convirtió en el
fundador del Derecho Internacional moderno al concebir el
mundo como una comunidad de pueblos organizada políticamente y basada en el
derecho natural. Es él quien asienta la idea del derecho de gentes como
antecedente del
concepto moderno de los derechos humanos. Esta
reflexión nace precisamente del examen que realiza sobre la conquista americana
y los derechos de los indios a requerimiento del emperador.
En respuesta a su señor, Francisco de Vitoria sostuvo que el
orden natural se basa en la circulación libre de personas, siendo justo que los
españoles hayan cruzado el mar. Ahora bien, los indios, lejos de ser seres
inferiores, poseen los mismos derechos que los demás hombres y son dueños de
sus vidas y de sus tierras. Los españoles tienen el derecho y el deber de evangelizarlos porque su conversión a la fe es derecho de
los indios, a los que se debe garantizar el conocimiento del Evangelio y su salvación.
Téngase en cuenta que este planteamiento no resulta una
obviedad, pues, en aquel tiempo, la forma de actuar consistía en
realizar un requerimiento por parte del conquistador, que, si no era atendido, daba lugar a la guerra, si los indios
se negaban a la conversión.
Vitoria sostiene que estos tienen derecho a entender lo que se
les plantea y debe respetarse lo que él llama “derecho de
comunicación”, sin el cual no se puede invocar la evangelización.
Sobre esta base, Vitoria informa a Carlos I de que los
españoles pueden actuar en las Indias, pero solo conforme a siete justos
títulos. Primer título: los mares son libres y los recursos naturales sin dueño
son comunes, pueden ser tomados y solo si los indios vetaran este derecho
sería justo hacerles la guerra. Segundo título: todos los cristianos tienen derecho
a propagar el Evangelio en los términos que el Papa establezca. Tercer título:
Si los jefes de los indios convertidos al cristianismo les obligan a volver a
la idolatría, entonces es justo hacerles la guerra. Cuarto título: si los
indios se han convertido y sus jefes siguen siendo infieles, es lícito poner en
su lugar a un jefe cristiano. Quinto título: los españoles pueden acudir en
defensa de las víctimas de gobiernos tiránicos y crueles. Sexto título: los
indios tienen que ser libres de aceptar la soberanía de España, y si lo hacen,
el dominio español es legítimo. Séptimo título: los españoles pueden ayudar y
socorrer a sus amigos y aliados indios en sus guerras contra otros indios
enemigos. Si la presencia española en América se planteara como una guerra de ocupación o una guerra de religión, entonces, sería injusta.
La conquista se moverá dentro de ese marco filosófico y
moral, de modo que influirá inmediatamente en las Leyes Nuevas de Barcelona de
1542, pero su aplicación resultará muy difícil, por lo que Carlos I decide
someter esta cuestión a una gran asamblea de sabios. Tan en serio se tomó este
asunto que el Consejo de Indias, el 3 de julio de 1549, ordenó detener la
conquista.
En agosto de 1550, se reúnen en Valladolid teólogos y
juristas que son los mejores espíritus del reino, tal y como quiso el
emperador. Allí estaban Domingo de Soto, teólogo en el concilio de Trento,
Bartolomé de Carranza, Melchor Cano, todos dominicos, también Pedro de la
Gasca, el primer pacificador del Perú, junto a los jurisconsultos del Consejo
de Indias, Bartolomé de las Casas, y Juan Ginés de Sepúlveda. Participaron
también Francisco Suarez y Luis Molina. Francisco de Vitoria había muerto, pero
muchos de sus argumentos estuvieron presentes.
Dos posiciones se manifestaron claramente desde el
principio: la de las Casas, favorable a los indios y la de Sepúlveda que
defendía el derecho imperial. De Las Casas dejaba ya entrever su fanatismo y
exageración de los hechos, lo que distorsionaba la realidad. Sepúlveda, era tenido por una de las más
aceradas mentes y lenguas de su generación, consejero de príncipes y papas, era
un típico humanista de su tiempo, un intelectual de primer nivel, no tan
fanático como Las Casas, y estaba sinceramente convencido de que la conquista
era justa.
Las reuniones duraron hasta 1551, dejando las cosas en lo
que podemos calificar como un empate, porque los teólogos se inclinaron hacia
la postura de Las Casas y los juristas apoyaron la postura de Sepúlveda. El
tribunal empató en la votación, así que no hubo una sentencia oficial, pero sí
se emitieron varios informes que influyeron decisivamente.
Para empezar, España no abandonó las Indias. Una vez más se
siguió la guía de Francisco de Vitoria que había dicho que una vez que se
habían convertido un gran número de indígenas al cristianismo, no era ni
conveniente ni lícito abandonar la administración de aquellas provincias.
Se mantuvo el dominio español tal y como proponía Sepúlveda,
pero se reconoció que los indios eran personas con derechos propios y se
suspendió la penetración en el continente hasta 1556, y se hizo siguiendo
instrucciones precisas de evitar daño a los indios, y ya no se habló de
conquista, sino de pacificación.
La trascendencia de la Controversia de Valladolid se
encuentra en el hecho de que por primera vez en la historia de la humanidad, reyes, teólogos y juristas se plantearon la cuestión de
los derechos fundamentales de los hombres, existentes por sí mismos antes y con
independencia de que estuvieran recogidos, o no,
por la ley positiva. Con ello, había nacido el concepto de derechos
humanos.
Sorprende la libertad de expresión con la que pudieron
manifestarse, a mediados del siglo XVI, cuantos actuaron en Valladolid, cuando
una libertad semejante no fue admitida en Gran Bretaña, hasta bien entrado el
siglo XIX, y tardó más en la Alemania gobernada por Bismarck.
La grandeza moral de todo el planteamiento y el grado de
civilización que deja entrever el solo hecho de someterlo a debate es difícil
de medir. Otras naciones genocidas, crueles y codiciosas han tenido la
desfachatez de acusarnos a nosotros de semejantes perversiones que, en la práctica, tanto cultivaron y de las que con
tanto éxito nos acusaron, pero lo cierto es que, por lo que se refiere a los
españoles, nuestro comportamiento en general, considerado en todos sus
aspectos, no puede decirse que fuera el propio de seres crueles y codiciosos,
guiados solo por un ciego ánimo de dominación sin escrúpulos y sin otro fin que
saquear la riqueza ajena. La Controversia de Valladolid es un ejemplo claro y
prueba de ello.
Merece la pena recordar que, en el ámbito del protestantismo, en ningún momento se
sintió interés, ni religioso, ni cultural por los indios. El concepto
calvinista de predestinación, por el que solo se salva un número de justos previamente
elegidos por Dios, impidió que siquiera se pensara en una incorporación en masa de los indios al cristianismo, y un racismo radical evitó cualquier mezcla de sangre.
Se hacen críticas normalmente infundadas a España, pero lo
cierto es que nadie encontrará en la legislación británica o en las actas de su
parlamento que se interese ni una sola vez sobre el trato debido a los
indígenas en los territorios que iban conquistando en Norteamérica.
España fue la primera nación moderna, capaz de desarrollar
sobre sí misma una autocrítica que es precisamente el rasgo más genuino de la
modernidad, protagonizando un avance revolucionario en el desarrollo de la
conciencia de la humanidad, basándose en principios morales y éticos que serían
recogidos por otros y acabarían iluminando el pensamiento de toda Europa.