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NO ESTOY PRESO

Por: Alberto Morate


No estoy encerrado, ni confinado, ni preso, ni detenido, ni quieto, ni parado… ni sin sentidos ni sin sentimientos; estoy contigo, estoy cada noche y cada mañana con los que hacen su trabajo, con los que sanan a los enfermos, con los que consuelan a los que pierden a un ser querido; estoy con los que, solos en sus casas, hablan consigo mismo, y combaten este desconcierto; estoy en el aire y en el viento, estoy en los poetas de todos los tiempos, y en los músicos y en los sueños. Estoy en los besos al aire, y en los abrazos al cielo. Estoy en los aplausos y en los silencios. Estoy libre de llantos aunque las lágrimas sean mi sustento; estoy aferrado al tiempo que vendrá, a los recuerdos, a los proyectos; estoy despierto, amanezco cada día con un deseo renovado, no estoy preso.

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PALABRAS CON HISTORIA | BISIESTO

Palabras con Historia

Por: Marcos López Herrador


Se llama bisiesto al año que tiene 366 días, en lugar de 365, cosa que suele ocurrir cada cuatro años.

Corría el año 49 a.C., cuando Cayo Julio César llegó a Egipto, donde pudo comprobar lo avanzados que estaban los egipcios en astronomía. Por entonces, el calendario romano estaba hecho un desastre, pues sus años eran de 355 días, correspondientes a 12 meses lunares, a los que el Sumo Pontífice añadía cada dos años un mes intercalar de unos 20 días, para recuperar el retraso sobre el año solar, pero durante las guerras civiles este ajuste no se hacía con lo que el retraso acumulado resultaba más que notable en relación con las estaciones.

César encargó a Sosígenes de Alejandría, filósofo, matemático y astrónomo, la elaboración de un calendario que solucionase el problema y que valiese para el futuro. Y, entre el 48 y el 46 a.C., el astrónomo entregó un calendario basado en el egipcio, pero adaptado a los meses romanos. En él los años tenían una duración de 365 días, y cada cuatro años se añadía un día más.

El nuevo calendario se aplicó por primera vez en el año 46 a.C. que fue conocido como “el año de la confusión” porque duró nada menos que 445 días, para hacer que volviera a coincidir con las estaciones naturales.
Todo esto nos explica qué es un año bisiesto, pero no nos dice por qué se llama así.

Para llegar a ello tenemos primero que conocer cómo era el calendario de los antiguos romanos y cómo contaban los días, cosa nada fácil de aclarar porque lo hacían de una forma que nada tiene que ver con la nuestra.

Para los romanos, en cada mes había tres hitos: las Calendas, Nonas e Idus hacia los que los días transcurrían. Para simplificar tomemos como ejemplo el mes de marzo: el día 1 eran las Calendas, el día 7 eran las Nonas, y el 15 eran los Idus.

Nosotros contamos los días del mes consecutivamente y en orden ascendente: el 1, el 2, el 3, etc. Sin embargo, los romanos contaban hacia atrás: Para identificar un día, lo que se contaban eran los días que faltaban para llegar al hito siguiente, contando el día en que se estaba y el día del hito. Así el día 3 de marzo era el quinto día ante Nonas de marzo, y el 26 de febrero era el cuarto día ante Calendas de marzo.

Pues bien, en los años bisiestos, tal y como se hace hoy, se incluía un día más en el mes de febrero, pero en lugar de situarse al final del mes, se incluía un segundo día 24 de febrero. Había por tanto un primer día 24 de febrero y un segundo día 24 de febrero, que tal y como ya hemos explicado la forma en que contaban los romanos, el primer día 24 era el sexto día ante Calendas de marzo, y el segundo era el “bisexto” día ante Calendas de marzo.

Con el tiempo resultó que ese “bisexto” día dio nombre al año que lo contenía. Y desde entonces a estos años se les llama bisiestos.

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SAPERE AUDE

LAS PALABRAS IMPOSIBLES

Por: Antonio Mata Huete


Para aquellos que van tener la suerte de no leer nunca esto.

«La ilustración es la salida del hombre de su minoría de edad. Él mismo es culpable de ella. La minoría de edad estriba en la incapacidad de servirse del propio entendimiento, sin la dirección de otro. Uno mismo es culpable de esta minoría de edad cuando la causa de ella no yace en un defecto del entendimiento, sino en la falta de decisión y ánimo para servirse con independencia de él, sin la conducción de otro. ¡Sapere aude! ¡Ten valor para servirte de tu propia razón! (…)» Emmanuel Kant

Siento hoy, ahora, un ansia infinita por romper mi existencia en mil pedazos y lanzarlos, uno a uno, recreándome en una pasión sádica, por la ventana del patio hacia la noche, vacía, que no ceja en su agobio, que no ceja en su empeño de retrotraerme a otro espacio-tiempo distinto, descolocado, atípico e intemporal como este instante de angustia.

Nada hay más sencillo y tragicómico que engullir ventanas y ventanas tras las que se esconden almas virtuales dedicadas al autosentimiento, al pesaroso entretenimiento de esculpir sus iniciales, sus marcas de clase, sus acrónicos y acrósticos anagramas ilegibles e ininterpretables, en los espacios vacíos que esperan sus diacríticas loas.

Todo es autocomplacencia. Todo es autosentimiento y autocompasión en un incesable goteo de mascaradas pseudoartísticas, panegíricos patéticos y tragicómicas sensaciones creativas en las que el plañiderismo barato y la filos de verdulería se entremezclan, se enlazan y se retuercen, se disfrazan, hasta embotar los sentidos, los ojos y las yemas de los dedos con un río, desbocado, de excrementico estercolero en el mercado de sueños.

Y tiembla mi pulso, llora, se enluta y se desangra esperando, a ritmo de cliclac, que se desvanezca el humo asfixiante y maloliente, para encontrar una bocanada de aire puro, limpio, que reconforte al alma destrozada desesperanzada, deslucida, desbocada, desdichada y des nuda.

A veces, a intervalos largos de infortunio, los labios enjugan una plegaria de ternura. A veces mueres ante el aroma inagotable de alguna flor que se estruja entre tanta podredumbre. A veces rezas, a veces gritas y suplicas que Atenea, diosa maldita de guerra, arrase con su carro de sangre y crueldad a tanto inoportuno creador de merendero. A veces ruegas que la muerte, con el filo de su guadaña, limpie el espacio de tanta ignominia, de tanta ofensa que abre las carnes de Afrodita y su belleza, que mancilla el vientre sensual de Venus y su erótica de la estética, los sueños de Apolo y las lágrimas de Calíope, Erató, Talía, Euterpe o Melpómene…

¡Qué tiempo tan inoportuno! Este cielo virtual tan hediondo me asfixia y me desangra, me rompe el tibio reflejo de los espejos y esparce en dos mi alma por los rincones. ¡Que tiempo tan despreciable! Parece que un dios esclavo se empeñase en construir un templo a la sordidez, un altar al todovale donde sacrificar las sensaciones, la pureza de los sentidos y la belleza. ¿Qué dios maldito y aberrante osa rasgar, arañar, lacerar, las espaldas de David? Buonarroti llora y se lamenta, mesa sus cabellos por las esquinas. Ghiberti clama ante las Puertas del Paraíso, grita su desconsuelo pidiendo a Dante que entierre a todos en sus infiernos, sin Beatriz, que acoja a los justos en el purgatorio y expulse a los ciegos del paraíso. Leonardo se mesa los cabellos tras los ojos de Gioconda. Nadie escapa de este funesto muladar de papanatas, ingenios de la mediocridad.

Escupo al aire mis estertores de ternura y corro a refugiarme junto al negro cielo de estrellas que destellan sensuales guiños a mi perdida erótica. Busco ojos, manos, pechos, labios, besos… Busco aire para respirarme y no morirme ni asfixiarme. Navego ciego en sus profundidades y estallo en gritos de colores. Luego, siento un ansia infinita por romper mi existencia en mil pedazos y lanzarlos, masoquista, a la nada… o al negro brillo de unos ojos que no soy capaz de ver. Sólo de sentir.

Y me creo muerto. Requiescat in pace. Para siempre. Per saecula saeculorum. Así sea. Amen.

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POR EL PLACER DE ESCRIBIR

Por: Sergio García Moñibas


Nos hicieron creer que no estábamos hechos para este mundo, que solo los cerebros orientados a la ciencia tendrían un hueco en el feroz mercado laboral. Nos hicieron creer que sus métodos educativos, esos que consistían en obligarnos a aprender los nombres de todos los autores del Siglo de Oro y sus obras (pero sin leer ninguna, o muy pocas) y en desmenuzar frases sin sentido como carniceros morfosintácticos nos libraría del tedio de un sistema educativo finalista. ¿De qué sirven las palabras, las Humanidades, si el futuro va a ser regido por robots, drones y ordenadores?

Muchos pasamos por la escuela sin pena ni gloria. A algunos nos encantaba leer y escribir. Sobre todo escribir. Nuestra cabeza era incapaz de memorizar cifras, fórmulas, e incluso éramos unos completos ineptos a la hora de realizar esos análisis morfosintácticos del demonio. Pero seguíamos escribiendo mejor que el resto de compañeros. No confundíamos la ‘v’ con la ‘b’; sabíamos dónde colocar las tildes; respetábamos, como si hubíesemos firmado un pacto con la RAE, esa norma de no separar sujeto y predicado con una coma, y utilizábamos la coma elíptica antes incluso de saber que se llamaba coma elíptica.

Algunos publicamos cuentos en el periódico del colegio a una edad muy temprana. Nadie nos enseñó a escribir, aún éramos jóvenes para comprender eso de inicio, nudo y desenlace. Pero teníamos algo ahí dentro, una sensibilidad especial, un gusto por las historias de los otros, un esquema mental distinto, una infancia a la luz del aburrimiento y unos veranos fríos, sin amigos, en el pueblo, donde afortunadamente aún no llegaba Internet y sus distracciones.

Algunos escribíamos historias porque sí. Las escribíamos, las leíamos mil veces y las tirábamos a la basura. Porque nos avergonzábamos, porque nos quemaba su presencia y porque la historia, en realidad, debía quedar en la más estricta intimidad, encerrada dentro de nosoros mismos, lejos de los ojos de los curiosos. Eso pensábamos entonces, cuando nos daba miedo abrirnos en canal y verter sobre la hoja unas gotas de nuestro interior.

Algunos crecimos así. Sabíamos hacer algo, pero era inútil. ¿Escribir? A quién le importa eso. No te ibas a ganar la vida así. En la escuela nunca nos animaron a profundizar en la escritura. Si no cometías faltas de ortografía y sabías estructurar bien un mensaje, enhorabuena por ti, los dictados te serían más sencillos de realizar, pero nada más.

Afortunadamente, algunos tenemos una familia, unos padres, que algo se olían. Apostaron por empujarnos hacia una carrera de letras. Acabamos periodismo, otros comunicación audiovisual, algunos hicieron cortos, otros escribieron versos, comenzaron a escribir sus libros, etc. Con las letras lo pasábamos bien. Al fin servía de algo no haber servido de nada en la escuela. Nos servía para llenarnos, para inundar un vacío, para satisfacer unas necesidades que van más allá de lo material.

Ahora, años después, el folio sigue siendo nuestro amigo. Ahí nos confesamos, nos perdonamos. En ese abismo en blanco nos colgamos cuando todo lo que hay fuera nos asfixia. Entre unos márgenes tallamos lo que nos duele, lo que añoramos, lo que no sabemos expresar de otra manera. No nos sirvió de nada. Nadie vio lo que éramos capaces de hacer con un lápiz y un papel. Los nombres de los que escribimos solo para nosotros pasarán desapercibidos entre los otros, como una lágrima en un funeral. Pero seguiremos haciéndolo, porque es lo que nos queda, nos gusta y lo que debemos hacer.

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¡METE LA CHORRA, GUARRO!

La última sección

Por: Hilario Martínez Nebreda


Y es que en Madrid, perdido el pudor, apenas queda la mínima decencia o dignidad de respetar el candor de una muchacha, la inocencia de un niño o cuidar la belleza del arte urbano que hemos legado de nuestros antepasados. Pues Madrid, a pesar de todo y desde antaño, es para contemplación y alegría de sus vecinos una ciudad de puertas y de fuentes.

Desde que Felipe II, en el S.XVI, decidiera convertir la villa de Madrid en Capital y Corte del imperio fue creciendo al ritmo de sus fuentes o sus fuentes al ritmo de Madrid. En ellas y sus caños se abastecían mujeres y aguadores y bebían niños y mayores. A ellas se acercaban aquellos castizos señores del agua, que en un tiempo era un oficio y nobleza popular. De este modo, el simple menester daba origen a un sencillo elemento de construcción urbana que no iba mucho más allá de lo práctico, es decir, se ceñía a su justa funcionalidad: servir el agua.

Sin embargo, pronto con los grandes arquitectos del barroco empezaron a cobrar un diseño decorativo que en el S.XVIII, con Carlos III, van a recibir una orientación propiamente ornamental. Y es, sobre todo, en el S. XIX y XX, cuando las fuentes se convierten en memoria, se alzan con luz y movimiento para ser testimonio de la historia y la vida de vecinos del oso y el madroño. Así, las fuentes han ido pasando a ser un objeto de contemplación estética, sujeto educador y delicado de la sensibilidad del hombre urbano, por su cualidad de obra de arte.

Ayer en mi paseo, iba recreando y recreándome en estas fuentes, cuando no pude menos de volver a gritar: “¡mete la chorra, guarro!”… porque allí, un desvergonzado, chorra al aire, encaramado en lo alto, aspergía la piedra de granito de una fuente con su orina oscura, seguramente de alcohol. Y quien sabe si no objetaba en su interior que cumplía decorosa suplencia en estas fuentes secas y mugrientas, sin aliento del agua que reclaman algo más que interés por la decencia a concejales y alcalde de Ayuntamiento. No en vano advertía un sabio urbanista griego a las autoridades de su ciudad: «ocúpense no tanto en levantar primorosas techumbres en las casas cuanto en edificar el espíritu de sus conciudadanos» Como ofendido amenazó con su mirada y salí del lugar con un solo pensamiento: “algo grave, mucho más grave que una crisis económica nos está desahuciando” pero a todos, en este caso con justicia por nuestro desafuero…, del suelo que pisamos, lejos ya de ser patria (lugar de los padres) o ciudad (lugar de ciudadanos) o un hogar (lugar donde habitamos). En mi pueblo, se decía no “tires piedras a tu propio tejado”… Por eso, quizás, hundido el tejado se hunden las paredes.