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MIGUEL MIHURA Y LA CODORNIZ

Por: Tomás Sánchez Rubio


El cementerio de Polloe está situado en la parte más alta del barrio de Eguía de San Sebastián. Allí, junto a la escritora Clara Campoamor, el pintor Ignacio Zuloaga, o la realizadora de televisión Lolo Rico, está enterrado Miguel Mihura Santos (1905-1977). Este periodista y autor polifacético, a pesar de haber nacido y fallecido en Madrid, tenía en este camposanto su panteón familiar. Resulta que el progenitor, Miguel Mihura Álvarez, quien era natural de Medina Sidonia, en Cádiz, destacado empresario teatral, director artístico y actor, llegó a San Sebastián para actuar en el Teatro Victoria Eugenia en julio de 1925, como parte de la gira veraniega de su compañía, junto a Aurora Redondo y Valeriano León como actores principales. El día 11 de ese mes, al no presentarse a los ensayos, su representante fue al hostal «La Urbana» comprobando que la muerte había sorprendido a Miguel escribiendo. Tan sólo contaba cuarenta y siete años de edad. Al día siguiente fue enterrado en Polloe con asistencia de su mujer e hijos, llegados de Madrid, así como todos los miembros de la compañía y amigos.

Teniendo en cuenta el antecedente familiar, no resultan sorprendentes los pasos que seguiría el hijo, Miguel Mihura Santos, quien con tan solo diecinueve años se inició en la actividad literaria colaborando en publicaciones de carácter humorístico. El chico creció en el ambiente escénico del que pronto conoció todos sus entresijos, máxime cuando en 1921 comenzara a trabajar como contable en el Teatro Rey Alfonso, anteriormente Salón Madrid. Es entonces cuando empezó a frecuentar los cafés por donde se movía el mundillo artístico, entablando amistad, entre otros, con Carlos Arniches, o Pedro Muñoz Seca. En 1925 colaboraba en diversas revistas de humor como dibujante y articulista, y en 1932 escribe su obra maestra, Tres sombreros de copa, comedia transgresora con el panorama teatral cómico del momento, siendo minusvalorada por los empresarios de la escena. Efectivamente, no se estrenaría hasta 1952, recibiendo entonces, precisamente por ella, el Premio Nacional de Teatro, galardón creado por El Consejo Superior de Teatro seis años antes.

Quisiera señalar, en referencia a Tres sombreros de copa, el placer que me reporta su lectura —más bien “relecturas”— aún a día de hoy, con su carga de tristeza pero a la vez divertida y absurda; con su crudo realismo y la lúcida intemporalidad de sus símbolos. Precisamente no hace mucho tuve la oportunidad de ver una versión que no conocía, gracias al Archivo de RTVE, en cuyo segundo canal se había estrenado el 6 de noviembre de 1969 dentro del espacio Teatro de siempre. Estaba dirigida por el polifacético Luis Calvo Teixeira, y protagonizada por Manuel Galiana, como Dionisio, María José Alfonso encarnando a Paula, y Mariano Ozores, en el papel del entrañable, y a veces irritante, Don Rosario, dueño de la pensión.

Las siguientes obras se amoldarían más al gusto de la época, si bien no abandonando nunca su característico tono sagaz e irónico, así como su tendencia a la sátira, teñida de surrealismo, sobre hábitos y costumbres. En los años cincuenta escribió exitosas piezas teatrales como Mi adorado Juan o Maribel y la extraña familia, obras con las que volvió a recibir el Premio Nacional de Teatro. Asimismo daría en esa década sus primeros pasos en el mundo del cine colaborando en el guion de Bienvenido Mister Marshall (1953), de Luis García Berlanga. Participó junto a su hermano Jerónimo, crítico cinematográfico y director de doblaje, en diversos proyectos para la gran pantalla. Durante los años sesenta, verían la luz nuevas obras teatrales de reconocido mérito como La bella Dorotea o Ninette y un señor de Murcia. En 1976 fue nombrado miembro de la Real Academia de la Lengua, donde hubiera ocupado el sillón K, si la muerte no lo hubiera sorprendido mientras preparaba el discurso para su ingreso. Era el 28 de octubre de 1977.

En su faceta de director de publicaciones periódicas, debemos recordar que durante la Guerra Civil se le nombró director de La Ametralladora. Esta revista había nacido originalmente en enero de 1937 con el nombre de La Trinchera, un periódico de guerra, enfocado teóricamente a los soldados como una revista de combate, publicado por la Delegación de Prensa y Propaganda de Salamanca. A partir del número 3 cambió su nombre por el antes citado de La Ametralladora, y desde entonces se editó en diferentes ciudades —Valladolid, Salamanca, Bilbao— hasta pasar a hacerlo definitivamente en San Sebastián, como revista semanal dedicada al humor gráfico y a la sátira. Mihura la transformó en una publicación humorística. En poco tiempo, la revista alcanzó un gran éxito entre el público de la zona sublevada —en gran parte, por su calidad técnica, buen papel e impresión en cuatro colores— y para octubre de 1938 tenía una tirada de 85.000 ejemplares. Publicó su último número al final de la contienda, el 1 de abril de 1939. Entre sus principales colaboradores destacaron Edgar Neville, Álvaro de Laiglesia, Carlos Bech o Tono —seudónimo del dibujante jiennense Antonio Lara de Gavilán—. La Ametralladora todavía volvería a aparecer un año después como una sección humorística, mucho más reducida respecto a su época anterior, dentro del semanario de carácter cultural Tajo, editado en Madrid por Cisneros, publicándose en este formato hasta mediado el año 1941. Tras su desaparición, Miguel Mihura crea la famosa revista satírica La Codorniz, publicación que recogió a buena parte de los antiguos colaboradores de aquella. Mihura será su director hasta 1944, momento en que delega su cargo en Álvaro de Laiglesia, al que conoció en San Sebastián mientras dirigía La Ametralladora.

El domingo 8 de junio de 1941 aparecería, pues, en los quioscos por primera vez una revista diferente, con un peculiar sentido del humor. Acudiría a su cita semanal de manera prácticamente ininterrumpida hasta 1978. Uno de los amigos de Mihura y colaborador estrecho en la publicación, Enrique Jardiel Poncela, había estrenado precisamente en abril de aquel 1941 Los ladrones somos gente honrada en el Teatro de la Comedia de Madrid. Había pasado un año justo de su anterior éxito en el mismo escenario: Eloísa está debajo del almendro.

La Codorniz era publicada por la editorial Rivadeneyra. El papel era de baja calidad debido a las carencias que había en la España de aquellos años. No obstante, se realizaba una edición verdaderamente vanguardista para la época. Se editaba en dos colores, rojo y negro, y sus portadas, generalmente de Tono, Herreros o del mismo Mihura, son hoy antológicas. En cuanto a los posteriores directores de la revista, tras Mihura y Álvaro de Laiglesia vendrían Manuel Summers y Carlos Luis Álvarez Álvarez, más conocido como Cándido.

Cabe destacar la etapa de Álvaro de Laiglesia, que dirigió la publicación durante tres décadas, pasando su tirada de los 35.000 ejemplares semanales a los 200.000. La crítica a las costumbres y sobre todo a la burocracia del Régimen tuvieron bastante que ver. Hay que señalar, a este respecto, que «la revista más audaz, para el lector más inteligente», como rezaba en la portada, tuvo varios problemas con la censura durante los años de la Dictadura del general Franco —en especial en virtud del Artículo 2º de la Ley de Prensa de 1966, que establecía las causas para limitar la libertad de expresión—, padeciendo numerosas multas, apercibimientos e incluso dos suspensiones de edición: en 1973 y 1975. Por sus páginas pasaron casi todos los historietistas más importantes de esos años y de los posteriores: Tono, Mena, Abelenda, Mingote, Chumy Chúmez, Forges, Madrigal, Máximo, Gila o Rafael Azcona, entre otros. Su humor, absurdo, surrealista, crítico, sobrevivió a una dura posguerra y lo hizo con solvencia. La popularidad de los anteriores dibujantes, y el éxito de los escritos salidos de plumas como la de Edgar Neville, Enrique Herreros o López Rubio (miembros, por otra parte, de la llamada “la otra Generación del 27”) demostraron que el espíritu de la vanguardia anterior a la cruel contienda seguía siendo clave de éxito, con un humor agudo, ocurrente, “atrevido”, pero no mordaz ni chabacano. En efecto, el mismo Antonio Mingote reconoció, en alguna ocasión, el débito de la revista a creadores como Ramón Gómez de la Serna, Wenceslao Fernández Flórez, Julio Camba  o el propio Jardiel Poncela.

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TRINCA, ALGO MÁS QUE UNA REVISTA JUVENIL

Por: Tomás Sánchez Rubio


El domingo 1 de noviembre de 1970, con una tirada de setenta mil ejemplares y cincuenta y dos páginas a todo color, aparecía en los quioscos de todo el país la revista Trinca. Su periodicidad sería quincenal y el precio, 25 pesetas.

Trinca nacía en el seno de la editorial madrileña Doncel, creada por la Delegación Nacional de la Juventud de Jesús López-Cancio, en el año 1959. Al frente de la casa se encontraba Jaime Suárez Álvarez. Desde su nacimiento, Doncel había llevado a cabo una prolífica labor de publicación: aparte de los renovados libros de texto “oficiales” —no podía ser de otra manera— para la asignatura de Formación del Espíritu Nacional, se destacó por la edición no solo de narrativa, teatro y poesía, sino también de estudios sobre la literatura juvenil, como El arte de la historieta, de Juan Antonio de Laiglesia; o La prensa infantil en España, del dominico Jesús María Vázquez. De enorme éxito en la época resultó su colección La ballena alegre. Con el tiempo Doncel consolidaría  su presencia en el mercado exterior —con una participación destacada en ferias y exposiciones internacionales—, principalmente iberoamericano.

La revista conoció tres directores durante su singladura de otros tantos años en el panorama gráfico español:Isidoro V. Carvajal Baños, Alfonso Lindo Rodríguez y el periodista de prensa y radio Antonio Casado Alonso. Parece ser que la idea de crear  Trinca partió de los gerentes de Doncel Carlos González Vélez y Juan Van-Halen Acedo, poeta y académico. Se reconocía como su modelo la publicación francesa Pilote, revista de historietas fundada por René Goscinny en octubre de 1959. Corría la edición de esta a cargo de la casa Dargaud, fundada en 1936 e introductora en el país vecino de la serie belga Les aventures de Tintin et Milou. De aparición semanal en su origen y mensual a partir de 1974, Pilote dejaría de publicarse en 1989. Allí verían la luz por primera vez los ya clásicos Astérix, El teniente Blueberry, Lucky Luke o el “agente espaciotemporal” Valérian. Por mi parte, querría aprovechar para recordar, con sincera emoción, el trabajo, dentro y fuera de Pilote, de la historietista de dilatada y reconocida trayectoria Claire Bretecher —fallecida justamente en febrero del pasado año—,  cofundadora de L´Écho des savanes; pionera del cómic de carácter crítico y social, su serie “Les frustrés” se publicaría en España en las páginas de la revista Totem durante 1977.

Sea como fuere, es preciso señalar que la revista Trinca ofrecía un nuevo estilo de prensa juvenil no conocido en nuestro país hasta entonces. Si buscamos en el Diccionario de la Real Academia (DRAE) el significado del término “trinca”, encontramos como tercera acepción: “grupo o pandilla reducida de amigos”. Sin duda, esta palabra hacía referencia a los protagonistas de una serie que aparecía en la página 4 del primer número: las divertidas aventuras de varios amigos y amigas adolescentes, obra del dibujante José García Pizarro y con guion de Antonio Arias, conocidos ambos por haber trabajado juntos en las populares Aventuras del FBI. Sin embargo, ese nombre pudiera también hacer alusión a esa concepción más  desenfadada, no sé si “más libre”, de las relaciones entre los jóvenes a finales de los 60 y principios de los 70: empezaba a pasar la época de exaltación de la camaradería entre la juventud española, fruto del perpetuo recuerdo de una guerra civil desconocida para los menores de treinta años. Se hacía precisa una renovación en el lenguaje y en las formas de expresión y de creación. Trinca, indiscutiblemente, debe considerarse hija de su época: vinculada a una editorial católica y afín al gobierno, nació en la última etapa de la dictadura, en una fase de intento de modernización del Régimen en busca de su inserción en  esa  Europa descolonizadora, del Mercado Común y principios liberales, a quien miraba con desconfianza pero con anhelo a la vez. Por tanto —o sin embargo—, Trinca se convirtió en una puerta abierta, no solamente a nuevas inquietudes sociales, sino también  a una creatividad que tanteaba nuevos caminos. Unía a profesionales de la historieta de diferentes escuelas y diverso recorrido: unos comenzaban entonces; otros gozaban ya de una dilatada carrera en el mundo gráfico. Así ocurría, por ejemplo, con el pintor e historietista Antonio Hernández Palacios (1921-2000), anteriormente dedicado al mundo de la publicidad, creador de las aventuras del personaje de la portada del primer número de la revista: Manos Kelly, magistral obra de madurez, que, en palabras del investigador y crítico Javier Coma, “se elevaría por encima de otros westerns de su tiempo gracias a un riguroso esfuerzo de documentación y a su valor poético”. Junto a él, nos encontramos a un joven Miguel Calatayud (n. 1942), con un estilo rompedor y personalísimo por su elegancia y exhuberancia cromática, que realizaría las populares series Peter Petrake o Los doce trabajos de Hércules. En mi memoria se encuentra el número extra de Navidad de 1972, donde Calatayud hizo que me acercara, quizá por vez primera, al universo de Edgar Allan Poe con su magistral versión ilustrada de La máscara de la muerte roja.

La singular pareja artística Ventura & Nieto —Enrique Ventura (1946), dibujante; Miguel Ángel Nieto (1947-1995), guionista— conocieron muy pronto el éxito en Trinca; primero con una serie de parodias en blanco y negro (¡Es que van como locos!), y luego con una inacabable historia surrealista y caótica (Maremagnum), donde Groucho Marx se codeaba con John Wayne, el Príncipe Valiente o Flash Gordon. Posteriormente a esta etapa, trabajarían para las revistas satíricas El Papus o El jueves.

Entre el magnífico elenco de artistas que trabajaron en la revista, merece mención especial el veterano dibujante Adolfo Buylla (1927-1998), creador del “explorador galáctico” Yago Veloz, que se inicia en el número 23 hasta la casi desaparición de Trinca,  en el número 62. Adolfo Álvarez-Buylla Aguelo fue hijo de un diplomático asturiano represaliado y residió varios años en Colombia y México. Tras su regreso a España en 1948, triunfó en los años 50 con el popular héroe futurista Diego Valor, inspirado en la serie inglesa Dan Dare, primero en colaboración con Bayo y más tarde en solitario. Asimismo, trabajó para Bruguera en El Capitán Trueno. Con Yago Veloz, Buylla no solo parodiará el nombre de Diego Valor, sino que construirá una caricatura del prototipo del aventurero “sideral” por excelencia, Flash Gordon. Artista con proyección internacional, posteriormente trabajó sobre todo para los mercados estadounidense y británico.

Una de las obras más notables del siempre admirable Oscar Wilde es El fantasma de Canterville, y fue Juan Arranz (n.1932) el historietista cuya adaptación en las páginas de la revista me hizo conocer el relato del genio irlandés. A partir del año 1970 no solo publicó esta versión ilustrada en Trinca, sino también las de El libro de la selva, de Rudyard Kipling, y Robinson Crusoe, de Daniel Defoe. Arranz había iniciado su carrera en la agencia Selecciones Ilustradas hacia 1955. Antes y después de Trinca trabajó en Francia con publicaciones célebres como Quatre-Vingt-Seize. En el número 8, publicado en febrero de 1971, otro “grande” del panorama gráfico nacional, Carlos Giménez (n. 1941), artista precoz, tradicionalmente adscrito al conocido como Grupo de La Floresta,  rendiría homenaje al escritor sevillano Gustavo Adolfo Bécquer con una versión ilustrada de “El Miserere”, original, intensa y de impecable factura.

Otros personajes y series entrañables serían, entre muchos otros, “Los guerrilleros” de Bernet Toledano, o los aguerridos luchadores intemporales “Haxtur” (Víctor de la Fuente) o “Kronan” (Jaime Brocal)

Cabe destacar en Trinca, desde sus orígenes, una enorme variedad de secciones y contenidos, así como un alto nivel de “interacción” con sus lectores. Junto a reseñas cinematográficas —la primera dedicada a Hello Dolly, ganadora de tres óscars en 1969—, se daban cita concursos, tests —“¿Sabes dominarte?…”—, reportajes sobre cuestiones de actualidad —“El accidente de Steve McQueen…”— y sobre temas históricos; coleccionables, páginas dedicadas a la música —“Diez que sí y diez que no”—  y al arte de todos los tiempos, así como pasatiempos o entrevistas. Ante el nuevo curso escolar, en el primer número se detallaba “el nuevo plan de estudios”, reforma planteada por el Ministerio de Educación y Ciencia del XII Gobierno de Franco, encabezado por José Luis Villar Palasí, y que establecía la enseñanza obligatoria hasta los catorce años, con una Educación General Básica estructurada en dos etapas, un Bachillerato Unificado Polivalente de tres años, y un Curso de Orientación Universitaria… Acompañaban al citado reportaje las palabras de José María Otero Navascués, militar y físico especializado en óptica, presidente de la Junta de Energía Nuclear desde 1958; Gerardo Diego, reconocido poeta perteneciente a la Generación del 27, y un joven Tomás Marco Aragón, compositor y ensayista, que había sido Premio Nacional de Música en 1969. Los tres hablaban de sus años como estudiantes, de su vocación y de la carrera emprendida para alcanzar los objetivos marcados.

El último número de Trinca, el 65,tenía fecha del 1 de julio de 1973, domingo —como siempre—. Tras haber ganado el Aro de Oro en 1972 y 1973 a la mejor revista juvenil, seguía costando 25 pesetas. Su portada estaba dedicada a la conquista del espacio… Quizá fuera algún tipo de metáfora.