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NOCHE, DE ALEJANDRO SAWA. ANDAR PORQUE SÍ

Por: Rubén Chimeno Fernández


I

Alejandro Sawa no es el mejor escritor ni puede dar mucho lustre a quien viene a ocuparse de él. Suele moverse su imagen entre el desconocimiento y la mitificación, entre mistificación y mortificación.

Mitificadores-mistificantes son los que han hecho de él un maldito genial, quintaesencia del hombre sacrificado por obra y desgracia del entorno, de las vilezas, las conjuras y las inquinas… sociales, que no falte el adjetivo. Porque, a continuación, hay que llenarse la boca con el rechazo de una maléfica sociedad (y a ti te encontré en la calle) al hombre concreto y, por extensión, a toda lucidez y distingo. Estos son los que lo perfilan como amenaza del orden, ante el que el monstruo colectivo se vuelve y aniquila, consciente al unísono por la suma de muchas conciencitas malvaditas individuales. Ojalá Sawa hubiese podido tanto o casi tanto como lo que le suponen los de este palo.

Mortificadores son los que, ahogados por el papanatismo, hacen del monstruo colectivo sociedad un cúmulo de molicie, de cortedad, de estreñimiento (suma de los estreñimientos individuales de quienes lo componen). El sujeto sociedad es un sujeto amorfo que no sabe por dónde le vienen y que, por mucho que el genio ilumine desde la sombra, no acierta a ver luz ni saber siquiera lo que la luz es. Estos mortificadores, pues, hacen de Sawa el mismo genio que los otros, pero angelical y filántropo, más grande y más bueno que las propias causas que defiende. A este clavo se agarran los Maxestrellistas, que juegan a ser ellos mismos Valle-Inclanes irredentos.

¿Qué fue Sawa? No lo sé. Pero supongo que no más ángel o demonio que Pepe o Juan. Un Pepe o Juan o Alejandro a los que se les van las ganas de vivir en cada línea que escriben, desesperados, llenos de amor a la vida y con las grandezas y miserias de echar el bofe en cada arrancada de inspiración. Y llegan estos más alto que casi todos los demás, pero bajan también más rápido o mueren, directamente, porque pierden el aliento ciegos de entusiasmo. La impresión que dejan es la de perseguir un puñado de verdades, como cualquiera de nosotros, pero, a diferencia de muchos, que dudamos y vamos a trompicones, están seguros de tanto en tanto de haber hallado esa verdad y morirán, como
digo, por dejarla escrita como un desgarro (seguramente, el mismo que se procuraron ellos al inmolarse por nosotros). En eso, estamos en deuda con los Sawas. Que la verdad hallada o iluminada nos sirva es ya más dudoso.

Toda esa urgencia la lleva Sawa a Noche, que huele a redacción vivida in extremis, de último acto de servicio, de la que se saldrá sin fuerzas para escribir una letra más o desayunarse a la mañana siguiente. Y el entusiasmo se comparte en tanto se está leyendo la historia de todos esos desgraciados que se consumen de hora en hora por las calles sucias de Madrid y, sobre todo, en esos interiores hechos a medida de las angosturas de sus almas.

Hay maravillas al alcance de muy pocos (por supuesto, Valle no sería capaz de ser tanto en tan pocas palabras como lo es Sawa en los momentos más altos, porque Valle ahoga muchas veces al lector con su prosa tricotada y rumiada, que se tiene que tragar en varios pasos y nunca de verdad del todo, porque se nos vuelve a la boca cargada de ácidos; Sawa se asfixia él por darse todo, por no dejarse nada para sí, por querer correr una maratón al ritmo de velocista, convencido de que esta vez sí puede):

“Había vuelto el mal tiempo, los días frigidísimos del mes de diciembre. Se manifestaba el cielo como una injuria permanente contra la humanidad y eso hasta el punto de que solo dejaba de llover cuando a los lagrimones como garbanzos con que la lluvia azotaba la ciudad sustituía la nieve, unos copos de nieve anchos como cuartillas de papel blanco que dejaran caer desde una gran altura […]. Hacía muy poco que había concluido la brega laboriosa del amanecer. Fue una lucha prolongada, en la que parecía que todas las ventajas estaban de parte de la noche, que no iba a amanecer nunca.

Por fin, a las siete de la mañana, contra la prescripción formal de los calendarios, que señalaban para una hora antes la aparición del sol en el horizonte, se hizo la luz diurna por completo. Y ya desde entonces no fue posible negar que fuera de día, cuando menos. En Londres mismo, se hubiera cubierto de ridículo aquel sol que simulaba alumbrar Madrid, como quien cumple un deber penoso y se fastidia por consiguiente, y solo se preocupa de salir al paso. Un sol cochino, al que maldito lo que tenían que agradecer las vegetaciones ni los hombres”.

Hay que agradecerle a Sawa el gesto en todo lo que vale, que es mucho, por más que se nos muera a mitad de carrera y, para más daño, sepamos que se va a morir. Pero la escritura de Sawa muere sin muecas, que es lo máximo que se le puede pedir al suicida.

“Hay más dignidad, seguramente, en esos animales que se ocultan para morir que en los últimos instantes de la vida humana, pringosos de lágrimas, estruendosos de sollozos, misérrimamente teatrales de consiguiente, como cuando hace explosión la catástrofe en las farsas de los escenarios”

A pesar de la intrepidez, entre zancada y zancada, también se flaquea en Noche:

“No vale esta miserable existencia nuestra las sofocaciones que nos tomamos por ella”.

II

En la carrera de fondo agónica de Noche, como por ensalmo o por sabiduría sobrevenida, no se nos ha muerto y ha cogido Sawa un tran tran inesperado después de la galopada. Ha encontrado su ritmo. Se notan algunos pasos de transición hacia la comodidad en descripciones a caballo entre el expresionismo de páginas anteriores y el equilibrio:

“Poseía aquel mozalbete de vienticuatro años cuanto es preciso para estar bien avenido con la limtada humanidad de que se forma parte: sistema dentario completo, en buen estado de conservación; estómago poderoso, bien abastecido de cuantos jugos gástricos son precisos para digerir piedras; aparato nervioso, casi nulo, solo el suficiente para recoger y transmitir sensaciones; buena sangre y abundante, rica en glóbulos rojos. Y un enorme vacío moral en la cabeza.

Era la bestia humana en toda su desfachatez. Carne, músculos, huesos. Ni por casualidad, la alborada, la anunciación tímida del espíritu. Materia y
materia y materia. Materia, bueno, pensante. Aquel animal tenía ideas religiosas, idea de la familia, idea de la propiedad, casi concepto del prójimo, conciencia completa de yo, que, en su boca y en las lobregueces de su inteligencia, resultaba un yo enorme. Pero no la materia sublimada de los organismos superiores.

Un hombre como otro cualquiera, que es esto lo que me proponía decir”.

Ya la cadencia es la que necesitamos autor y lector, ya los dos marchamos al mismo paso. Es un gesto que no necesitaba hacernos, porque estábamos dispuestos a acompañarle hasta donde quisiera y pudiera llegar; pero ralentiza, mira y, sin recular, ahora avanza en la marcha que necesitamos y que a él le sienta mejor, le relaja el gesto, le alivia y, si no le reconcilia con un mundo con el que no quiere reconciliarse, al menos le lleva a escribir como quien entiende que no queda otro remedio, con un escepticismo que da lo mejor de sí. Las palabras a su hijo Nazario de Paco, el padre que ha sido la angustia misma y ha llevado a la negrura absoluta a su familia, cuando han perdido casi todo, salvo la capacidad de seguir haciendo daño, suenan a desengaño y a una flema que no le hubiésemos atribuido en la primera parte del libro, porque esa flema denota inteligencia y conciencia de la vulnerabilidad propia, cualidades que Paco sustituía por una devoción a machamartillo ante dios y una malquerencia intestina ante los hombres.

“Mira, yo te destinaría de buena gana, como a Paquito, a la carrera eclesiástica, a ti y a Evaristo; pero tú tienes la cabeza un poco dura y a mí hace ya tiempo que no me suenan los cuartos en el bolsillo. Eres ya un hombre y no haces nada; la ociosidad es la madre de todos los vicios y yo no puedo mantenerte. Ya estás criado; yo he procurado educarte en la medida de mis fuerzas y con la protección siempre decidida del Santo Patriarca; y así es que ya puedes salir a la calle en busca de los dos panecillos que comes todos los días. Ya ves que, para mi santa moral cristiana, so pena de tu condenación eterna, es mi deber de padre recordarte, en estos momentos en que te devuelvo tus alas, que tienes madre, hermana, una hermana desgraciadamente enferma, y que te debes a ellas tanto como a ti mismo”.

Escribiendo así, ya no importa llegar a ninguna parte, ya no hay metas, ya está, estamos a salvo.

III

No es un rastrillo exactamente la prosa de Sawa. Podría ser el apartado donde se amontonan postales con ningún sentido ni en origen ni en destino. Un puñado de impresiones que, quizá, toman sentido al verlas todas juntas en la mano, venidas cada una de una punta; es el trasunto facilón de la vida, los retales desechados o las puntas de las mejores gasas a las que quiere darse su última oportunidad. Es una construcción narrativa angustiada, sí, y, a veces, angustiosa. Se empieza, por seguir con la imagen, cosiendo doble los primeros cromos, con mimo y hasta con primor; pero se aburre pronto o no sabe cómo unir la estopilla con el raso y sale un conjunto que, bien promocionado, se vende como un patchwork resultón antes de que el patchwork fuese tal y fuese digno; si no se sabe vender y ni siquiera se le encuentra un nombre a lo tejido, no pasará de verse como una majadería, una tomadura de pelo para sacarle los cuartos al incauto o un trapo inútil, hecho de trapos y que no sirve para casi nada.

En la narrativa de Sawa, hay esquinas recargadas en la composición y otras de mal paño a los que le ve el desteñido. Pero lo más aprovechable es lo que se teje sin más ahínco que continuar el relato, hilvanado con suficiencia, pero sin trascendencia. Son esos pasajes donde descansan los asesinos, las putas, los adúlteros, los capillitas, los herejes, los renegados, los tísicos… y no hay nadie en escena, las calles de Madrid relajan el gesto y hay por aquí una descripción moral que no condena, ligereza en la sucesión de los hechos, parlamentos nítidos, aire.

De ser, en algunos pasajes furiosos, un escritor declamatorio, pasa, como habiendo retomado meses después la escritura de una novela que no recordaba estar escribiendo, pasa, digo, a una prosa atemporal, llana, significativa y sin requiebros. Una prosa más clara que la de Galdós mismo, con periodos ajustados y un habla natural, sin cebarse en la floritura ni en el modismo. Parece que, al retomar ese manuscrito casi olvidado, se ha dado prisa por entregarlo a algún editor que le adelante unos duros y, así, con esa necesidad, sale la mejor dicción y las palabras mejor colocadas de su época, porque hay que terminar y hay poco tiempo, pero sale la peor novela, porque se despachan, sin rubor, en unas veinte páginas, la muerte de un hombre por envenenamiento urdido por su futura viuda y su amante, el nacimiento del hijo del adulterio, el asesinato de un hombre a navajazos por mor de los celos, la muerte por tisis de una joven… Demasiada miseria y encono para ser verosímil en la ficción. No pasaría de ser comentario de un par de días de haber salido todas esas noticias en un informativo o un periódico, pero a la novela le exigimos la moderación y la limitación de posibilidades que no encontramos en nuestra realidad.